Diario de Ithaca 21 (Preferiría no hacerlo)

[Emitido en Preferiría no hacerlo, programa literario de Aragón Radio. 22/02/16. Escuchar Podcast] 

En la clase de nuevo hablo más de la cuenta. No consigo que los estudiantes se suelten. Y las dos horas se me hacen eternas. Es una pesadilla, el inglés. Me pregunto ya seriamente por qué sucede eso, por qué me afecta de esa manera. Y me doy cuenta de que para mí el idioma no es sólo es sólo el modo de comunicación, es también mi herramienta de trabajo. No es un medio para un fin, es un fin en sí mismo. No soy más que lenguaje. Es todo lo que tengo. No puedo entender a escritores como Beckett, como Cioran, o como Nabokov, que abandonan un idioma, un mundo, y se adentran en otro complemente diferente. Es como tirarse al océano. Confieso que soy más cobarde, y que me gusta bañarme en la orilla, donde no cubre. Es ahí donde sé nadar y hacer las piruetas. En mi piscina del lenguaje.

Por la tarde es la conversación sobre El instante de peligro Romance Studies. En español. Por fin. Lo ha organizado Simone y le estoy tremendamente agradecido. Converso con Francisco y Katryn. Simone les ha dicho que sean severos e incisivos, que no se convierta el acto en una presentación autocomplaciente sino en una discusión sobre literatura. Y yo, sin embargo, disfruto como un crío. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien en un acto. Es la primera vez aquí que hablo en público en español. Vocalizo como si no fuera murciano, siento que estoy hablando el español más bello de la historia. Intento ser preciso en el lenguaje, en las contestaciones. Disfruto cada palabra, cada frase, cada giro, cada ironía. La mantengo en la boca y la paladeo como si fuera un vino de reserva. Me emborracho con el idioma. Me habría quedado en esa sala toda la tarde.



Luego Katryn está preocupada por si ha sido demasiado dura y me ha hecho sentir incómodo con alguna de las preguntas. No imagina, no puede hacerlo, que aunque me hubiera preguntado la lista de los reyes godos no me habría incomodado. Cualquier cosa. Hoy, cualquier cosa.

La felicidad es completa cuando llega la pregunta de Enzo Traverso, uno de los historiadores que más admiro y que se ha acercado allí a escucharme. Llevo varios días leyendo sus libros sobre la historia europea y él me pregunta si escribo por la mañana o por la noche, y cuál es la diferencia entre escribir en uno o en otro momento. Me pregunta como si me tomara en serio, como si de verdad sintiera curiosidad por lo que escribo. Y yo respondo inventando sobre la marcha una teoría que al final consigo creerme: que escribir por la noche –que es cuando suelo escribir– afecta a la escritura porque uno intenta acabarlo todo, hay una urgencia, un temor de que quizá el día siguiente todo se haya desvanecido. Por la mañana uno decide dejar de escribir. Por la noche uno es vencido por el cuerpo. Y en su escritura hay un sentido de cercanía del fin del mundo. Me invento esto mientras hablo y parece que lo tuviera pensado y teorizado desde mucho antes. Ahora lo escribo aquí. Y no sé si tiene mucho sentido. 

Después de la charla bebemos hasta tarde en el Stadler hotel. Bebemos hasta que nos echan. Katryn  enciende un cigarro y nos obligan a salir de allí. Hemos sido incivilizados. Hemos roto las normas. Poner una bomba habría sido menos embarazoso. De vuelta a casa, tarde, vemos gente tirarse en trineos por la ladera. También están borrachos. Lo recuerdo como si fuera un sueño.

El fin de semana lo paso encerrado en casa escribiendo el artículo que tendría que haber entregado en octubre. Fernando Bryce y el anacronismo de las imágenes. Llevo leyendo sobre esto prácticamente desde que llegué, pero estoy bloqueado. Sólo a finales del domingo se desatasca la escritura y el texto comienza a salir.

El lunes me dispongo  leer un libro de Georges Didi-Huberman sobre el tiempo y justo en el momento en que lo abro recibo un mail suyo. Es la respuesta a un correo que envié hace varias semanas. Tampoco es tan extraño. Pero esa sincronización entre el sonido de la alerta del mail y la apertura de la página me hace especular sobre la sincronicidad y el modo en que todo está conectado.

Voy escribiendo en segundo plano el ensayo que he comenzado a fraguar. Lo escribo en la cabeza, mientras en la realidad tengo que terminar el texto que ya me solicitan. Creo que, definitivamente, he encontrado la forma perfecta. A medio camino entre narración y crítica de arte.

Me pregunto cómo será el último libro de Vila-Matas. No puedo esperar a llegar a España. Lo compro para el Kindle.

Tengo mil cosas que hacer. Apenas doy abasto con todo. Pero el tiempo se frena cuando comienzo a leer Marienbad eléctrico. Es Vila-Matas. Es el escritor que admiro. Es la literatura que algún día me gustaría poder escribir.


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