La librería del pueblo
Ayer quedé a tomar una horchata con Emiliano. No nos habíamos visto prácticamente desde que acabé el instituto. Él tenía entonces un bazar en Beniaján y yo me gastaba ahí todo lo que me daban mis padres. Primero, en la consola Nintendo (bueno, "Nasa", la versión cutre) y, después, en todos los juegos que traía y que él me dejaba pagar poco a poco. Yo compraba mucha de mi ropa en la tienda de su madre. Y allí también adquiría algunas cintas que Emiliano grababa con la música de entonces (el Spotify de la época). Recuerdo haber comprado los Tubular Bells de Mike Oldfield y una recopilación de Pink Floyd (lo único que, más allá del siglo XIX, era música para mí en aquel tiempo).
Emiliano había leído la novela y decidimos vernos para charlar un rato y ponernos al día. Al principio quedamos en el Yeguas, pero en agosto estaba cerrado y cambiamos el plan por una horchata en la plaza de Alquerías. Yo no había vuelto al pueblo desde hacía más de diez años; quizá alguna vez lo había cruzado con el coche. Así que el plan me apeteció.
Llegué antes de la cuenta y decidí dar un pequeño paseo. Como suele ocurrir cuando uno regresa a lugares por los que ha transitado en el pasado, las cosas siguen ahí pero de un modo diferente. Parecen fantasmas. No puedes observarlas desde el presente, sino que una especie de velo de recuerdos se interpone entre lo que está ahí y lo que tú ves. Fue así como percibí la Pass-Port, el Supermercado, la carnicería, la Farmacia (que ahora es una peluquería), el Video Club (que ahora es algo que no supe identificar), los bares, el kiosko... y sobre todo la librería. De camino hacia la horchatería (lo que antes era el supermercado de Paquitín, adonde mi madre me enviaba muchas veces a comprar), me detuve un momento.
Recuerdo todos los viajes a Alquerías –en bicicleta y después en una Vespino roja que había heredado de mi hermano– cada vez que tenía que hacer la compra familiar. Nada me gustaba más que entretenerme en la librería. Una librería de pueblo, más papelería que otra cosa, pero con unos cuantos libros en una esquina que yo examinaba una y otra vez y ya me conocía de memoria. Allí compré mi primera novela. Fantasmas, de Dean R. Koontz (todo lo que había leído hasta entonces lo había sacado prestado de la biblioteca del colegio). Y allí seguí yendo hasta que comencé la universidad y las librerías de la ciudad ganaron la partida. Creo que sólo volví en alguna ocasión para comprar bolígrafos, libretas y hacer fotocopias del DNI.
Ayer volví a pasar por la puerta. Desde lejos ya vi que estaba cerrada. Aun así me acerqué al escaparate. Y no pude reprimir la emoción cuando vi allí mi novela, en el centro, rodeada de otros libros, cuadernos, carpetas y mochilas. Por alguna razón, nunca había pensado que la novela pudiera llegar a la librería del pueblo. Me hacía ilusión verla en las librerías de Murcia, pero no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que acabara en el escaparate de la librería de la plaza. En el lugar en el que había comprado mi primer libro. Cuando vi allí El dolor de los demás el tiempo se abrió de repente. Y sentí que el pasado y el presente se tocaban. Embobado frente al escaparate, volví a ser el niño que compraba libros allí. Media vida después.
Me quedé con ganas de entrar y darle las gracias al librero por poner mi libro allí, por hacerme sitio en aquella pequeña estantería. Más tarde, mientas tomaba una horchata con Emiliano, una señora del pueblo que pasaba por allí se acercó y me preguntó si yo era el escritor de "esa novela". Le contesté que sí y me dijo que tenía mi libro en su mesita, y que le había gustado mucho, que salían personajes y lugares que conocía y que así da gusto leer algo, sabiendo que tu pueblo también es literatura. Le di las gracias por leer y ella a mí por escribir.
Regresé a casa feliz, atravesando la huerta a cámara lenta, con la sensación de que la literatura toca la vida y la convicción de que escribir a veces tiene sentido.
La novela, el libro, ha terminado. Pero la historia continúa. Y, en cierto modo, mi vida se ha convertido en un epílogo.
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Emiliano había leído la novela y decidimos vernos para charlar un rato y ponernos al día. Al principio quedamos en el Yeguas, pero en agosto estaba cerrado y cambiamos el plan por una horchata en la plaza de Alquerías. Yo no había vuelto al pueblo desde hacía más de diez años; quizá alguna vez lo había cruzado con el coche. Así que el plan me apeteció.
Llegué antes de la cuenta y decidí dar un pequeño paseo. Como suele ocurrir cuando uno regresa a lugares por los que ha transitado en el pasado, las cosas siguen ahí pero de un modo diferente. Parecen fantasmas. No puedes observarlas desde el presente, sino que una especie de velo de recuerdos se interpone entre lo que está ahí y lo que tú ves. Fue así como percibí la Pass-Port, el Supermercado, la carnicería, la Farmacia (que ahora es una peluquería), el Video Club (que ahora es algo que no supe identificar), los bares, el kiosko... y sobre todo la librería. De camino hacia la horchatería (lo que antes era el supermercado de Paquitín, adonde mi madre me enviaba muchas veces a comprar), me detuve un momento.
Recuerdo todos los viajes a Alquerías –en bicicleta y después en una Vespino roja que había heredado de mi hermano– cada vez que tenía que hacer la compra familiar. Nada me gustaba más que entretenerme en la librería. Una librería de pueblo, más papelería que otra cosa, pero con unos cuantos libros en una esquina que yo examinaba una y otra vez y ya me conocía de memoria. Allí compré mi primera novela. Fantasmas, de Dean R. Koontz (todo lo que había leído hasta entonces lo había sacado prestado de la biblioteca del colegio). Y allí seguí yendo hasta que comencé la universidad y las librerías de la ciudad ganaron la partida. Creo que sólo volví en alguna ocasión para comprar bolígrafos, libretas y hacer fotocopias del DNI.
Ayer volví a pasar por la puerta. Desde lejos ya vi que estaba cerrada. Aun así me acerqué al escaparate. Y no pude reprimir la emoción cuando vi allí mi novela, en el centro, rodeada de otros libros, cuadernos, carpetas y mochilas. Por alguna razón, nunca había pensado que la novela pudiera llegar a la librería del pueblo. Me hacía ilusión verla en las librerías de Murcia, pero no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que acabara en el escaparate de la librería de la plaza. En el lugar en el que había comprado mi primer libro. Cuando vi allí El dolor de los demás el tiempo se abrió de repente. Y sentí que el pasado y el presente se tocaban. Embobado frente al escaparate, volví a ser el niño que compraba libros allí. Media vida después.
Me quedé con ganas de entrar y darle las gracias al librero por poner mi libro allí, por hacerme sitio en aquella pequeña estantería. Más tarde, mientas tomaba una horchata con Emiliano, una señora del pueblo que pasaba por allí se acercó y me preguntó si yo era el escritor de "esa novela". Le contesté que sí y me dijo que tenía mi libro en su mesita, y que le había gustado mucho, que salían personajes y lugares que conocía y que así da gusto leer algo, sabiendo que tu pueblo también es literatura. Le di las gracias por leer y ella a mí por escribir.
Regresé a casa feliz, atravesando la huerta a cámara lenta, con la sensación de que la literatura toca la vida y la convicción de que escribir a veces tiene sentido.
La novela, el libro, ha terminado. Pero la historia continúa. Y, en cierto modo, mi vida se ha convertido en un epílogo.
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