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Diario de Ithaca 9 (Preferiría no hacerlo)


[Emitido en Preferiría no hacerlo, programa literario de Aragón Radio. 30/11/15.

El jueves lo paso leyendo una tesis doctoral de la que soy tribunal al día siguiente.  Apropiación y estrategias publicitarias en el arte español contemporáneo. Aprendo y tomo nota de muchas obras que no conocía.

La tesis es a las cinco de la tarde en España. Las once en Ithaca. Me visto de cintura para arriba y me dejo el pijama y las zapatillas. La tecnología funciona y puedo escuchar a la doctoranda e intervenir. Incluso después, deliberar. Todo perfecto. Y sin embargo, durante todo el acto, tengo una sensación extraña, como si en cualquier momento fueran a descubrir que bajo la aparente imagen de seriedad y el discurso intelectual sofisticado se esconde un hombre en pijama y sin calzoncillos.

Por la tarde comienzo a escribir el prólogo para Presente continuo, el libro que la editorial Balduque va a publicar con el diario que escribí hace dos años en La Opinión de Murcia. Presente continuo, diario de una novela. Así he decidido titularlo. En realidad, el diario era una especie de making of de El instante de peligro. Y eso es lo que intento argumentar en el prólogo.


Pienso en quedarme toda la noche escribiendo. Pero a finales de la tarde Maria me envía un mensaje. Si llevo vino, ella cocina unos gnocchi. Buen plan. Bajo las botellas que me había traído de Murcia y nos bebemos una cada uno. Después, recibe un mensaje: hay un cumpleaños en NorthStar y me propone acompañarla. El ambiente allí es decadente, pero yo decido bailar y hacer como si me lo estuviera pasando bien. En realidad, después de la botella de vino que llevo en el cuerpo, algo de bien sí que lo estoy pasando. Cuando la cosa se pone algo tensa vamos al Lot 10 y tomamos un gintonic que sabe a basura. Después llega Norman y nos invita a algo que es whisky pero está caliente. Un mejunje vomitivo que me bebo sin rechistar. Una chica me pregunta por lo que estoy bebiendo. Va en una jarra y parece cerveza. Y yo, que aún no he recuperado el inglés, le intento decir “bebida caliente”, pero me sale algo así como “drunk and hot” (borracho y cachondo). La chica me mira raro y se aleja de mí. Maria vuelve a casa y yo decido quedarme un poco más. Al poco tiempo me arrepiento de haberme quedado solo y vuelvo andando a casa. Cuando me acuesto (aún no es ni la una) siento que he mezclado demasiado y maldigo ese whisky caliente.

Me levanto con una resaca tremenda y miro todos los suplementos culturales de España. Estoy nervioso. Inseguro. Deseoso de encontrar ya las primeras reseñas de la novela. En la Opinión publican la crítica de Leo y la de Rubén Castillo. Son elogiosas. Y aunque en cierto modo lo esperaba, me alegran la mañana. A las once, con una resaca de mil demonios, pasan a recogerme Francisco y Sebastián. Hemos quedado para ver el clásico, que aquí es a las doce. Yo no estoy en mis mejores condiciones. Y sólo cuando llega la pizza, después de dos Gatorades, comienzo a poder fijar la vista en la pantalla. Ya es demasiado tarde. La debacle en el Bernabéu ha tenido lugar. Lo que se ve es bochonorso. Francisco viste orgulloso la camiseta del Barça. A mí ni siquiera me afecta la derrota.

Continuamos bebiendo y hablando de literatura mientras en la tele ponen otro clásico, Juventus-Milan. Ese fondo de pantalla tiene un tinte nostálgico. Me recuerda a los noventa, cuando Il calcio era la mejor liga del mundo y yo era un adolescente.

A media tarde he resucitado del todo. Y continúo con Francisco, primero en el Westy’s, donde seguimos bebiendo cervezas, y luego en una hamburguesería en el Downtown. Demasiada vida insana para un día. Pero la conversación no puede ser más agradable. Siento que he encontrado compañeros de intereses.

El domingo lo paso encerrado en casa revisando de la traducción al inglés de Intento de escapada. Me fascina leerme desde fuera. Incluso subrayo frases del libro como si hubieran escrito por otro.

El lunes me despierto y todo está nevado. Llego a Society y desde mi despacho observo el paisaje. Me quedo hipnotizado frente a la ventana. Después de comer, tomo un café con Valeria. Le digo que se parece a Anna, uno de los personajes de la novela, sobre todo en el modo en que se pinta los ojos. Es todo muy extraño. La ficción se abalanza sobre la realidad.

Por la noche, y hasta la madrugada del día siguiente, escribo el epílogo de Presente continuo. Describo el viaje al muro que protagoniza la novela. Me posee la voz. La segunda persona y la frase corta. Vuelvo a revivirlo todo. Es una performance. Una actuación. Como meterse dentro de un personaje. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para escapar de ese personaje y quitármelo de encima ahora, cuando escribo este diario y siento que esa voz me habla desde un yo del pasado.

Una crítica mala me amarga la mañana. Me da justo en el punto de flotación. Estoy inseguro. Mucho más que de costumbre. Será eso de estar lejos.

La universidad comienza a estar vacía. El martes apenas hay nadie. Parece un desierto. En el comedor coincido con un alemán que conocí en septiembre. Viene con un militar que dice que la III Guerra mundial está a punto de comenzar. No puedo parar de mirar noticias. Se me mete el miedo en el cuerpo. Me lo quita un pequeño muñeco de nieve que se resiste a desparecer en una esquina del campus.


El miércoles por la tarde hacemos la compras para la cena de Thanksgiving. Maria y Joe van a cocinar y saben lo que hay que comprar. Yo llevo el carrito detrás de ellos y me siento inútil. No tengo ni idea de lo que hablan. El vocabulario culinario no es lo mío. Compramos comida como si estuviéramos esperando una guerra nuclear. Y bebida, como si nos preparásemos para el fin del mundo. Es Acción de gracias, qué esperabas, dice Joe. Es verdad. Qué esperaba. Mañana, una vez más, todo será como en las películas. 


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