Contar historias
[Publicado en La Opinión, 11/04/2015]
Desde que leí La invención de la soledad, no puedo
quitarme de la cabeza la expresión “contar historias para salvar la vida”. Allí
Paul Auster aludía a la figura de Sherezade
como metáfora de la pulsión de narrar para hacernos cargo de un mundo que nos
sobrepasa y para suspender por un instante el momento de la finitud. Estos días
he vuelto a hojear –o a “ojear”; nunca he sabido si se trata de pasar hojas o
de echar un ojo– la maravillosa edición de Las
mil y unas noches que ha publicado la editorial Atalanta y de nuevo he
caído rendido ante la capacidad hipnótica de estos cuentos que son una especie
de enciclopedia ficcional del medievo oriental. Y por supuesto, Sherezade me ha
conquistado una vez más. Aunque parece seguro que el personaje es un añadido
posterior para dotar de cierta linealidad a las historias, su presencia lo dota
todo de un sentido diferente y convierte el libro en algo más que una serie de
historias encadenadas, haciendo que los cuentos funcionen casi como una elipsis
–como tiempo suspendido– de la historia con la que el lector realmente conecta,
la de la propia narradora, que trabaja casi como una montadora de secuencias ya
dadas, utilizando las historias de los otros para continuar pudiendo contar la
suya propia.
Hace unas
semanas tuve la oportunidad de leer Coronel
lágrimas, la primera novela del joven escritor Carlos Fonseca (Costa Rica, 1987), y allí encontré esa pulsión
narrativa a la que se refería Auster. Con una prosa elegante
y meditada, y una sorprendente capacidad para crear imágenes líricas, Fonseca es partícipe de esa mencionada
necesidad de contar historias para entender el mundo y también para entenderse
a uno mismo. En el libro, un viejo coronel se retira a los Pirineos para
escribir la historia del mundo. Este retiro, que pudiera estar inspirado en los
últimos días del matemático francés Alexander
Grothendieck, es el punto de partida para una serie de historias donde el
tiempo se retuerce y presente y pasado se confunden, y sobre todo, donde las
vidas de los otros se entremezclan con la existencia del propio coronel, como
si las vidas ajenas fueran configurando, casi como espejos, la vida propia.
En su análisis
de la formación de la subjetividad, Jacques
Lacan aludió a la “identificación con el otro” en el proceso de
construcción de la identidad: comenzamos a ser conscientes de nosotros cuando
nos reconocemos en el otro. Es en el afuera, en la alteridad, donde comienza a
formarse lo que somos. El coronel de la novela de Fonseca parece entender esto
a la perfección. Y contar la historia del mundo, una historia llena de pequeñas
historias, le sirve como un modo de contarse la suya propia.
Entre otras
muchas cuestiones que merecerían destacarse de este libro, me ha llamado
poderosamente la atención el modo en que el narrador muestra el mundo como si
fuera el operador de una cámara de cine, conduciendo los ojos del lector por
los rincones de la historia. Con esa visión cinematográfica, Fonseca construye la
narración a través de la focalización y el detalle, con acercamientos y
alejamientos constantes tanto a la realidad física como a las historias
contadas. Esta “escritura-zoom” muestra desde el principio una fuerte voluntad
de estilo que confiere al libro de una alta potencia literaria y que hace
pensar que cualquier relato que surja de ese dispositivo construido por Fonseca
es susceptible de convertirse en una gran historia.
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