Fin del mundo
Al final, el viernes pasado el mundo no acabó y parece que tendremos que esperar a 2012, como dice el calendario Maya y más de un agorero, para que la cosa explote del todo. En cualquier caso, lo curioso es que esta serie de fantasías apocalípticas, que se repiten insistentemente desde hace unos años –aunque nunca se han ido del todo–, coinciden hoy con un momento en el que, en efecto, la posibilidad de un futuro mejor parece no existir o directamente es negada. La crisis económica ha puesto de manifiesto una percepción de la contemporaneidad como un tiempo sin resolución posible.
Precisamente uno de los centros de debate de la filosofía contemporánea tenga que ver con esta ausencia de prognosis y falta de creencia en un futuro por venir. Después de la Modernidad, que privilegió el progreso y utopía, y de la Posmodernidad, que se encerró en el complejo de culpa y se quedó anclada en la revisitación del pasado, la Contemporaneidad se muestra como una época de presentismo radical. Una época preocupada por un presente que parece estancado y sin solución. Un presente continuo, dilatado –lento presente, como escribe Hans Ulrich Gumbrecht, que gira sobre sí mismo y al que no se le prevé salida alguna. No hay solución posible para lo nuestro. El mundo, como en la última película de Von Trier, se nos viene literalmente encima.
La propia ciencia ficción ya no imagina futuros utópicos, sino que –amparada en la física especulativa y la teoría de cuerdas– se centra en la exploración de universos paralelos, como ocurre en Fringe, Terra Nova o incluso en Perdidos, realidades alternativas a un mundo que parece haber agotado sus posibilidades de mejora.
Precisamente uno de los centros de debate de la filosofía contemporánea tenga que ver con esta ausencia de prognosis y falta de creencia en un futuro por venir. Después de la Modernidad, que privilegió el progreso y utopía, y de la Posmodernidad, que se encerró en el complejo de culpa y se quedó anclada en la revisitación del pasado, la Contemporaneidad se muestra como una época de presentismo radical. Una época preocupada por un presente que parece estancado y sin solución. Un presente continuo, dilatado –lento presente, como escribe Hans Ulrich Gumbrecht, que gira sobre sí mismo y al que no se le prevé salida alguna. No hay solución posible para lo nuestro. El mundo, como en la última película de Von Trier, se nos viene literalmente encima.
La propia ciencia ficción ya no imagina futuros utópicos, sino que –amparada en la física especulativa y la teoría de cuerdas– se centra en la exploración de universos paralelos, como ocurre en Fringe, Terra Nova o incluso en Perdidos, realidades alternativas a un mundo que parece haber agotado sus posibilidades de mejora.
Quizá hoy, como ha señalado Enzo Traverso, estén surgiendo las nuevas utopías. Movimientos como el 15M, con todas las contradicciones que uno quiera encontrarle, son el caldo de cultivo para la creencia en un futuro posible, para una solución de ese tiempo estancado del que parece que no podemos salir. "Juventud sin futuro", "No hay pan para tanto chorizo", "Lo llaman democracia y no lo es"... son lemas que en cierta manera están llenos de presentismo, de constatación de la realidad. Pero una constatación que, sin embargo, llama a la movilización, a la posibilidad de un cambio, una utopía que parte de la constatación de una posibilidad. Y si esa posibilidad es posible, quizá entonces no estemos del todo perdidos. Lo que está claro, en cualquier caso, es que es el momento –sigue siendo, nunca se ha ido– de revivir la llama de la utopía –sea esta cual sea– y comenzar seriamente a pensar cómo cambiar las cosas. No sea que lo de 2012 al final vaya a ser verdad y nos vayamos todos al final a tomar por donde amargan los pepinos.
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