La atracción del abismo
Esta noche, como todas, al regresar de la clase de esgrima, he pasado por la calle en la que están las prostitutas que hacen la calle, justo detrás del Eroski. Un amigo me confesó un día que se ha sentido tentado en más de una ocasión a parar su coche y hacer subir a alguna chica, simplemente para hablar con ella, para que le contase sus motivos, sus razones, sus necesidades... para conocer de primera mano ese submundo al que no queremos mirar. Un trabajo antropológico, me dijo.
Confieso que yo también he sentido esa tentación antropológica. Sobre todo en esos días en los que uno, por la razón que sea, está contento y satisfecho, en los que uno se siente realizado y feliz, en esos días en los que la euforia nos embarga y sentimos que nuestra vida ha adquirido pleno sentido. Sí, paradójicamente, en esos días felices me siento más tentado que en otros a parar el coche. Pero no para que cuenten su vida, sino para hundirme en el fango de la perversión. Para experimentar realmente la abyección. No sé por qué felicidad y hundimiento van siempre de la mano. En el momento en que se logra la felicidad, inmediatamente surge la amenaza del abismo. La felicidad, de hecho, es el estado más próximo a la miseria.
Hoy, en plena euforia, después de pensar en mi vida feliz, he sentido de nuevo la atracción del abismo. He querido revolcarme en el fango, hundirme en el lodazal para sacar la cabeza en el último momento. Sin embargo, como un Ulises, mis oídos no han querido oír a las sirenas. Unas sirenas que, al fin, han mostrado su verdadero rostro: el rostro desdentado y mugriento de la perdición. Un rostro que, como el de Medusa, no puedo mirar de frente. A falta de un escudo especular, no tengo otro remedio que servirme del retrovisor del coche. Espero poder regularlo correctamente.
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Confieso que yo también he sentido esa tentación antropológica. Sobre todo en esos días en los que uno, por la razón que sea, está contento y satisfecho, en los que uno se siente realizado y feliz, en esos días en los que la euforia nos embarga y sentimos que nuestra vida ha adquirido pleno sentido. Sí, paradójicamente, en esos días felices me siento más tentado que en otros a parar el coche. Pero no para que cuenten su vida, sino para hundirme en el fango de la perversión. Para experimentar realmente la abyección. No sé por qué felicidad y hundimiento van siempre de la mano. En el momento en que se logra la felicidad, inmediatamente surge la amenaza del abismo. La felicidad, de hecho, es el estado más próximo a la miseria.
Hoy, en plena euforia, después de pensar en mi vida feliz, he sentido de nuevo la atracción del abismo. He querido revolcarme en el fango, hundirme en el lodazal para sacar la cabeza en el último momento. Sin embargo, como un Ulises, mis oídos no han querido oír a las sirenas. Unas sirenas que, al fin, han mostrado su verdadero rostro: el rostro desdentado y mugriento de la perdición. Un rostro que, como el de Medusa, no puedo mirar de frente. A falta de un escudo especular, no tengo otro remedio que servirme del retrovisor del coche. Espero poder regularlo correctamente.
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Que te quieres ir de putas, o sea.
ResponderEliminarNo exactamente. Me daría igual que fuesen traficantes de drogas, travestis o perros rabiosos. Es la atracción del precipicio. Esa fuerza que nos llama desde abajo.
ResponderEliminar¿Y quién le ha dicho que yo me montaría en su coche para someterme a un tercer grado? Usted me paga, yo se la chupo y la fuerza que le llama desde abajo que se la resuelva un sacerdote.
ResponderEliminarvaya vaya el jaleo que llevais
ResponderEliminarMe ha gustado mucho este post. Enhorabuena *.*
ResponderEliminarDecía Anton Reixa que lo mejor es follar siempre pagando... para evitar así todo tipo de bajezas sentimentales. También mantenía que el coche de gasóil compensa... compensa si es que andas mucho, claro.
ResponderEliminarPuede que de cerca el abismo no sea tan profundo y se pierda el encanto. A veces nos atrae más la fantasía porque la realidad es demasiado sencilla.
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