Literatura e incertidumbre
[Publicado en La Opinión, 27 de junio de 2015]
La narración se configura como un diálogo entre la madre temerosa y el alma del niño de su amiga. Un diálogo que se produce en un espacio-tiempo extraño y que a veces resuena como un eco distorsionado y siniestro. Uno acaba la lectura completamente desasosegado, con la misma sensación de incomodidad que nos queda después de ver una película de David Lynch, con todas las certidumbres puestas en cuestión. No sabemos nada o, mejor, no lo sabemos todo, pero intuimos lo que ha sucedido, lo hemos experimentado, hemos sido tocados por las imágenes. Es como asomarse a una mente y observar por un momento el flujo de una conciencia.
Mientras leía el libro no podía evitar pensar en Samuel Beckett. Allí también la
realidad se hace trizas y el lector no siempre puede ponerle imágenes a lo que
se está contando. Al menos imágenes claras y precisas. En este tipo de obras se
diluye eso que Barthes llamó “el efecto realidad”, ese detalle que ancla la
narración en un espacio concreto y que se convierte en algo clave para gran
parte de la literatura moderna. Aquí, en cambio, ya no hay nada a lo que se
sujetarse. El relato se construye a través de flashes, sensaciones,
experiencias, imágenes que fluyen y atraviesan la acción como alfileres,
propiciando una literatura en el borde de la abstracción.
La sensación de desasosiego se produce por la imposibilidad de fijar en nuestra mente la historia, de descomponerla en fragmentos y poder ordenarla, de topografiarla y fijarla en un eje de coordenadas. O lo que es lo mismo: por la imposibilidad de representarla –de representárnosla–. La potencia de la novela de Schweblin está en esa ruptura absoluta de la representación. Y eso es lo que deja al lector sin armas, a merced de las palabras, nadando en un mar de incógnitas acerca del mundo. Quizá eso es lo que tenga que hacer la literatura –la buena literatura–: traquetearnos y desmontar el status quo de nuestra percepción. Quizá esa sea la verdadera literatura política, y no aquella que nos habla de la crisis y la injusticia, señalando –una vez más– a malos y buenos y volviendo a repetir cosas que ya sabemos todos. Frente a esa política fácil –puramente representativa–, Distancia de rescate nos obliga a pensar, a buscar lugares a los que agarrarnos si no queremos naufragar. No nos da todo lo que pedimos, no estamos ante la literatura como lugar de concesión de deseos, sino todo lo contrario: literatura como espacio de visualización de la falta, como creadora de agujeros, como lugar de desasosiego e incomodidad.
La sensación de desasosiego se produce por la imposibilidad de fijar en nuestra mente la historia, de descomponerla en fragmentos y poder ordenarla, de topografiarla y fijarla en un eje de coordenadas. O lo que es lo mismo: por la imposibilidad de representarla –de representárnosla–. La potencia de la novela de Schweblin está en esa ruptura absoluta de la representación. Y eso es lo que deja al lector sin armas, a merced de las palabras, nadando en un mar de incógnitas acerca del mundo. Quizá eso es lo que tenga que hacer la literatura –la buena literatura–: traquetearnos y desmontar el status quo de nuestra percepción. Quizá esa sea la verdadera literatura política, y no aquella que nos habla de la crisis y la injusticia, señalando –una vez más– a malos y buenos y volviendo a repetir cosas que ya sabemos todos. Frente a esa política fácil –puramente representativa–, Distancia de rescate nos obliga a pensar, a buscar lugares a los que agarrarnos si no queremos naufragar. No nos da todo lo que pedimos, no estamos ante la literatura como lugar de concesión de deseos, sino todo lo contrario: literatura como espacio de visualización de la falta, como creadora de agujeros, como lugar de desasosiego e incomodidad.
Hola:
ResponderEliminarHace no mucho leí los cuentos "Pájaros en la boca", de Schweblin, y me gustó bastante. Por lo que cuentas de ella esta novela tiene pinta de estar construida como esos cuentos.
Tendremos que leer también Siete casas vacías.
Gran reseña.
Saludos