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La espera infinita

La escritura es un lugar de esperas continuas. Uno se queda mirando a las musarañas, espera, y luego se le ocurren historias. En ocasiones, vienen rápido, en otras, no se van nunca; pero en la mayoría, tardan en aparecer. Uno espera a que llegue la historia que tiene que contar, o la historia que puede contar. Después comienza a pensar en cómo hacerlo. Y por lo general tiene que volver a esperar. Esperar a que la historia se aclare en su cabeza. Esperar a que lo que no son más que intuiciones comiencen a alinearse y a estructurarse para poder contárselas a alguien. En ocasiones, uno espera al principio, todo se desenreda, y lo que tiene que hacer después es ponerse a juntar piezas, a coser fragmentos. En otros casos, los más, lo que ocurre es que hay que escribir la historia entera para saber qué es exactamente lo que ocurre. Hay que esperar durante varios años a saber qué pasa con los personajes y las ideas que han estado pululando por tu mente y no te han dejado dormir. Escribir para saber la historia. Es una especie de espera activa. Esperar a acabarlo todo para saber cómo acaba.

Estas son las primeras esperas. Esperar que llegue la historia, que se abra, y que se acabe. Eso es lo que, en cierto, modo está en la mano del escritor. Es la mejor espera. Uno disfruta –y sufre, también sufre– mientras llega o no llega, mientras se aclara o se enquista. Puede ser una agonía, pero no deja nunca de ser placentero.

Luego llegan otras esperas y otros dolores. Mal-Herido recientemente ha reflexionado sobre estos dolores. Son los de encontrar editorial. Uno envía el manuscrito. Y espera y espera. Y no suele llegar nunca contestación alguna. Nadie responde. Y cuando responden es con un "no está mal, pero...". Son sin duda los peores momentos. Los momentos en los que la espera se puede convertir en desesperación. Si hay suerte, o Dios baja a verte, o hay un milagro, o, cosas de la vida, a algún agente o editor le acaba gustando tu novela, y te contesta, se resuelve la primera espera-desesperanzada y entra en juego una espera diferente, alegre y esperanzada, que es la de imaginar en un futuro –más o menos cercano o lejano– tu libro –ése que tantos desvelos ha causado– publicado por fin. Entonces esperas de nuevo. Esperas a que se publiquen en la editorial las cosas que ya habían llegado antes. Esperas a que te den una fecha aproximada. Y esperas el momento de volver a trabajar en el libro –corregirlo, imaginar portadas, pensar textos o ideas para la solapa...– cuando se vaya a acercar la fecha de publicación. Esperas que llegue ese momento. Y es una espera feliz. Pero también una espera que ya no depende ti. En ese tiempo no puedes hacer nada.

Entonces llega un correo del editor y te pide que envíes de nuevo el manuscrito, que van a comenzar a trabajar en él. Ya se ha iniciado todo, piensas. Y envías el correo a toda prisa creyendo que la cosa ya se acelera. No sabes que de nuevo tienes que volver a esperar varios meses. Envías manuscrito, recibes correcciones, vuelves a corregir, recibes la maquetación, corriges sobre ella, te corrigen de nuevo, revisas y vuelves a corregir, te vuelven a corregir sobre lo corregido... y al final, después de varias vueltas, y varios meses en los que la espera entre momento y momento –y la espera del resultado final– siempre ha estado revoloteando por algún lado, recibes el pdf definitivo, que ya no puedes tocar. Y también la portada, que tampoco puedes tocar. Todo ya está ya dispuesto. Ahora toca esperar, te dicen. Esperar de nuevo. Entrará a imprenta en las semanas siguientes. Y esperas otra vez. Ilusionado. Por supuesto. Ya has hecho todo lo que podías. Ahora la cosa sí que está al llegar. Y piensas que la espera de tanto tiempo está a punto de finalizar, que por fin todo se acaba. Así pasas unas tres semanas más, en ocasiones un mes. Al principio lo dejas pasar, pero enseguida comienzas a impacientarte. Pero no llamas para no ser pesado, para que no digan que eres un ansioso, para que no sepan que en realidad te muerdes las uñas, te comes los puños del jersey y te das cabezazos porque ya quieres ver tu libro. Porque ya no puedes esperar más.

