El anticuario
[Publicado en La Opinión de Murcia, 14/03/15]
En un tiempo relativamente corto –o largo, según se mire (diez
años de trabajo incesante)– la editorial Candaya ha conseguido posicionarse
como una de las referencias centrales en la publicación de literatura de
calidad en el ámbito español. No es posible hacer una historia de la literatura
contemporánea sin pasar por sus autores: descubrimientos españoles (como
Agustín Fernández Mallo, Javier Moreno o Miguel Serrano), o escritores
latinoamericanos cuya obra han logrado introducir –no sin cierta dificultad– en
nuestro país. Autores centrales como Ednodio Quintero, Victoria de Stefano o
Sergio Chejfec, que, por las más extrañas razones –que pueden ser resumidas en
la dificultad de los libros para cruzar el Atlántico–, no habían tenido aún
aquí la repercusión que su obra merecía. Muchos de ellos son ahora piezas
indispensables de nuestro mapa literario. Confieso, por ejemplo que en mi
comprensión de la literatura hay un antes y un después de Sergio Chejfec.
Es dentro de esta “recontextualización” de literaturas de
calidad contrastada donde se encuadra la publicación en España de El anticuario, la primera novela del
escritor peruano Gustavo Faverón, que ya ha conseguido un grandísimo éxito
crítico tanto en español como en su traducción al inglés. A Faverón, profesor
en Bowdoin College, le seguía la pista desde hacía un tiempo por su blog Puente Aéreo, del que fui asiduo lector
durante el tiempo en que estuvo en la red. Allí se intuía una prosa y un
conocimiento literario que era lógico que, antes o después, acabase explotando por
algún lado. Un lado que ha sido, entre otras cosas, esta novela excepcional,
celebrada por la crítica, que es una especie de caverna oscura repleta de pura
literatura.
La novela, de la que autores de generaciones y gustos tan
dispares como Vargas Llosa o Daniel Alarcón han escrito maravillas, es un
monumento al arte de contar y una reflexión profunda y sólida sobre los límites
de la razón. Una exploración de la conciencia humana y de los límites de la
ética, del bien, de la responsabilidad, presidida por el espíritu del thriller
y la novela policiaca.
Daniel, encerrado en un psiquiátrico por un crimen. Gustavo,
el narrador, que intenta comprenderlo. Y junto a ellos, una galería de
personajes en el borde de la locura. Ésos son los ingredientes una historia de
adivinación, violencia e intriga escrita con belleza como un continuum obsesivo que recuerda por
momentos al Gaddis de Ágape se paga.
Uno de los elementos que más me han llamado la atención de El anticuario es la capacidad de Faverón
para crear atmósferas asfixiantes. Se ha comparado la obra de este autor con
Borges y con Calvino. Y es cierto, la inteligencia, el modo de describir
espacios, ciudades, arquitectura, tiene mucho de ellos. Pero hay en Faverón un
punto de opresión que va más allá; el espacio se cierne sobre los sujetos, se
convierte en algo mental y angustioso, asfixiante, como las atmósferas
abstractas de Beckett. Y es que aunque uno pueda ver esos espacios descritos,
hay algo que los abomba y los confunde, que los convierte en lugares con vida
propia. En sujetos. Ésa es una de las características de esta novela: que los
espacios acaban teniendo una entidad subjetiva. Y todo se vuelve material y
denso. Los cuerpos se hacen presentes. Unos cuerpos que, sin embargo, son
siembre cuerpos extraños, fuera de la norma. La enfermedad, la fragilidad o la deformidad
presiden la novela. Cuerpos otros, excluidos, marginados, expulsados, cuerpos
que por momentos también recuerdan a los cuerpos extraños que aparecen en los
libros de Mario Bellatin. Sujetos monstruosos y grotescos que, sin embargo,
están llenos de un mundo interior presidido por el arte y la poesía. Sujetos
habitados por la literatura, por la pulsión de contar historias que den sentido
al mundo que les ha tocado vivir. Individuos poseídos por el espíritu de
Sherezade, por la necesidad de relatar historias. Historias para salvar la
vida. Historias para mantener la cordura.
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