Por la mañana fui a nadar

Cuatro días en el balneario. Escapada corta. Hace dos años estaba inmerso en El dolor de los demás. Me vine a desconectar y no pude hacerlo del todo. La historia me perseguía. El año pasado la historia también viajó conmigo. Aunque había terminado la primera versión de la novela, aquí reescribí algunos capítulos. Este año, por fin, he venido a descansar. Y aunque, por supuesto, algo nuevo comienza a aflorar y a abrirse paso en mi mente, he conseguido frenarlo. Dejarlo para después, para más adelante. Porque este año es tiempo para desconectar. Y sobre todo para nadar en el lago. Eso por encima de cualquier cosa. Y es que este año, aparte del año de la novela –y de mucho más, por supuesto–, lo recordaré especialmente como el año en que aprendí a nadar. Fue una de las propuestas que me hice en Nochevieja, mientras comía las uvas: de este año no pasa. Y no ha pasado.

No sabía nadar. No aprendí de pequeño. Mis padres no me llevaron ni a la playa ni a la piscina. Y cuando ya pude ir por mí mismo, era demasiado tarde. Mis amigos sabían nadar y a mí, entre otras cosas, me daba vergüenza nadar como un perro. Así que comencé a no ir o a no meterme en el agua cuando iba. O a sentarme en la orilla y meterme a remojo. No me gusta el agua, decía. Me da miedo. Tengo hidrofobia. Todo mentira.

A finales de enero de este año, decidí que esto tenía que cambiar. Veía a la gente que quiero ilusionada con la natación y el agua y estaba harto de no poderlos entender. Así que me matriculé en un curso de natación y pasé varios meses rodeado de señoras mayores que rápidamente me tomaron como su nieto. Cuando comencé, ellas ya se desplazaban a toda velocidad sobre el agua. Yo no sabía ni hacer la cafetera. “Venga, hijo, ya verás qué fácil, yo también tenía pavor y mira ahora”. Me costó trabajo y las primeras semanas no había manera. Estaba convencido de que iba a ser una más de esas tantas cosas que he comenzado con ilusión y que he dejado a las pocas semanas. Pero por alguna razón, continué. Quizá porque el agua me gustó. Y también la experiencia de levantarme temprano, tomarme un café para despabilarme y salir hacia la piscina. A las nueve y media ya había hecho ejercicio y podía desayunar con tranquilidad.

Aunque lo más fascinante, lo que creo que en el fondo ha hecho que continúe, es la sensación de desconexión absoluta que se produce mientras uno nada. Supongo que los nadadores más expertos ya nadarán como andan y podrán tener la mente entretenida en sus pensamientos. Pero yo, al menos de momento, sólo estoy concentrado en respirar, hacer bien las brazadas, mover los pies… Durante los 45 minutos que dura la clase, sólo puedo pensar: uno, dos, tres, respira; uno, dos, tres, respira. Creo que es el único momento en que mi mente se distrae del trabajo, de la escritura, de la universidad, de las cosas de la vida. Es una especie de meditación. Puramente física. Uno, dos, tres, respira. Uno, dos, tres, brazada…

Eso es lo que estoy haciendo estos días en el lago termal de Alhama de Aragón. Pasar la mañana y la tarde así. Uno, dos, tres, respira. Uno, dos, tres, respira. Eso y estar tumbado al sol (estaba blanco). Eso y leer por puro placer. Thriller de ciencia ficción y novelas policiacas. Desconectar por fin. A pesar de todo, esta mañana no he podido evitar sentarme al ordenador y escribir estos párrafos. Pero no soy yo. Son los dedos que se mueven solos sobre el teclado. Echan de menos la escritura. No pueden reprimirla. Es su respiración. Si por ellos fuera, esto sería el principio de una novela y ya no cesarían de teclear hasta el final. Por eso debo frenarlos. Antes de que sea demasiado tarde. Ahora. En este preciso momento.

Me voy al lago a nadar.

Uno, dos, tres, respira. Uno, dos, tres, deja de escribir.



Comentarios

  1. Respira y toma aire en ese bonito lugar que tengo en mente para una próxima patada Te mereces ese descanso tras una intensa novela realidad

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