Diario de Ithaca 15 (Preferiría no hacerlo)
[Emitido en Preferiría no hacerlo, programa literario de Aragón Radio. 18/1/16. Escuchar Podcast]
La mañana
jueves después de Reyes la dedico a gestiones de la universidad. Me recorto la
barba y me entrevistan en la radio. Por la tarde es la presentación de Presente continuo. Diario de una novela.
Veo por primera vez el libro y, cuando lo tengo en mis manos, me posee una
sensación extraña: ahí está mi vida, mi intimidad, mis recuerdos… todo
desvelado, todo convertido en palabras. No puedo estar más feliz. En acto
intervienen Ángel Montiel, mi editor en
el periódico, y José Alcaraz, el editor de Balduque. Ambos son los culpables
del libro. Yo improviso de principio a fin. Creo que no se hace demasiado
pesado.
Después, la
noche se vuelve mágica. Es el último acto antes de regresar a Ithaca. Todo
suena a despedida. Pero una despedida sin drama. Feliz.
El viernes
por la mañana, aún con el mareo del Jägermeister, me entrevisto con Antonio
Arco. Acabo justo a la hora de comer y no tengo tiempo de dormir la siesta.
Vuelvo a la universidad por la tarde y quedo con Alejandro para hablar sobre el
grupo de investigación y la universidad. Hemos demorado demasiado la
conversación, pero más vale tarde que nunca.
Después, me
despido de Marta y todo es belleza. Una película francesa. Más tarde, salgo con
Leo y más amigos y también nos despedimos. En la Yesería siento que mi cuerpo ya
no da más de sí. Durante este mes no he parado un segundo. Ha llegado el
momento de cerrar. Necesito la tranquilidad de Ithaca. Ahora sí. Ya no lo puedo
demorar.
El domingo
salgo en tren para Madrid. Viajo con Raquel. Durante el trayecto devoro la
autobiografía de Ibrahimovic. Es tremendamente divertida y está llena de
anécdotas que me hacen sonreír. La nostalgia desaparece. Por la noche cenamos
en el Oh Baboo, un restaurante italiano que conocí con Leo gracias a Jaime. El dueño tiene una voz de cine y la pasta fresca con trufa está
deliciosa.
El avión a
Nueva York sale el lunes al mediodía. Hemos comprado un pasaje barato y nos
toca en el peor sitio. Apenas hay espacio para las piernas. Una hora más y me las
tienen que cortar. Al llegar al JFK, tras la hora y pico de cola de inmigración
me meten al cuartito. Una vez más. No hay manera de que me libre. “Miguel
Hernández”. La combinación es demasiado común. Tengo nombre de narco.
Tomamos un
taxi que nos lleva a Brooklyn y nos cuesta más que el viaje de Murcia a
Madrid. Allí nos espera Elena, que nos deja su apartamento en una de las zonas
más cool de la ciudad. Hablamos sobre arte y literatura y alargamos la noche
hasta que el jet lag hace su aparición. Estamos menos cansados de lo que
habríamos imaginado.
Por la
mañana del martes me quedo en casa acabando un texto para la exposición de La
Conservera. Miro por la ventana y quisiera salir a pasear por Brooklyn. Estoy
harto de que las obligaciones me impidan disfrutar de estos momentos.
A las cinco
de la tarde he quedado con Keith Moxey y Michael Ann Holly para preparar el
evento al que me han invitado: un diálogo sobre El instante de peligro en el
Explorers Club. El Clark Institute organiza allí conferencias y hoy acoge la
conversación sobre mi novela. Con ese motivo hay una recepción con vinos de
Murcia, queso, jamón y productos de España. Yo llevo varios días nervioso. El
inglés, por supuesto. Después de un mes en España, lo poco que sabía se ha ido perdiendo.
Al final, aunque me lío en alguna parte, la intervención no sale mal del todo y
los organizadores quedan contentos. Lo importante son las ideas, dice Elena. No
puedo estar más de acuerdo.
Antes de
irnos a la cama, visitamos a Valeria, que está en Nueva York y nos enseña la
casa que le han dejado junto al río. Desde ella se ven perfectamente el Empire
State y el Chrysler. Parece sacada de una película. Raquel y ella por fin se
conocen. Creo que acaban congeniando.
El miércoles, temprano, salimos para Ithaca. Alquilamos un coche y cruzamos Manhattan. Cuando me veo en el coche junto al World Trade Center, pienso en lo extraño que es todo y lo pequeño que es el mundo. Conducir por allí como si nada, como si fueran los carriles de la huerta o la gran vía de Murcia. Es una ciudad, una carretera, un coche… Todo es lo mismo. Y sin embargo no puedo parar de decirle a Raquel: ¿te das cuenta de que estoy conduciendo por Nueva York?
El viaje es agradable esta vez. Nada que ver con la agonía del principio. Cruzamos Newark (el lugar más feo del mundo) y nos dirigimos al Norte. Conforme avanza el coche, hay más nieve en la carretera y el termómetro marca menos grados. Al llegar a Ithaca, cuatro horas y pico después, todo parece una postal y el frío nos hiela los huesos.
Dejo a Raquel en la casa y devuelvo el coche al aeropuerto. Regreso en autobús y me bajo en la universidad para volver andando. No hay nadie en el campus. Camino con parsimonia mientras el frío me corta la piel de la cara. Me quedan seis meses aquí. Tengo que hacer que merezca la pena.
El miércoles, temprano, salimos para Ithaca. Alquilamos un coche y cruzamos Manhattan. Cuando me veo en el coche junto al World Trade Center, pienso en lo extraño que es todo y lo pequeño que es el mundo. Conducir por allí como si nada, como si fueran los carriles de la huerta o la gran vía de Murcia. Es una ciudad, una carretera, un coche… Todo es lo mismo. Y sin embargo no puedo parar de decirle a Raquel: ¿te das cuenta de que estoy conduciendo por Nueva York?
El viaje es agradable esta vez. Nada que ver con la agonía del principio. Cruzamos Newark (el lugar más feo del mundo) y nos dirigimos al Norte. Conforme avanza el coche, hay más nieve en la carretera y el termómetro marca menos grados. Al llegar a Ithaca, cuatro horas y pico después, todo parece una postal y el frío nos hiela los huesos.
Dejo a Raquel en la casa y devuelvo el coche al aeropuerto. Regreso en autobús y me bajo en la universidad para volver andando. No hay nadie en el campus. Camino con parsimonia mientras el frío me corta la piel de la cara. Me quedan seis meses aquí. Tengo que hacer que merezca la pena.
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