Nostalgia de la melancolía
Debería sentir nostalgia. Y en cierto modo la siento. Es una emoción extraña. Nunca me ha gustado la Navidad. De niño, siempre me recuerdo renegando por los rincones. La casa se llenaba de gente. Venían todos mis hermanos, y mis cuñadas, y mis sobrinos. Después, el estrés de la cena. Mi madre preparaba todo con esmero. Desde bien temprano. Al final, acababa llamando por teléfono al bar porque mi padre y mis hermanos seguían allí aún prolongando el almuerzo. Ellos siempre llegaban tarde. Pero no había enfados. O si los había, yo no me enteraba. Todo se hacía de buenas maneras. Mi padre llegaba siempre contento. En todos los sentidos. El vino siempre le sentaba bien. Sacaba la pandereta grande y nos llevaba a cantar junto al belén. Después, en la cena, contaba chistes sin parar y yo tomaba buena nota de ellos. Era granadino. Y tenía más gracia que muchos de los que salen en la tele.
Todo era maravilloso. Ahora lo sé. Era maravilloso. Pero por alguna razón, en aquellos momentos yo estaba empeñado en que la Navidad no tenía que gustarme. Era el raro de la familia. Pasaba el día leyendo. Y aquello me parecía una perogrullada. Una tontería. Todo el mundo tan feliz. Y yo atormentado en mi mundo interior, lleno de ideas ingenuas de esas que tienen los adolescentes cuando creen que el mundo está contra ellos y nadie los entiende. Todo era maravilloso y para mí todo era una gran tontería. Y cada vez que me preguntaban siempre decía lo mismo: odio la Navidad. Es una fecha triste, decía. Una fecha triste, sí, me pone melancólico, decía.
Estaba mi madre, mi padre, mis hermanos, mis cuñadas, mis sobrinos... y estaba también la Nena, la tía de mi madre, que era como mi abuela. Era la más vieja de la familia. Había nacido a principios del siglo pasado y estaba allí siempre, antes incluso que los cimientos de la casa vieja. Hace diez años, en la Navidad de 2002, el cuerpo de la Nena ya no podía seguir respirando. Y justo a media cena de Nochebuena decidió pararse para siempre. Aquella noche vi llegar a ella el rostro de la muerte. Un apagamiento lento, como el de una vela. Todos, alrededor de la cama, esperando a que lo peor se mostrase. Una muerte dulce. La quisiera para mí. La familia reunida. Un tránsito perfecto. Pero no dejaba de ser una muerte.
A partir de ese momento, las navidades ya no fueron como antes. Pero no sólo porque ella faltara, sino porque desde entonces todo comenzó a desmoronarse poco a poco. En apenas unos años, murieron mi padre y mi madre. Y la casa, que había estado llena de cantos, saltos, gritos y comidas, acabó convirtiéndose en un lugar vacío, demasiado vacío.
Hoy la casa está cerrada. Yo vivo en otro lugar. Hace tiempo de todo aquello. Pero cuando llega la Navidad no puedo dejar de pensar en aquellos días. En aquellos días en los que yo estaba triste y no sabía por qué. Triste, mientras los demás se divertían. Triste, cuando no había motivo alguno. Y siento nostalgia de aquella melancolía sin motivo, de aquel abatimiento ingenuo, adolescente, sin objeto.
Esta noche cenaremos en casa de Raquel. Allí también ha llegado la melancolía. También falta alguien. Su padre. Y también, seguro, alguien se acordará de algún momento en que estuvo triste sin tener que haberlo estado.
Hoy pienso en todo aquello. Los ojos se me llenan de lágrimas un momento. Especialmente ahora, cuando escribo esto y tengo que frenar unos segundos para secarlos. Pero, ahora, también ahora, es cuando siento que lo que perdí no lo perdí del todo. Y no siento que todos se fueran –todos se van, todos se irán en algún momento–; lo que siento es no haber sabido disfrutar cuando todos estaban.
Y ahora intento saborear los momentos que no pude saborear. Porque estoy convencido de que vendrá un futuro en el que vuelva a sentir nostalgia de la melancolía. Nostalgia de este tiempo, de este presente. Y cuando ese tiempo venga, cuando todo vuelva a oscurecerse, no quisiera volver a sentir que perdí mis días lamentándome. Si algún día recuerdo este tiempo, quisiera recordarlo por haber sido feliz en él. Por haberlo sido, pero sobre todo por haberlo sabido. Por haber habitado el presente. Un presente en el que faltan muchas cosas. Pero en el que hay muchas otras a las que es necesario prestar atención. Pero no con el miedo de perderlas un día, sino con la consciencia de habitarlas en este mismo momento. Porque el futuro, el pasado y el presente son la misma cosa. Tiempo-ahora. Sólo hay eso. Y es ahí donde está condensado lo que no pudimos ser y lo que podremos dejar de ser. Y estoy convencido de que si logramos serlo en el presente, de algún modo, podremos redimir el tiempo.
Por eso, no me sonrojo si os deseo a todos Feliz Navidad. Porque debería haberlo dicho muchísimo antes. Y debería haberlo sabido decir y escuchar cuando todos estaban aun allí. Quizá aún no sea demasiado tarde para volver.
