El comienzo de la lectura
Como dije en el post anterior, en mi semana inmersión acuática del verano he seguido con la pulsión lectora del verano. Y allí, por supuesto, allí he disfrutado hasta lo insospechado con El comienzo de la primavera, la novela de Patricio Pron (Mondadori, 2008, XXIV Premio Ciudad de Jaén de Novela), que me ha acompañado los primeros días de estancia. Si hace unas semanas hablé aquí de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, y escribí que era el mejor libro de relatos que había leído en todo el año, de esta novela no puedo decir menos. Es el libro que había estado esperando para leer durante mucho tiempo. Audaz y valiente, inteligente, elegante, y trazado con un magisterio al que muy pocos escritores pueden aspirar (menos aún considerando la juventud de Pron). En los tiempos que corren, en los que algunos escritores (y sobre todo algunos editores) menosprecian al lector creyendo que es necesario poner notas al pie para explicar quién es Stephen Hawking (cuyo nombre lo reconoce hasta el procesador de textos, que no lo subraya en rojo) o explicar quiénes son los benedictinos, encontrarse con un libro como El comienzo de la primavera, que requiere un lector atento y que se atreve a desplegar un bagaje conceptual e histórico con la profundidad, seriedad y rigor que lo hace Patricio Pron, acompañado de una de las prosas más sutiles, contenidas y equilibradas que se puede leer hoy, es un motivo de esperanza para el futuro de la literatura.
Pron recorre la historia de Alemania a través de la filosofía. O recorre la historia de la filosofía alemana reciente (la gran filosofía del siglo XX) a través de la historia del país, de sus memorias y de sus olvidos. Al entrecruzar la época y el pensamiento, las circunstancias y los conceptos, el autor reconstruye (o construye, mejor) el panorama filosófico de Alemania a través de lo personal y subjetivo, mostrando que las ideas son inseparables de las personas y de los contextos que habitan esas personas, y de las circunstancias y problemas que las rodean.
Esta novela es muchos libros. Es un libro de historia (la historia de Alemania, la historia política, pero también cultural). Es un libro de filosofía (donde se da un repaso, sólo apto para iniciados -por fin- a la filosofía del círculo de Heidegger, pero también a grandes cuestiones de la tradición filosófica). Es al mismo tiempo una crítica mordaz a la filosofía académica, a la relación de la filosofía con las instituciones de poder y a los peligros de estas relaciones. Y es, en última instancia, un libro de intriga: todo lo anterior está articulado alrededor de una búsqueda, la que emprende el joven argentino Martínez en pos del filósofo Hans-Jürgen Hollenbach (supuestamente cercano a Heidegger), cuyas reflexiones sobre «el principio de discontinuidad» pretende traducir al castellano. La investigación sobre el paradero y la vida de esta figura oscura y escurridiza de la filosofía alemana se aprovecha para ir, poco a poco, construyendo un mundo poblado por personajes complejos y contradictorios que nos hacen conscientes que nunca somos uno solo, y que las fronteras entre lo que somos y lo que podríamos ser bajo ciertas circunstancias son lábiles e imperceptibles.
He leído esta novela mientras releía otros dos libros sobre los que en su momento pasé demasiado deprisa, La máquina de Joseph Walser, de Gonçalo Tavares, y Panóptico, de Ricardo Menéndez Salmón. Obras maestras ambos libros. Leídos de nuevo, he disfrutado si cabe mucho más que la primera vez. Libros breves, pero contundentes. Textos que son como un latigazo, una intervención en la conciencia, y una exploración de cuáles son los límites de la condición humana: hasta dónde debe uno mirar hacia otro lado y conservar su mundo, y hasta dónde puede uno hundirse en el fango para llegar al conocimiento de las cosas. No he podido evitar que estas lecturas condicionasen mi experiencia de El comienzo de la primavera. Y mientras leía las páginas escritas por Pron, veía cruzarse por allí, una y otra vez, a Joseph Walser y a Westenra, los personajes de Tavares y Menéndez Salmón. Y este entrecruzamiento, lejos de pervertir la lectura, la enriquecía y la hacía más compleja. Pero también, al mismo tiempo, este entrecruzamiento me hacía consciente a mí mismo de ser prisionero un cierto «principio de discontinuidad» y de la imposibilidad de ir más allá de las circunstancias, y del azar, y de lo contingente. Y me dejaba claro que en el fondo toda experiencia lectora es arbitraria. Y por eso, mientras pensaba esto, me decidí a escribir esto otro:
«Hay momentos en los que, tras encadenar un gran número de lecturas, uno pierde la noción de lo leído y comienza a confundir personajes, tramas y argumentos de entre todos los libros. Es lo mismo sucede con las películas, que después de ver muchas seguidas (con tres es suficiente) los personajes se nos mezclan y comenzamos a verlos en historias que no les pertenecen. Esa sensación en la que, por lo general, se arma un lío de tres pares de narices y que se acentúa después de un atracón, se encuentra en el fondo detrás de cada una de nuestras experiencias con el arte y la cultura. Y es que, si lo pensamos bien, todo nos recuerda a algo. Todos los personajes remiten a estereotipos que ya conocemos, todas las tramas ya las hemos experimentado en alguna ocasión de una manera u otra. Así, todo funciona como una serie de expectativas que se frustran o se cumplen. Es decir, algo que ya sabemos y que se nos completa (reafirmándolo o contradiciéndolo). No hay, por tanto, experiencia lectora o fílmica (ni tampoco musical), que sea autónoma. Detrás de cada libro/película/música hay mil libros/películas/músicas. Y detrás de cada lectura/visionado/escucha hay también mil lecturas/visionados/escuchas. Y eso que ocurre en la ficción ocurre también en la realidad. Ninguna oración, ninguna sensación, ninguna experiencia es autónoma, todo depende de un contexto que siempre es variable, y sobre todo personal e intransferible. Cuando le decimos algo a alguien, siempre entiende algo más de lo que le decimos, un algo más que remite a una experiencia que nunca podemos conocer del todo. De ahí que al final nunca logremos entendernos.»
