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Imaginación y realidad

Ayer estuve con mi sobrino de cuatro años jugando un rato con los muñecos que le habían regalado por su cumpleaños. Sobre la mesa estaban Bella, la Bestia, Cenicienta, el Príncipe, Rapunzel, el Rey León, Simba y un largo etcétera de personajes de cuentos y dibujos infantiles. Durante bastante tiempo imaginamos conversaciones entre los muñecos y estuvimos fantaseando con ellos.

Reconozco que me fue un poco la mano pervirtiendo las historias y contando nuevos desenlaces. Convertí a la Bestia en rey de la jungla y al padre de Simba en el amante de Bella. El zapato que había perdido Cenicienta lo encontró Rapunzel y lo escondió entre su pelo. Bella tenía que llegar a casa antes de las doce o su príncipe se convertía en calabaza. El hada madrina, con su varita, era una luchadora de esgrima que tenía que vérselas con otro personaje, convertido en un vendedor de flores. Y los malvados estaban en su cueva en huelga de hambre reclamando un trato digno para los prisioneros. Al final, acabaron todos juntos sobre la mesa bailando al son del Ai se eu te pego de Michel Teló y el Single Ladies de Beyoncé, en especial las hermanas de Cenicienta, que se lo pasaron pipa con la reconciliación final. Creo que me divertí incluso más que el niño, que no daba crédito a lo que estaba pasando con los muñecos y a cómo se le había ido la pinza a su tío.


Me lo pasé genial con la imaginación infantil y la manera que tienen los niños de convertir la realidad en algo totalmente diferente y mágico. Pero hubo un momento que realmente me llegó al alma y al que no paro de darle vueltas desde entonces.

"Y ahora le vamos a cortar el pelo a Rapunzel", le dije, imaginando que mis dedos eran unas tijeras. En ese instante mi sobrino me miró absolutamente extrañado y me dijo: "eso no podemos hacerlo". "¿Por qué?", le pregunté, creyendo que me iba a responder que Rapunzel es bella, que su pelo es mágico, que lo necesita porque sino el príncipe no podrá subir a rescatarla a la torre o cualquier cosa que tuviera que ver con el cuento o la imaginación. Pero su respuesta me dejó absolutamente noqueado porque no me la esperaba de ninguna manera: "no podemos cortarle el pelo a Rapunzel porque es de plástico. Es un juguete. Y si se lo cortamos, lo rompemos". En ese momento, todo mi mundo imaginario se desvaneció. Me di cuenta que el niño estaba manejando un sentido de realidad mucho más agudo y lleno de matices que el mío. Había cosas que eran al mismo tiempo reales e imaginarias. Era Rapunzel, pero también era un juguete.

Llevo todo el día dándole vueltas a la cabeza con esa frase. Y creo que da para escribir un artículo largo de teoría del arte, porque, al final, la manera en la que trabajan los artistas con la realidad se parece mucho a la de los niños –ya lo decía Agamben en Infancia e Historia–. Buscaré el momento para hacerlo. Lo que único que ahora tengo claro es que esta manera de anclar la ilusión –todas las historias y los cuentos que imaginamos– con la realidad –el personaje es un muñeco de plástico, y el niño es consciente de eso– introduce toda una serie de variantes en la idea tradicional que tenemos sobre la imaginación y que por lo general distingue dos ámbitos bien delimitados: el de la ilusión pura y del objeto real; ilusionismo o realismo.

Pero esta visión "in-between" puede ser productiva. Porque ya no es la escoba convertida en caballo; que es escoba o caballo; sino más bien sería algo así como un caballo que barre; una entidad a medio camino entre el objeto que desencadena la imaginación y la propia entidad imaginada. Estas imágenes por supuesto fueron exploradas por el surrealismo y hoy siguen estando presentes en muchos artistas –pienso a bote pronto en Chema Madoz–. Sin embargo, muchas veces las asociamos con lo inconsciente y lo pre-simbólico –en un sentido lacaniano–. Pero lo que he comprobado después de jugar con mi sobrino es que también están presentes en una racionalidad que combina al mismo tiempo el sentido mágico del mundo con la formación de la racionalidad objetiva.

En conclusión, que la cosa da para pensar. Y que tenemos mucho que aprender de los niños.


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