Y entonces un día te escriben para decirte que el libro ha salido de imprenta y que van a enviar unos ejemplares a casa, y que les des tu dirección correcta para hacerte el envío cuanto antes. Tardas menos de un minuto en responder y a partir de ese momento ya no vives. No duermes, no estás tranquilo; sabes que los libros ya están de camino a casa, que han salido de la editorial y están en la furgoneta de algún transportista. Si supieras cuál es la ruta exacta, probablemente cogerías el coche y saldrías al encuentro del mensajero, asaltarías la furgoneta, lo abordarías a mitad del camino para que la espera acabase antes. Pero, afortunadamente, no sabes quién lo traerá, ni cuándo llegará exactamente. Así que vuelves a esperar. Esperas y esperas. Y mientras tanto, no puedes hacer otra cosa. El tiempo se vuelve denso, lento, espeso. Como si algo importante estuviera a punto de pasar. Y como si alguien se empeñase en ralentizar las cosas, en putearte para que la espera no pueda acabar del todo. En ese momento, llega el señor de MRW, y con los ojos llorosos abres la caja de los libros. La espera ha acabado, piensas. Por fin, tantos desvelos, tantas horas sin dormir, tantas preocupaciones... por fin, todo concluye. Fin de la espera.

Fin. Sí. Eso es lo que piensas durante unos segundos. Eso es lo que experimentas mientras tienes por primera vez  el libro en tus manos. Pero enseguida te das cuenta de que la espera no ha acabado. El libro está ahí, contigo, en casa. Pero eso no sirve para nada. Aún no ha salido a la venta. Falta casi un mes para que llegue a los lectores, para que lo lean, para que todo comience a tener sentido. Y entonces eres consciente de que toca de nuevo esperar. Así que rápidamente regalas el libro a los más allegados. Y casi los obligas a leerlo. Necesitas ya que alguien diga algo. El libro está ahí, pero necesita lectores. Y esperas mientras tus amigos lo leen. Sabes también que a los críticos les va a llegar a antes, que han salido los ejemplares de la editorial y que tienen que estar al llegar a sus casas. Esperas. Esperas también a que lleguen los ejemplares que tú envías a los escritores que admiras, a los amigos que están lejos, a la gente a la que tienes mucho que agradecer. Los envías y esperas. Esperas a que lleguen. Te dicen que han llegado. Te alegras. Pero entonces esperas a que lean el libro. Y sigues esperando. Y esperas que llegue el 13 de marzo y salga a la venta. Esperas que la gente lo compre. Esperas que la gente lo lea. Esperas que los críticos lo lean. Esperas que les guste. Esperas que escriban algo. Y si luego va bien, esperas que se venda mucho, esperas que se reedite, que pase a bolsillo, que se traduzca al francés –te hace mucha ilusión–, pero luego también al italiano, y por supuesto, esperas que se traduzca al inglés. Esperas que una vez traducido llegue el libro a casa, que salga a la venta, que llegue a los lectores franceses, italianos, ingleses, polacos, que lo lean, que los críticos franceses, italianos, ingleses polacos escriban... Esperas que tus colegas extranjeros lo lean. Esperas y esperas. Y te das cuenta que nunca dejarás de esperar. Porque mientras todo esto sucede, en tu mente se vuelven a repetir las mismas rutinas de siempre: esperas que llegue una historia, que se abra, que se muestre, que las escribas, que la corrijas, que encuentre editor... Es la espera infinita, continua, que se repite una y otra vez. Una espera que sólo se frena en algunos momentos –cuando te dicen que sí, cuando ves la portada, cuando llega el libro, cuando escuchas la opinión del primer lector, cuando lees la primera crítica...–, pero que nunca acaba del todo.

Escribir es esperar. Sin duda alguna. Ya lo sabes. Es lo que toca. Es lo que hay.


Comentarios

  1. Sé de lo que hablas, pero me quedo con cómo lo expresas tú, porque me falta la última parte (yo acabé mi segunda novela en junio de 2010, y busqué editor, hasta que en marzo de 2012 lo encontré; ya está listo, a falta de cubierta, ilusión y ansiedad hasta que salga en septiembre: más de tres años).

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  2. Pues mucha suerte. La esperaremos ansiosos. Es tan cierto lo de la espera como también lo es que las cosas acaban llegando. A veces parece que tardan mucho pero al final. Y lo peor es que pasan muy rápido si uno no se para a saborearlas un poquito.

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  3. Zama, una novela genial de Antonio Di Benedetto, está dediaca a las víctimas de la espera. Nunca lo había leído tan claramente contado como ahora, y es todo cierto.
    Espero que no desesperemos.

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