El virus de la escritura
Terminas. Dices fin. Una vez más: fin ahora. Fin de nuevo. Corriges, quitas erratas, eliminas reiteraciones, insertas palabras, música, ritmo, miras desde lejos, desde cerca, haces todas esas cosas, sí. Pero ya has terminado. Lo sabes, lo intuyes, lo tienes claro. Y lo sabes porque la novela ya no está ahí. Ya no está dentro. Ha salido. No te obsesiona. Se ha ido. Ha ido saliendo poco a poco. Te importa como forma, como objeto, como mero dispositivo artesanal: quién la publicará, cómo, cuándo, cómo hacer para que se lea mejor, para mantener la tensión, para que se entienda esta frase, esta idea, este párrafo... Pero ya no te obsesiona. Se ha ido. No está.
Te das cuenta por la noche, antes de dormir. Ya no piensas en ella. No piensas en Martín, en Anna, en Sophie, en Lara, en Dominique, en Rick. No piensas más en ellos. La historia te ha abandonado. Sólo quedan flecos, síntomas de que hubo un tiempo en que te poseyó por completo. Moratones, arañazos, pequeñas heridas que aún debes curar. Pero ya no la historia. Ya no el virus. Ya no el cuerpo inflamado en todo momento por la historia. Por esa historia que te ha acompañado en el último año.
Pero no hay vacío. Acabar no es, al menos en tu caso, un vacío. No hay vértigo; sólo continuidad de espacios. La historia que has escrito acaba de ser expulsada por otra. Por otra historia que has notado llegar poco a poco, que se cierne sobre ti antes de dormir.
Por un momento las historias conviven. La nueva surge como vibración, como posibilidad futura para cuando la anterior desaparezca. Pero la posibilidad crece día tras día. Y hay un instante en el que adviertes que ha ganado la batalla. Aunque la otra aún no se haya publicado, aunque aún falte trabajo para dejarla como tú querías. Tendrás que hacerlo, claro; es un libro. Pero ya es trabajo; pura artesanía. Harás lo que sepas; no más. Está fuera. No es cosa tuya. Podría hacerlo cualquiera. Ya no hay obsesión ahí. Ahora sólo te importa la otra, la que no te deja dormir, la que arrebata tu realidad, la que ya no sabes quitarte de encima. Lleva un tiempo instalándose en tu organismo. Y no tiene intención de moverse de ahí a menos que encuentres la manera de escribirla.
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Te das cuenta por la noche, antes de dormir. Ya no piensas en ella. No piensas en Martín, en Anna, en Sophie, en Lara, en Dominique, en Rick. No piensas más en ellos. La historia te ha abandonado. Sólo quedan flecos, síntomas de que hubo un tiempo en que te poseyó por completo. Moratones, arañazos, pequeñas heridas que aún debes curar. Pero ya no la historia. Ya no el virus. Ya no el cuerpo inflamado en todo momento por la historia. Por esa historia que te ha acompañado en el último año.
Pero no hay vacío. Acabar no es, al menos en tu caso, un vacío. No hay vértigo; sólo continuidad de espacios. La historia que has escrito acaba de ser expulsada por otra. Por otra historia que has notado llegar poco a poco, que se cierne sobre ti antes de dormir.
Por un momento las historias conviven. La nueva surge como vibración, como posibilidad futura para cuando la anterior desaparezca. Pero la posibilidad crece día tras día. Y hay un instante en el que adviertes que ha ganado la batalla. Aunque la otra aún no se haya publicado, aunque aún falte trabajo para dejarla como tú querías. Tendrás que hacerlo, claro; es un libro. Pero ya es trabajo; pura artesanía. Harás lo que sepas; no más. Está fuera. No es cosa tuya. Podría hacerlo cualquiera. Ya no hay obsesión ahí. Ahora sólo te importa la otra, la que no te deja dormir, la que arrebata tu realidad, la que ya no sabes quitarte de encima. Lleva un tiempo instalándose en tu organismo. Y no tiene intención de moverse de ahí a menos que encuentres la manera de escribirla.
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