Esta novela es muchos libros. Es un libro de historia (la historia de Alemania, la historia política, pero también cultural). Es un libro de filosofía (donde se da un repaso, sólo apto para iniciados -por fin- a la filosofía del círculo de Heidegger, pero también a grandes cuestiones de la tradición filosófica). Es al mismo tiempo una crítica mordaz a la filosofía académica, a la relación de la filosofía con las instituciones de poder y a los peligros de estas relaciones. Y es, en última instancia, un libro de intriga: todo lo anterior está articulado alrededor de una búsqueda, la que emprende el joven argentino Martínez en pos del filósofo Hans-Jürgen Hollenbach (supuestamente cercano a Heidegger), cuyas reflexiones sobre «el principio de discontinuidad» pretende traducir al castellano. La investigación sobre el paradero y la vida de esta figura oscura y escurridiza de la filosofía alemana se aprovecha para ir, poco a poco, construyendo un mundo poblado por personajes complejos y contradictorios que nos hacen conscientes que nunca somos uno solo, y que las fronteras entre lo que somos y lo que podríamos ser bajo ciertas circunstancias son lábiles e imperceptibles.
He leído esta novela mientras releía otros dos libros sobre los que en su momento pasé demasiado deprisa, La máquina de Joseph Walser, de Gonçalo Tavares, y Panóptico, de Ricardo Menéndez Salmón. Obras maestras ambos libros. Leídos de nuevo, he disfrutado si cabe mucho más que la primera vez. Libros breves, pero contundentes. Textos que son como un latigazo, una intervención en la conciencia, y una exploración de cuáles son los límites de la condición humana: hasta dónde debe uno mirar hacia otro lado y conservar su mundo, y hasta dónde puede uno hundirse en el fango para llegar al conocimiento de las cosas. No he podido evitar que estas lecturas condicionasen mi experiencia de El comienzo de la primavera. Y mientras leía las páginas escritas por Pron, veía cruzarse por allí, una y otra vez, a Joseph Walser y a Westenra, los personajes de Tavares y Menéndez Salmón. Y este entrecruzamiento, lejos de pervertir la lectura, la enriquecía y la hacía más compleja. Pero también, al mismo tiempo, este entrecruzamiento me hacía consciente a mí mismo de ser prisionero un cierto «principio de discontinuidad» y de la imposibilidad de ir más allá de las circunstancias, y del azar, y de lo contingente. Y me dejaba claro que en el fondo toda experiencia lectora es arbitraria. Y por eso, mientras pensaba esto, me decidí a escribir esto otro:
«Hay momentos en los que, tras encadenar un gran número de lecturas, uno pierde la noción de lo leído y comienza a confundir personajes, tramas y argumentos de entre todos los libros. Es lo mismo sucede con las películas, que después de ver muchas seguidas (con tres es suficiente) los personajes se nos mezclan y comenzamos a verlos en historias que no les pertenecen. Esa sensación en la que, por lo general, se arma un lío de tres pares de narices y que se acentúa después de un atracón, se encuentra en el fondo detrás de cada una de nuestras experiencias con el arte y la cultura. Y es que, si lo pensamos bien, todo nos recuerda a algo. Todos los personajes remiten a estereotipos que ya conocemos, todas las tramas ya las hemos experimentado en alguna ocasión de una manera u otra. Así, todo funciona como una serie de expectativas que se frustran o se cumplen. Es decir, algo que ya sabemos y que se nos completa (reafirmándolo o contradiciéndolo). No hay, por tanto, experiencia lectora o fílmica (ni tampoco musical), que sea autónoma. Detrás de cada libro/película/música hay mil libros/películas/músicas. Y detrás de cada lectura/visionado/escucha hay también mil lecturas/visionados/escuchas. Y eso que ocurre en la ficción ocurre también en la realidad. Ninguna oración, ninguna sensación, ninguna experiencia es autónoma, todo depende de un contexto que siempre es variable, y sobre todo personal e intransferible. Cuando le decimos algo a alguien, siempre entiende algo más de lo que le decimos, un algo más que remite a una experiencia que nunca podemos conocer del todo. De ahí que al final nunca logremos entendernos.»
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