Represión
Paso del cielo a infierno, de la euforia al abismo, en cuestión de minutos. Ayer volví a sentir algo que creía completamente desterrado de mí, algo que había intentado por todos los medios alejar: la culpa. Durante los últimos años, me he esforzado en poner distancia con una sensación tan culturalmente cristiana como esa. Mis actos, la mayoría de ellos, y todos mis pensamientos, se han asentado en el sentido común, o en lo que yo creo que es lo “correcto”, más allá de la tradición, la historia, la cultura y no sé si también la moral. Ayer, sin embargo, cayó sobre mí el peso de la culpa, el peso de la equivocación, del error; el peso de una convicción equivocada.
En estos años, me he asomado sin pudor (ni temor) al abismo, he estado cerca de la abyección, pero siempre con un pie en el otro lado. Cada vez que en este blog he hablado de hundimiento, he tenido cerca de mí el bote salvavidas. Pero ayer sentí que perdía pie del todo. Y que me hundía en el fango, sin posibilidad de salir. Sentí que perdía por momentos las agarraderas de la vida, que el abismo se me iba de las manos. Y fue entonces cuando me golpeó la culpa, en el momento en el que tenía encharcados los pulmones. Un golpe que, más que hundirme, consiguió sacarme a flote. Pero a qué precio. La culpa nos saca del abismo, al precio de convertirnos en seres abisales. Al precio de partirnos. De partirnos entre nuestros deseos y nuestros actos, entre nuestro ser y nuestro decir. Al precio de transformarnos en abismo.
Siempre he abogado por un realismo casi fenomenológico. Ir a las cosas mismas. Para no sublimar, para no idealizar, he creído necesario cruzar todas las fronteras. Y siempre sin sentido alguno de la culpa. Pero ayer, muy a mi pesar, observé con claridad fronteras que era mejor no rebasar, idealizaciones y sublimaciones que era mejor dejarlas crecer en la mente... a riesgo de que me vayan consumiendo poco a poco. La culpa me llevó del exceso a la moderación, aunque creo que, al mismo tiempo, me conduce al más obsceno de los simulacros, el de la vida en sociedad.
Esta mañana, cuando apenas he podido ponerme en pie, me he visto reflejado en un párrafo de Cioran:
“Haber conocido la tentación de todas las dudas, haber sentido cómo te corroen los huesos y la carne lívida, complacerse en su infiltración mortífera y beber en ella delicias depravadas. ¡Y a pesar de todo, permanecer en pie, y llevar cada uno lo que toque! Cuando todo invita a la caída, perseverar sobre las dos piernas, implica un esfuerzo que va más allá del heroísmo. La vida no es más que una acrobacia peligrosa y la posición habitual es una cuestión de equilibrio, y todo acto no horizontal es un vértigo inminente”.
En este momento, tengo la sensación de ser un equilibrista borracho cruzando sobre un abismo infinito.
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En estos años, me he asomado sin pudor (ni temor) al abismo, he estado cerca de la abyección, pero siempre con un pie en el otro lado. Cada vez que en este blog he hablado de hundimiento, he tenido cerca de mí el bote salvavidas. Pero ayer sentí que perdía pie del todo. Y que me hundía en el fango, sin posibilidad de salir. Sentí que perdía por momentos las agarraderas de la vida, que el abismo se me iba de las manos. Y fue entonces cuando me golpeó la culpa, en el momento en el que tenía encharcados los pulmones. Un golpe que, más que hundirme, consiguió sacarme a flote. Pero a qué precio. La culpa nos saca del abismo, al precio de convertirnos en seres abisales. Al precio de partirnos. De partirnos entre nuestros deseos y nuestros actos, entre nuestro ser y nuestro decir. Al precio de transformarnos en abismo.
Siempre he abogado por un realismo casi fenomenológico. Ir a las cosas mismas. Para no sublimar, para no idealizar, he creído necesario cruzar todas las fronteras. Y siempre sin sentido alguno de la culpa. Pero ayer, muy a mi pesar, observé con claridad fronteras que era mejor no rebasar, idealizaciones y sublimaciones que era mejor dejarlas crecer en la mente... a riesgo de que me vayan consumiendo poco a poco. La culpa me llevó del exceso a la moderación, aunque creo que, al mismo tiempo, me conduce al más obsceno de los simulacros, el de la vida en sociedad.
Esta mañana, cuando apenas he podido ponerme en pie, me he visto reflejado en un párrafo de Cioran:
“Haber conocido la tentación de todas las dudas, haber sentido cómo te corroen los huesos y la carne lívida, complacerse en su infiltración mortífera y beber en ella delicias depravadas. ¡Y a pesar de todo, permanecer en pie, y llevar cada uno lo que toque! Cuando todo invita a la caída, perseverar sobre las dos piernas, implica un esfuerzo que va más allá del heroísmo. La vida no es más que una acrobacia peligrosa y la posición habitual es una cuestión de equilibrio, y todo acto no horizontal es un vértigo inminente”.
En este momento, tengo la sensación de ser un equilibrista borracho cruzando sobre un abismo infinito.
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"Parece que empiezan a darse las condiciones objetivas para que exista Dios", comenta un señor a otro en uno de los disparates goyescos de Chumy Chúmez.
ResponderEliminarParece que empiezan a darse las condiciones objetivas para que exista la culpa. El mal, la libertad y la conciencia. Y la combinación de los tres, me parece, nos aboca a la culpa. Una culpa elástica que pasa del encogimiento a la hipertrofia, de la laxitud a la rigidez. Una culpa incómoda o placentera y burguesa.
Si el mal (y el bien, y el regular) es relativo, la libertad está condicionada, y la conciencia está bajo el control de nuestra conciencia, es posible que la sensación de culpa se desvanezca. Pero es sólo la sensación. La culpa permanece y se acumula. Cáncer de culpa.
En el fondo, no podemos soportar la moral sin más, no podemos vivir de ella porque se nos convierte en una norma más, que nos apetece transgredir, por heterónoma y porque sí. Por eso, cuando no se reconoce el verdadero perdón -el quid que nos saca del abismo; lástima que nos evoque la incomodidad del confesionario-, la moral ha de ser marcada de modo tal que nunca puedan comenzar a darse las condiciones objetivas para que exista el delito, el pecado, o equis.
"Ecce patres, qui tollunt peccata mundi", ironizaba Pascal. Si viviera hoy, sustituiría a los padres por los psicólogos. O se callaría, porque ya no necesitamos a nadie que nos perdone, que nos exculpe.
Si manejárais la espada con la misma brillantez con que construís frases sin ningún sentido (pero ninguno, ninguno) nos los comíamos a todos en el torneo Federación. Por cierto, insisto en lo de Los Siete Magníficos. Cuantas más vueltas le doy, más claro lo veo.
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