Instrucciones para viajar en el tiempo [O cómo leer a Benjamin mientras ves la televisión]
[Publicado originalmente en Campo de Relámpagos, 30/04/2016]
Cada vez que vemos, escuchamos o
leemos algo no lo hacemos de modo puro. Nuestro cerebro produce montajes de
imágenes, historias y emociones. No existe una experiencia perceptiva autónoma;
todo se mezcla en nuestra cabeza. Las cosas se relacionan con el antes y el
después, y también se yuxtaponen, colisionan y contagian, creando nebulosas y
suscitando preguntas a priori no imaginadas.
Estas semanas, mientras preparaba
un seminario sobre arte y temporalidad y releía algunos textos sobre la
filosofía de la historia de Walter Benjamin, me entretenía por las noches en la
televisión con 22.11.63, la miniserie de J. J. Abrams, inspirada en la novela
homónima de Stephen King, y con la segunda temporada de El Ministerio del tiempo, la serie de RTVE creada por Pablo y Javier Olivares.
Dos maneras de entender el viaje en el tiempo y dos modos de relacionarse con
la historia. Un viaje al pasado para intentar evitar el asesinato de Kennedy y
convertir el mundo en un lugar mejor, y una estructura funcionarial que intenta
a toda costa que la historia siga como está, porque, aunque las cosas no estén
bien, siempre podrían estar peor. Rápidamente, estas ficciones comenzaron a
dialogar con los textos. Y enseguida me di cuenta de que las ideas de Benjamin
podían servir para entender mejor lo que veía en la televisión y, al revés, que
lo que sucedía en estas series sugería otro contexto de lectura para los textos
del filósofo alemán.
*
En “Sobre el concepto de historia”,
escrito entre finales de 1939 y principios de 1940, poco antes de su muerte,
Benjamin proponía una noción de tiempo en la que la historia está abierta: el
pasado, lejos de estar clausurado para siempre, reverbera en el presente, lo
afecta, lo toca y convive con él. Para Benjamin, nada de lo perdido está dado
por perdido. Y, al mismo tiempo, nada de lo pasado está aún a salvo, ni
siquiera los muertos, que pueden volver a morir de nuevo si nos olvidamos de
ellos. La tarea del historiador es salvar la historia. Traer el pasado al
presente. Evitar que se olvide. Y hacerlo efectivo.
Leídas sobre el fondo de contraste
de El Ministerio del tiempo y 22.11.63, las tesis de la historia casi pueden ser entendidas
como una ética para viajar en el tiempo. Sobre todo porque suscitan una
pregunta que está en el corazón de estas –y otras muchas– ficciones
televisivas: si pudiéramos viajar atrás en el tiempo, ¿qué haríamos?
¿Deberíamos dejar la historia como está o intentaríamos cambiarla? Si nos fuese
dada la posibilidad de resolver las injusticias del pasado, de viajar atrás y
evitar el Nazismo, la Guerra Civil, el golpe de Estado, salvar la República,
liberar a los esclavos, romper las cadenas, evitar las matanzas de tantos y
tantos lugares, el accidente de nuestro padre, incluso la aventura pasajera que
tuvimos y rompió nuestro matrimonio… ¿lo haríamos? Si el pasado estuviese
abierto y pudiéramos actuar sobre él, ¿lo cambiaríamos? ¿O sería mejor dejar
las cosas como están porque, al fin y al cabo, “lo hecho, hecho está”?
La respuesta de Benjamin –al menos
la que se derivaría de sus tesis– sería contundente: si pudiéramos viajar en el
tiempo, sin ninguna duda, deberíamos cambiar la historia y reparar las
injusticias. Somos resultado de ellas; somos responsables de nuestro pasado. Y
hay en nosotros una “débil fuerza mesiánica” capaz de arreglar el pasado, de
hacer justicia. Por lo que, indiscutiblemente, deberíamos intentar arreglar las
catástrofes del ayer, incluso si así se pusiera en riesgo la continuidad del
presente.
