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Auster

[Publicado en La Opinión de Murcia - Canal de Libros]

La semana pasada Paul Auster cumplió 68 años y, como homenaje, yo subí a Facebook una foto de algunos de sus libros –los que han regresado a casa después de haber sobrevivido a préstamos varios–. Soy fan, lo confieso. Auster es el autor de uno de los libros más bellos que jamás he leído: La invención de la soledad. Un recuerdo del padre, una metáfora de la escritura como memoria y de la narración como medio para salvar la vida. Un libro emocionante y sincero. Eso fue lo primero que leí de él. Después, me enamoré de su prosa, de su mundo, de sus casualidades, de sus historias llenas de vasos comunicantes, de su metanarrativa, me enamoré incluso de su voz grave y su tez cobriza. Y no hay una sola línea suya que no considere esencial.



Sé esto que digo es irracional —así somos los fans; no atendemos a razones— y que, para muchos, Auster es un moderno de medio pelo: vanguardia popular, experimentalismo banalizado; nada que ver con la altura de Pynchon, Roth o DeLillo. Pero sobre todo soy consciente de que lo común suele ser decir: «¿Auster? Sí, al principio. Pero ya hace tiempo que no. Me gustaba cuando no era mainstream. Sus primeros libros están bien —La trilogía de Nueva York, La música del azar, si me apuras, Leviatán o El palacio de la luna—, pero luego ya no volvió a escribir nada bueno. Sin embargo, para mí Auster es un grande. Y, como digo, me gusta todo lo que escribe. No puedo escribir una línea sin sentir la influencia de sus lecturas. Y si me entero que va a publicar algo, cualquier cosa, no me quedo tranquilo hasta que lo leo. Lo compro en inglés aunque me cueste trabajo entenderlo. En ebook y después en papel. Creo que leería hasta sus whatsapps.

Hay escritores de libros y escritores de obra. Eso lo ha dicho en varias ocasiones Vila-Matas. Escritores de grandes libros, diferentes entre sí, y escritores que poco a poco, libro a libro, van construyendo un edificio literario. Yo creo que Auster se encuentra a medio camino entre una cosa y la otra. Tiene libros magníficos, historias memorables, narraciones singulares de las que uno ya no se olvida jamás (¿cómo quitarse de la cabeza las películas de Hector Mann que vertebran El libro de las ilusiones, o los vuelos del joven protagonista de Mr. Vértigo?—. Pero junto a esas grandes historias, a través de sus libros, el escritor de Brooklyn ha ido construyendo paso a paso un mundo reconocible y habitable por los lectores —una estética, unos temas, unos personajes, una manera de entender la vida, una voz—, un edificio en el que cada texto es un peldaño, un muro, una esquina, un elemento constitutivo esencial. En los escritores de obra todo cuenta, incluso los libros que aparentemente ‘se repiten’. Porque el gran libro de Auster es precisamente ese mundo ‘austeriano’ construido por el conjunto de sus libros. Un mundo lleno de azares, de lugares nostálgicos y de contadores de historias. Un mundo moderno y al mismo tiempo encantado en el que la magia aún no ha desaparecido del todo y las cosas cambian de la noche a la mañana. Un mundo propio que se pone en juego en cada párrafo, en cada historia, en cada personaje. Confieso que en pocos lugares me encuentro más a gusto que en ese universo literario.

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