El tiempo es más antiguo que la luz
Sostiene Enrique Vila-Matas que hay escritores de libros y escritores de obra. Los primeros crean textos singulares e independientes que pueden ser considerados de modo autónomo, libros que, en cierta manera, son como monumentos que se valen por sí solos, con independencia incluso del autor que los creó. Los segundos, entre los que él se incluye, van configurando poco a poco un discurso que va creciendo libro tras libro, de modo que cada uno de los textos, aunque evidentemente pueda ser leído de manera independiente, cobra su sentido último y obtiene su verdadero valor en la secuencia que ocupa en la producción del escritor.
Esta tipología de escritor se parece mucho a la del artista contemporáneo, que ya no ejecuta obras maestras, sino que crea una obra a partir de una trayectoria, elaborando y haciendo crecer un discurso, trabajando unas preocupaciones e intentando resolver unos problemas que él mismo se ha dado.
Sin lugar a dudas, Ricardo Menéndez Salmón pertenece a la categoría de escritores de obra más que los escritores de libros. Y su última novela –por llamarla de alguna manera– sigue ahondando y asentando el que es uno de los discursos narrativos e intelectuales más sólidos de la literatura contemporánea.
Un gran número de reseñas sostiene que La luz es más antigua que el amor cierra la llamada trilogía del mal (compuesta por La ofensa, Derrumbe y El corrector) y abre su escritura hacia otros lugares. Sin embargo, yo entiendo que este libro continúa y expande las preocupaciones centrales de Menéndez Salmón desde sus inicios en la escritura. Los temas de la última novela ya están presentes, de alguna manera, en La filosofía en invierno, donde también juega con la estructura temporal, o en Panóptico, donde la cuestión de los límites entre locura y conocimiento –locura y arte ahora– son explorados de manera magistral. Y el tratamiento, a medio camino entre el ensayo y la novela, también ha estado presente desde un principio en la escritura de Menéndez Salmón, que ha intentado borrar las fronteras entre la narrativa y la filosofía, dando lugar a una escritura que proporciona conocimiento acerca del mundo. Una episteme narrativa o –mejor– emocional que lleva el conocimiento al ámbito de la experiencia y, alejándo de la neutralidad y frialdad –siempre ficticias– del ensayo, lo transmite a través de las emociones.
Esto es posible advertirlo desde sus primeras obras, se desarrolla de modo magistral en El corrector y ahora llega a su estado más avanzado. No extrañaría nada que los próximos libros de este autor directamente caigan del lado del ensayo, aunque cada vez más lo que sea ensayo o novela, depende mucho más del contexto de publicación que del propio texto. Parece que hoy lo único que nos vale es una definición institucional: «novela es lo publicado dentro de una colección de novela». Ese contexto es el que, de algún modo, condiciona la lectura y proporciona las claves para la experiencia de la obra.
Si atendiésemos a esta definición, La luz es más antigua que el amor es una novela, pero tan sólo por el hecho de ser publicada en una colección rodeada de otras novelas –esa es quizá la misma razón que obras como las de Eloy Fernández Porta sean ensayos y no novelas–. Aunque quizá las razones que mantienen a este libro en el ámbito de la novela sean, como se ha apuntado más arriba, el dominio de las emociones, la capacidad para erizar el vello de la nuca o para hacer que el estómago se encoja.
La manera en la que el autor trabaja la relación entre la realidad y la ficción enriquece y problematiza la lectura y la supuesta asunción pasiva del conocimiento, apostando por una puesta en suspenso de la certeza de lo contado que activa al lector, y que lo pone en todo momento bajo sospecha. A esa activación contribuye también la estrategia metaliteraria, que a su vez introduce una dimensión afectiva y cercana al relato que dialoga con maestría con la dialéctica de las distancias que articula a lo largo de la obra.
Como quiera que sea, lo cierto es que, tras la lectura de este libro, uno tarda bastante para quitarse de la cabeza a De Robertis, al Rothko, a Semiasin y, por supuesto, a Bocanegra, el escritor que está en el origen de todo.
El libro me interesa especialmente porque se adentra en el territorio del arte
y plantea una serie de cuestiones de primer orden que siguen preocupando a los estetas y a los teóricos y a las que Menéndez Salmón propone una solución narrativa.
