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Al final

Al final, el final. Lo que todos esperaban. Un día de vida. Poco más. Después, el tanatorio. El mismo lugar, la misma sala, los mismos sillones roídos, la misma máquina de café, el mismo olor a flores, la misma ventana, el mismo rectángulo que muestra el cadáver. Otro cuerpo, es cierto. Pero para ti es el mismo. Siempre el mismo.

No puedes evitar que la retina se te llene de imágenes de otro tiempo. Y en esa pantalla que separa la vida de la muerte ves de nuevo a tu madre. La memoria no te deja mirar el presente. Todo es bruma, niebla, aire denso que viene del pasado. Estás en el mismo lugar. Una y otra vez. Viendo la misma imagen. Una y otra vez. Sintiendo el mismo escozor en las pupilas. Una y otra vez. Una y otra vez. El eco no se desvanece. Toma vida –curioso, el eco de la muerte, más vivo que su origen–. Se abalanza sobre ti. Te muerde. Te araña. Te posee. Y ya no te lo quitas de encima. Es una vibración, un infrasonido, una infraimagen. Está ahí. Aunque no lo escuches. Aunque no lo veas. Está ahí. Y se introduce poco a poco en tu organismo. Como un virus. El virus de la memoria, el virus incurable, el virus que te hace enfermar de pasado. El que te eriza la nuca, el que te remueve el estómago, el que te hace temblar las rodillas, el que hace que los labios se cuarteen. La vida de la muerte. La reverberación de lo incomprensible. El sonido oscuro que vuelve para resquebrajar cualquier posibilidad de sentido.

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