Todo era maravilloso. Ahora lo sé. Era maravilloso. Pero por alguna razón, en aquellos momentos yo estaba empeñado en que la Navidad no tenía que gustarme. Era el raro de la familia. Pasaba el día leyendo. Y aquello me parecía una perogrullada. Una tontería. Todo el mundo tan feliz. Y yo atormentado en mi mundo interior, lleno de ideas ingenuas de esas que tienen los adolescentes cuando creen que el mundo está contra ellos y nadie los entiende. Todo era maravilloso y para mí todo era una gran tontería. Y cada vez que me preguntaban siempre decía lo mismo: odio la Navidad. Es una fecha triste, decía. Una fecha triste, sí, me pone melancólico, decía.
Estaba mi madre, mi padre, mis hermanos, mis cuñadas, mis sobrinos... y estaba también la Nena, la tía de mi madre, que era como mi abuela. Era la más vieja de la familia. Había nacido a principios del siglo pasado y estaba allí siempre, antes incluso que los cimientos de la casa vieja. Hace diez años, en la Navidad de 2002, el cuerpo de la Nena ya no podía seguir respirando. Y justo a media cena de Nochebuena decidió pararse para siempre. Aquella noche vi llegar a ella el rostro de la muerte. Un apagamiento lento, como el de una vela. Todos, alrededor de la cama, esperando a que lo peor se mostrase. Una muerte dulce. La quisiera para mí. La familia reunida. Un tránsito perfecto. Pero no dejaba de ser una muerte.
A partir de ese momento, las navidades ya no fueron como antes. Pero no sólo porque ella faltara, sino porque desde entonces todo comenzó a desmoronarse poco a poco. En apenas unos años, murieron mi padre y mi madre. Y la casa, que había estado llena de cantos, saltos, gritos y comidas, acabó convirtiéndose en un lugar vacío, demasiado vacío.
Hoy la casa está cerrada. Yo vivo en otro lugar. Hace tiempo de todo aquello. Pero cuando llega la Navidad no puedo dejar de pensar en aquellos días. En aquellos días en los que yo estaba triste y no sabía por qué. Triste, mientras los demás se divertían. Triste, cuando no había motivo alguno. Y siento nostalgia de aquella melancolía sin motivo, de aquel abatimiento ingenuo, adolescente, sin objeto.
Esta noche cenaremos en casa de Raquel. Allí también ha llegado la melancolía. También falta alguien. Su padre. Y también, seguro, alguien se acordará de algún momento en que estuvo triste sin tener que haberlo estado.
Hoy pienso en todo aquello. Los ojos se me llenan de lágrimas un momento. Especialmente ahora, cuando escribo esto y tengo que frenar unos segundos para secarlos. Pero, ahora, también ahora, es cuando siento que lo que perdí no lo perdí del todo. Y no siento que todos se fueran –todos se van, todos se irán en algún momento–; lo que siento es no haber sabido disfrutar cuando todos estaban.
Y ahora intento saborear los momentos que no pude saborear. Porque estoy convencido de que vendrá un futuro en el que vuelva a sentir nostalgia de la melancolía. Nostalgia de este tiempo, de este presente. Y cuando ese tiempo venga, cuando todo vuelva a oscurecerse, no quisiera volver a sentir que perdí mis días lamentándome. Si algún día recuerdo este tiempo, quisiera recordarlo por haber sido feliz en él. Por haberlo sido, pero sobre todo por haberlo sabido. Por haber habitado el presente. Un presente en el que faltan muchas cosas. Pero en el que hay muchas otras a las que es necesario prestar atención. Pero no con el miedo de perderlas un día, sino con la consciencia de habitarlas en este mismo momento. Porque el futuro, el pasado y el presente son la misma cosa. Tiempo-ahora. Sólo hay eso. Y es ahí donde está condensado lo que no pudimos ser y lo que podremos dejar de ser. Y estoy convencido de que si logramos serlo en el presente, de algún modo, podremos redimir el tiempo.
Por eso, no me sonrojo si os deseo a todos Feliz Navidad. Porque debería haberlo dicho muchísimo antes. Y debería haberlo sabido decir y escuchar cuando todos estaban aun allí. Quizá aún no sea demasiado tarde para volver.
Lo cantó Serrat: llegamos siempre tarde donde nunca pasa nada. De verdad, sin ironías ni cinismos: feliz Navidad, Miguel Ángel. Que no se te escape ésta
ResponderEliminarEs un tránsito por el que pasamos muchos. Con los años, no sé si por sabiduría o porque el cuerpo no da para más, uno se reconcilia con todo eso, y las cosas aparecen de otra manera... Y siempre das con otros que sí que lo pasan mal y no tienen por qué tener ganas de fiesta, y los que los pasan mal y no renuncian a ella...
ResponderEliminarFelices Fiestas
SacraC
www.youtube.com/watch?v=eDwFehTaiuw
ResponderEliminarFeliz Navidad!!!! Marta
Muy triste, pero de impecable factura. Enhorabuena por tener esa facilidad para escribir tus sentimientos.
ResponderEliminarMuchas gracias a todos. Feliz Navidad, de verdad, sincera. Esta no se me está escapando, la disfruto todo lo que puedo, todo lo que sé, al menos lo intento.
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