La belleza, la locura y el sentido del arte como contrapartida a la miseria del mundo se plantean como problemas centrales. El arte es visto como una especie de lugar para la resistencia, como lugar de la belleza ante la miseria, pero también de la humanidad ante lo inhumano. Esto nos conduciría a Lyotard (sus "lecciones sobre la analítica de lo sublime" y "Lo inhumano") y a la concepción de belleza inexpresable que es, según él, la esencia de la pintura moderna (él tenía en mente a Barnett Newman, pero también a toda el expresionismo abstracto y a la abstracción en general como procuradora de un visible para lo visible). Una esencia sublime que, como bien muestra el escritor, está más allá de un período concreto del arte y se encuentra –si uno busca bien– en el fondo mismo de anhelo del artista desde los inicios del arte. El dar forma al caos preservando en la forma algo del caos, conteniéndolo y no eliminándolo del todo.
En el libro también se plantea con gran lucidez la relación entre el arte y el poder, y los diversos tipos de censura (la física, que tacha el lienzo; y la inmaterial, que intenta tachar la creatividad). Problemas que nunca cambian y que se perpetúan en el tiempo.
Pero entre todas las cuestiones que plantea el libro, sin duda la que más me ha llegado en estos momentos (quizá porque es en lo que trabajo ahora a nivel académico) es la profunda reflexión sobre la temporalidad, que está en el título, en la estructura, pero también en la manera en la que se imbrican y entrelazan los problemas y los argumentos.
Hay un momento en el que el autor sugiere que Semiasin, el pintor del siglo XXI, se consideraba contemporáneo de artistas de otra época, que está más cerca de De Robertis o de Andrei Rubliov que de sus los artistas con los que comparte cronología. O también describe a De Robertis como un pintor que está fuera de su tiempo. Ese no habitar el tiempo de uno para Agamben es el sentido central de lo contemporáneo. Ser contemporáneo es salirse del quicio del tiempo.
Este sentido del tiempo trastornado, arrugado y vuelto del revés sobre el que trabaja el libro entra de lleno en uno de los problemas centrales de la teoría y del arte en nuestros días: las maneras de articular el tiempo. ¿De quién somos contemporáneos? ¿Cómo hacer una historia del arte más allá del tiempo lineal, cuyo relato se ha roto en mil pedazos?
Mientras leía el libro, no sé por qué, me venía en todo momento a la cabeza la obra de Georges Kubler (La configuración del tiempo), que ahora comienza a ser de nuevo rescatada, pero tampoco podía olvidar a Aby Warburg y su temporalidad en espiral. Y sobre todo Benjamin y Bloch, y las pervivencias e interrupciones del tiempo.
Me parece este libro un ejemplo práctico, literario, de muchos de los conceptos que manejan historiadores del arte como Georges Didi-Huberman (con su historia del arte anacrónica) o Mieke Bal (con su historia preposterior y trastornada). No sé si de modo consciente o inconsciente, Menéndez Salmón ha entrado a cuchillo en uno de los temas candentes de la reflexión sobre la disciplina. Y creo que ha salido más que airoso.
No sé si es el mejor libro de Menéndez Salmón. No sabría decirlo. Superar La ofensa debe ser algo muy difícil. Pero realmente eso no importa tanto. El libro es un piso más del edificio que el autor pretende construir. Menéndez Salmón sube un peldaño y da otra vuelta de tuerca a los problemas que ya había planteado en sus otras novelas. No creo, sinceramente, que esté más allá de la trilogía del mal, ni que sea un punto y aparte en su obra. Y no sé ni siquiera si será un punto y seguido. Me parece que es simplemente una pieza más. Una pieza lograda, magistral, ineludible, imprescindible. Una pieza sin la que el edificio que seguirá construyendo en libros venideros Menéndez Salmón no podrá sostenerse.
Esta tipología de escritor se parece mucho a la del artista contemporáneo, que ya no ejecuta obras maestras, sino que crea una obra a partir de una trayectoria, elaborando y haciendo crecer un discurso, trabajando unas preocupaciones e intentando resolver unos problemas que él mismo se ha dado.
Sin lugar a dudas, Ricardo Menéndez Salmón pertenece a la categoría de escritores de obra más que los escritores de libros. Y su última novela –por llamarla de alguna manera– sigue ahondando y asentando el que es uno de los discursos narrativos e intelectuales más sólidos de la literatura contemporánea.
