Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte
Hace ya algún tiempo escribí un pequeño cuento que titulé "Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte". Me sirvió para cerrar Infraleve, un libro de esos que uno publica cuando es demasiado joven y luego no deja de arrepentirse una y otra vez. En el relato contaba una historia real que luego muchas veces mi madre recordó: la historia de una pastilla de jabón y de una mirada en un espejo.
Hoy, más de diez años después, una pastilla de jabón casi desaparece en mi mano. Y no he podido evitar recordar. El cuento, el jabón, el espejo, mi padre y mi madre. Ya no me reconozco en esa manera de escribir. Y al cuento le falta ritmo por todos los lados. Pero la imagen me sigue pareciendo bella. Y cada vez que me viene a la cabeza me emociono. Por eso he decidido publicarlo de nuevo aquí. Una vez más. A pesar de todo.
Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte
Desde que su marido murió, ella no hacía más que mirarse al espejo.
Siempre al mismo espejo. Una y otra vez. Allí pasaba horas y horas. Mañanas,
tardes y noches. Sentada. Recostada a veces sobre la silla. Mirando aquel
espejo que nada tenía de particular.
Vivía sola, en un primer piso en el que apenas penetraba la luz. Y en
aquella penumbra, paliada por la incandescencia de una bombilla, el espejo le
ofrecía siempre la misma imagen, el reflejo de un rostro aún joven, pero
marchito, marcado por el sufrimiento, ojeroso, descuidado, velado en ocasiones
por algún cabello grasiento de un larga melena que en origen debió de ser
rubia.
Sentada frente al espejo llevaba casi cuatro meses. Pero no estaba loca.
Ella no estaba loca, se repetía una y otra vez; simplemente indagaba, buscaba
algo que tenía que estar allí. De algún modo tiene que permanecer, pensaba.
Algo debe quedar. Algo de él, ahí, mirándose, algún miasma de su reflejo
habitando en la superficie especular.
Él se había mirado en aquel espejo pocos segundos antes de su muerte.
¿Quedaba algo de su mirada?, se preguntaba a cada momento. Quería reencontrarse
allí con el infraleve poso de una mirada en un espejo. Y lo buscaba por todos
los medios, amparada en la creencia de una posible sedimentación del ver, en la
creencia de que lo que vemos, en cierto modo, también es lo que nos mira y que,
desde allí, algo permanece.
La casa había dejado de oler a él. Progresivamente su esencia iba
desapareciendo de todo. Su armario, su ropa, sus libros... sus cosas comenzaban
a dejar de ser sus cosas para volver a ser solamente cosas, y nada de él iba
quedando ya.
¿Lo último que tocó? Una pastilla de jabón. La pastilla con la que lavó sus
manos. La misma que ella, desde entonces, acariciaba cada mañana para intentar
sentir de nuevo su tacto. Pero aquella pastilla de jabón, poco a poco, también
fue deshaciéndose cada mañana hasta que, cuatro meses después, apenas podía
percibirse sobre sus manos.
Una mañana, cuando la pastilla se había convertido en un cristal
transparente, ella supo que era la última mañana. La última que intentaría
buscarlo en el espejo, la última que intentaría tocarlo en el jabón.
Se sentó como cada día a mirar su reflejo. Tanto tiempo lo había mirado que
ya ni siquiera veía un rostro —el de ella— que se había hecho consustancial al
espejo. Miraba sus propios ojos, pero tan sólo para in- tentar colocarlos en el
mismo lugar en el que él pudo haber tenido los suyos, intentando hacerlos
coincidir con lo que podría haber sido su última mirada. Si algo quedaba de él,
sus ojos seguramente lo notarían.
Pero, como siempre, sus ojos no notaron nada. Sin embargo, ese día, al
intentar ladear la mirada, sintió de repente un escalofrío que le subió por la
nuca hasta el cuero cabelludo, y su cuerpo se erizó por completo.
¿Qué estaba sucediendo?
Nada.
Eso era precisamente lo que ocurría: que en el espejo no había nada.
Absolutamente nada. Ocurría que ésa era la respuesta que tanto tiempo había
buscado: “lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte”, murmulló. Nada.
De él no queda ya nada allí, tan sólo su ausencia, una gran nada, inmensa,
inabarcable.
Abatida, como último recurso, pensó entonces en conservar el pequeño y casi
inexistente fragmento de jabón. Allí al menos sus manos sí habían tenido contacto
directo. Para poder contemplarlo cada día, pensó en conservarlo en una urna de
cristal. Pero cuando fue a guardarlo, la certidumbre de que, aun recordándolo,
nunca más volvería a tocar lo que él tocó, hizo brotar en su ojo una lágrima,
una sola, pero tan densa que, tras surcar su rostro, cayó sobre el pedacito de
jabón y lo deshizo por completo.
Y allí acabó todo. El último resquicio de él diluido por una lágrima, lo
infraleve de su tacto, por última vez, tocado infralevemente, y diluido para
siempre.
No percibo que falte ritmo en el cuento.Si, puedo percibir que la mirada está, quedó.
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