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Rituales cotidianos

Algo más de dos semanas. El tiempo pasa rápido y lento al mismo tiempo. Parece que llevas aquí varios meses y, a la vez, que apenas has llegado. Imaginas que esa sensación de tiempo trastornado la seguirás teniendo conforme pasen los días, las semanas y los meses.

El papeleo parece que va llegando a su fin. Cada gestión ha sido una pesadilla. El inglés te lo ha hecho todo más difícil. El lenguaje burocrático y las mil y una forms que rellenar. Pero ya está todo hecho. Tienes tu tarjeta de Cornell, tu seguro médico, has solicitado el número de la seguridad social, te has apuntado al gimnasio… ya estás monitorizado e instalado por completo.

Escribes este post ya desde el despacho de la Society, en un momento de descanso, con un café junto al ordenador. Café largo, aguado, pero adictivo. Hay una cafetera en la cocina y no cesas de bajar una y otra vez. En España te diste duro al hígado con el alcohol; aquí le va a tocar al riñón. Pero necesitas el ritual. Llegas al despacho después subir varias cuestas o, si estás cansado, de tomar la línea 30 (curiosamente, el mismo número que pasaba por tu pueblo y en el que fuiste al instituto y a la universidad) y, nada más dejar la mochila junto a la mesa y encender el ordenador, bajas a por café. Está ya hecho en la cafetera, caliente, como si te hubiera estado esperando. Subes con la taza a rebosar por las escaleras de madera alfombradas intentando hacer el menos ruido posible. Y es en ese trayecto donde vas poniendo tu mente en disposición de estudiar. Un ritual, un momento en el que se abren todos los poros del conocimiento. El mundo exterior se aleja, y te concentras en los libros y las ideas. Como hoy, mientras lees a Peter Galison y su fascinante trabajo sobre la simultaneidad y el modo en que el mundo sincronizó sus relojes a finales del siglo XIX y ya nunca más volvió a ser el mismo.

Pero el mundo exterior también es necesario. Pasear junto a las cascadas, viajar (ya contarás el viaje a Cumberland en el siguiente post) y también llegar a casa. en cualquier caso: desconectar. Intentarás mantenerlo así. Cada cosa en su sitio. 

Sigues hipnotizado con House of Cards. R. y tú estáis haciendo un maratón que en ocasiones te ha hecho ya tener pesadillas con Frank Underwood. Le estáis sacando partido a Netflix. Una inversión que merece la pena. También merece la pena puentear la IP americana para poder ver por momentos el fútbol. Te dan miedo estas cosas aquí, pero has descubierto el modo legal de hacerlo. Hasta que se demuestre lo contrario.

Las hamburguesas también merecen la pena. La de anoche fue memorable. Y la cerveza, Golden Secret. The Ithaca Ale House está demasiado cerca de casa. Intuyes que vas a reincidir en esa barra en más de una ocasión. R. también se ha dado cuenta. Al regresar, encontráis las luces de los vecinos encendidas. Ya está la casa llena de gente. Hacen ruido, pisan el suelo como si fueran elefantes. Por la noche os despiertan. Pero sabes que la semana que viene, cuando R. se vaya y te quedes solo, agradecerás las pisadas y los signos de vida en la casa de arriba.


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