Un gran número de reseñas sostiene que La luz es más antigua que el amor cierra la llamada trilogía del mal (compuesta por La ofensa, Derrumbe y El corrector) y abre su escritura hacia otros lugares. Sin embargo, yo entiendo que este libro continúa y expande las preocupaciones centrales de Menéndez Salmón desde sus inicios en la escritura. Los temas de la última novela ya están presentes, de alguna manera, en La filosofía en invierno, donde también juega con la estructura temporal, o en Panóptico, donde la cuestión de los límites entre locura y conocimiento –locura y arte ahora– son explorados de manera magistral. Y el tratamiento, a medio camino entre el ensayo y la novela, también ha estado presente desde un principio en la escritura de Menéndez Salmón, que ha intentado borrar las fronteras entre la narrativa y la filosofía, dando lugar a una escritura que proporciona conocimiento acerca del mundo. Una episteme narrativa o –mejor– emocional que lleva el conocimiento al ámbito de la experiencia y, alejándo de la neutralidad y frialdad –siempre ficticias– del ensayo, lo transmite a través de las emociones.
Esto es posible advertirlo desde sus primeras obras, se desarrolla de modo magistral en El corrector y ahora llega a su estado más avanzado. No extrañaría nada que los próximos libros de este autor directamente caigan del lado del ensayo, aunque cada vez más lo que sea ensayo o novela, depende mucho más del contexto de publicación que del propio texto. Parece que hoy lo único que nos vale es una definición institucional: «novela es lo publicado dentro de una colección de novela». Ese contexto es el que, de algún modo, condiciona la lectura y proporciona las claves para la experiencia de la obra.
Si atendiésemos a esta definición, La luz es más antigua que el amor es una novela, pero tan sólo por el hecho de ser publicada en una colección rodeada de otras novelas –esa es quizá la misma razón que obras como las de Eloy Fernández Porta sean ensayos y no novelas–. Aunque quizá las razones que mantienen a este libro en el ámbito de la novela sean, como se ha apuntado más arriba, el dominio de las emociones, la capacidad para erizar el vello de la nuca o para hacer que el estómago se encoja.
La manera en la que el autor trabaja la relación entre la realidad y la ficción enriquece y problematiza la lectura y la supuesta asunción pasiva del conocimiento, apostando por una puesta en suspenso de la certeza de lo contado que activa al lector, y que lo pone en todo momento bajo sospecha. A esa activación contribuye también la estrategia metaliteraria, que a su vez introduce una dimensión afectiva y cercana al relato que dialoga con maestría con la dialéctica de las distancias que articula a lo largo de la obra.
Como quiera que sea, lo cierto es que, tras la lectura de este libro, uno tarda bastante para quitarse de la cabeza a De Robertis, al Rothko, a Semiasin y, por supuesto, a Bocanegra, el escritor que está en el origen de todo.
El libro me interesa especialmente porque se adentra en el territorio del arte
y plantea una serie de cuestiones de primer orden que siguen preocupando a los estetas y a los teóricos y a las que Menéndez Salmón propone una solución narrativa.
La belleza, la locura y el sentido del arte como contrapartida a la miseria del mundo se plantean como problemas centrales. El arte es visto como una especie de lugar para la resistencia, como lugar de la belleza ante la miseria, pero también de la humanidad ante lo inhumano. Esto nos conduciría a Lyotard (sus "lecciones sobre la analítica de lo sublime" y "Lo inhumano") y a la concepción de belleza inexpresable que es, según él, la esencia de la pintura moderna (él tenía en mente a Barnett Newman, pero también a toda el expresionismo abstracto y a la abstracción en general como procuradora de un visible para lo visible). Una esencia sublime que, como bien muestra el escritor, está más allá de un período concreto del arte y se encuentra –si uno busca bien– en el fondo mismo de anhelo del artista desde los inicios del arte. El dar forma al caos preservando en la forma algo del caos, conteniéndolo y no eliminándolo del todo.
En el libro también se plantea con gran lucidez la relación entre el arte y el poder, y los diversos tipos de censura (la física, que tacha el lienzo; y la inmaterial, que intenta tachar la creatividad). Problemas que nunca cambian y que se perpetúan en el tiempo.
Pero entre todas las cuestiones que plantea el libro, sin duda la que más me ha llegado en estos momentos (quizá porque es en lo que trabajo ahora a nivel académico) es la profunda reflexión sobre la temporalidad, que está en el título, en la estructura, pero también en la manera en la que se imbrican y entrelazan los problemas y los argumentos.
