Autorreferencialidad
[Publicado en La Opinión - Canal libros]
Una de las cosas que más me fascina de ciertas novelas contemporáneas
es la manera en la que el narrador relata cómo ha construido el texto que el
lector tiene delante de sus ojos. Se trata, como sabemos, de una de las
características centrales de la literatura posmoderna: mostrar las costuras e
iluminar el interior de la caja para mostrar que allí no hay magia, sino más
bien una serie de decisiones artificiales. Ese trabajo en torno al proceso
caracteriza también a gran parte del arte contemporáneo. De hecho, una de las
claves del minimalismo norteamericano de los sesenta fue precisamente eso:
frente al expresionismo abstracto, que intentaba exponer las verdades del ser y
comunicar lo incomunicable, se interesó por cómo se hacen las cosas e inició un
modo de trabajar anti-ilusiorio que, poco a poco, culminó en la puesta en
evidencia de la estructura de la propia obra. En 1962, por ejemplo, Robert Morris realizó Card file, un fichero en el que cada una
de las fichas aludía al propio proceso de realización del fichero. La obra se
refería a sí misma y cuestionaba las fronteras entre exterior e interior.
En la literatura contemporánea ese modo de hacer es bastante
común. No hay que pensar demasiado para que a uno se le llene la cabeza de
cientos de libros en los que el protagonista del relato –por lo general, el
narrador– escribe una novela que, al final, es la que acaba leyendo el lector. Uno
de los magos de ese procedimiento es, sin duda, Paul Auster. El libro de las
ilusiones, Leviatán, El palacio de la luna… sus libros son
novelas sobre alguien que escribe una novela, y esa novela es la que al final
leemos. Textos que remiten a sí mismos. En España podemos encontrar esa
estrategia en autores como Javier Cercas.
También sus novelas muestran a escritores investigando, creando un libro,
escribiéndolo. Evidencian el proceso de escritura e investigación. Casi todas
son así. Pero creo que La velocidad de la
luz –que a mí me sigue cautivando; no me preguntéis por qué– y El impostor, su último trabajo, son las
obras donde ese escribir sobre cómo se escribe se vuelve más evidente. Una
escritura sobre la escritura que está en el límite del solipsismo si no fuera
porque siempre hay algo, una historia –el objeto sobre el que se escribe: la
violencia de la guerra, la figura de un impostor como Enric Marco– que sirve de
línea de fuga y evita que la narración no acabe en una mera reflexión sobre el
proceso de escritura; algo que a mí, sin embargo, me encantaría. De hecho,
reconozco que Cercas me gusta más cuando escribe sobre cómo escribir que cuando
lo hace como intelectual.
Son los juegos autorreferenciales los que me cautivan. Y como
escritor confieso que no encuentro el modo de salir de ellos. Me atrae ese
espacio intermedio en el que la realidad y la ficción se confunden. Es un lugar
incómodo, móvil, en tensión, pero también un lugar seguro. Un punto ciego, un
espacio informe, que siempre me ha recordado a los dibujos topológico de M. C. Escher, a sus escaleras infinitas
e imposibles, y especialmente a la célebre mano pintándose a sí misma, que
rompe la estructura de la representación y que al mismo tiempo la hace funcionar.
Un dentro/fuera que conecta dos universos y que transforma la obra de arte
–visual y literaria– en un dispositivo capaz de movilizarnos. Un artilugio que
nos acoge y nos expulsa, que nos abre un espacio y al mismo tiempo nos los
cierra. Creo que eso es lo propio de la gran literatura –y del gran arte–: la capacidad
de retorcer el mundo, de arrugar el tiempo y el espacio, o lo que es lo mismo,
de darle la vuelta a las cosas.
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