Hay un momento en el que el autor sugiere que Semiasin, el pintor del siglo XXI, se consideraba contemporáneo de artistas de otra época, que está más cerca de De Robertis o de Andrei Rubliov que de sus los artistas con los que comparte cronología. O también describe a De Robertis como un pintor que está fuera de su tiempo. Ese no habitar el tiempo de uno para Agamben es el sentido central de lo contemporáneo. Ser contemporáneo es salirse del quicio del tiempo.
Este sentido del tiempo trastornado, arrugado y vuelto del revés sobre el que trabaja el libro entra de lleno en uno de los problemas centrales de la teoría y del arte en nuestros días: las maneras de articular el tiempo. ¿De quién somos contemporáneos? ¿Cómo hacer una historia del arte más allá del tiempo lineal, cuyo relato se ha roto en mil pedazos?
Mientras leía el libro, no sé por qué, me venía en todo momento a la cabeza la obra de Georges Kubler (La configuración del tiempo), que ahora comienza a ser de nuevo rescatada, pero tampoco podía olvidar a Aby Warburg y su temporalidad en espiral. Y sobre todo Benjamin y Bloch, y las pervivencias e interrupciones del tiempo.
Me parece este libro un ejemplo práctico, literario, de muchos de los conceptos que manejan historiadores del arte como Georges Didi-Huberman (con su historia del arte anacrónica) o Mieke Bal (con su historia preposterior y trastornada). No sé si de modo consciente o inconsciente, Menéndez Salmón ha entrado a cuchillo en uno de los temas candentes de la reflexión sobre la disciplina. Y creo que ha salido más que airoso.
No sé si es el mejor libro de Menéndez Salmón. No sabría decirlo. Superar La ofensa debe ser algo muy difícil. Pero realmente eso no importa tanto. El libro es un piso más del edificio que el autor pretende construir. Menéndez Salmón sube un peldaño y da otra vuelta de tuerca a los problemas que ya había planteado en sus otras novelas. No creo, sinceramente, que esté más allá de la trilogía del mal, ni que sea un punto y aparte en su obra. Y no sé ni siquiera si será un punto y seguido. Me parece que es simplemente una pieza más. Una pieza lograda, magistral, ineludible, imprescindible. Una pieza sin la que el edificio que seguirá construyendo en libros venideros Menéndez Salmón no podrá sostenerse.
Para la gente de escasa cultura, como yo, la frontera entre el ensayo y la novela sigue siendo importante. Necesito saber el terreno que piso. Cuando una narración (una narración de verdad, no un folletín o algo peor) maneja personajes o situaciones supuestamente reales, necesito saber si de verdad lo son o si, por el contrario, el autor juega conmigo. Esto es algo más que habitual en los enredos metaliterarios de Vila-Matas, que me fascinan y, al mismo tiempo, me desasosiegan. ¿Existe la Biblioteca Brautigan, en Burlington (Vermont, USA), donde se conservan todos los manuscritos rechazados por editoriales que cualquier autor quiera enviar, sin otro requisito que pagar los gastos de envío? Usted es un erudito en materia de arte, pero si el lector de esta novela fuera yo (que lo seré), y si hubiese leído este libro antes que su reseña, para mí el tal Semiasin tanto podría ser un importante artista del siglo XXI como un genial personaje de ficción construido por un autor no menos genial. Podría obviar la cuestión, podría limitarme a leer y disfrutar de la novela. Pero no puedo. O a lo mejor no quiero, yo qué sé. También podría investigar todas y cada una de las cuestiones de este tipo que me plantee una narración, pero soy demasiado vago para eso. Así que al final me veo obligado a hacer contínuos actos de fe. Y lo peor no es que a veces me crea lo que no debería creerme, no. Lo peor es cuando luego lo suelto en un corrillo con la legítima finalidad de hacerme el listo. Llega uno a vivir momentos de auténtica angustia, creáme
ResponderEliminarHola Miguel Ángel,
ResponderEliminarGracias por enlazarme a tu blog. Aprovecho para hacer lo propio en el mío y, de paso, saludarte.
Gonzalo
La luz es más antigua que el amor de Menendez Salmon no sólo me ha gustado, me ha emocionado hasta las lágrimas, sobre todo la parte de Rothko, supongo que por motivos personales pero también por lo maravillosamente bien escrito que está. Marta
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