Esa podría ser la respuesta de
Benjamin. Una de las posibles. Ahora bien, ¿cómo responden estas dos series a
esa cuestión de la responsabilidad con el pasado? ¿Qué tipo de historia
promueven? ¿Y qué clase de relación con el tiempo plantean?
La respuesta de El Ministerio del tiempo parece clara: la historia debe mantenerse como está. La
tarea del Ministerio del tiempo es precisamente preservar la historia para que
todo suceda, una y otra vez, tal y como ha sucedido. La historia debe seguir su
línea continua y directa hasta el presente. Hasta “nuestro presente”. Porque la
historia que no debe cambiar en esta serie es la historia de España. Una
historia que, entre otras cosas, presupone la presencia de un concepto
intemporal de nación que se traslada incluso hasta Altamira. Una historia,
además, puramente evenemental, forjada a través de hitos políticos y culturales, y
protagonizada por héroes y prohombres de la patria cuyas vidas son más
importantes que las del pueblo llano. Aunque en alguna ocasión los personajes
de la serie intentan rebelarse contra esta idea –“¿por qué salvar a unos y
dejar morir a otros?”, se preguntan a veces–, la consigna del Ministerio es
precisa: las cosas tienen que suceder tal y como sucedieron. La empatía del
Ministerio –por decirlo en palabras de Benjamin– está con los vencedores de la
historia.
Uno de los precedentes más claros
de El Ministerio del tiempo es el clásico de la ciencia ficción La patrulla del tiempo, la serie de novelas cortas y narraciones de Poul
Anderson en los que la historia también debe ser preservada. En ellas no es la
historia de la nación, sino la historia universal. Una raza evolucionada, los
danelianos, necesitan que la historia continúe como está para que el progreso y
la evolución de la humanidad tenga lugar. Igual que sucede en El Ministerio del tiempo, las injusticias y catástrofes del pasado han merecido la
pena para llegar al presente que tenemos. El sufrimiento del pasado está
amortizado en las conquistas del presente. No hay, en verdad, mejor
visualización del modelo de historia de Hegel. La historia tiene un sentido. El
presente –el mundo feliz y evolucionado de los danelianos, o el mundo cutre y
casposo de la España contemporánea– debe ser preservado. Este es nuestro
espíritu. El presente era el destino. Y todo ha merecido la pena.
Frente a esta visión conservadora
de la historia, el argumento de 22.11.63
plantea, al menos en un principio,
una respuesta que parecería más cercana a la propuesta de Benjamin. A través de
una puerta inter-temporal situada en la despensa de un diner de
Lisbon Falls, Maine, Jake Epping –James Franco en la serie– viaja hacia un
momento concreto del pasado –1960 en la serie, y 1958 en la novela de King–
para intentar evitar el asesinato de Kennedy, convencido de que, así, Estados Unidos
no irá a la Guerra de Vietnam y el mundo –no ya sólo la nación americana– será
un lugar mejor. La historia, pues, debe ser transformada. Sin embargo, el
tiempo se resiste a ser corregido y se defiende ante cualquier intento de
cambio. “Estoy convencido de que hay algo que no quiere que se cambie el pasado”, dice uno de los
personajes. Un algo que aquí ya no es la estructura burocrática del Estado
como sucede en El Ministerio del tiempo, sino una especie de fuerza inmaterial –una entidad
mágica– que tiende a la preservación. [Alerta Spoiler durante los dos
siguientes párrafos] Aun así, tras una serie de sacrificios personales, Jake
logra evitar el asesinato de Kennedy –entre otras injusticias del pasado–.
En un principio, la respuesta de 22.11.63
parece menos conservadora que la de El
Ministerio del tiempo; la historia debe cambiar. Sin
embargo, cuando Jake regresa al presente, el mundo que se encuentra es una
catástrofe. No queda demasiado claro lo que ha sucedido, pero sí que el mundo
es peor de lo que era. Porque las cosas tenían que pasar tal y como ocurrieron.
De algún modo, ése era el destino de la historia. Estamos sujetos al pasado y
no tenemos agencia sobre él. La historia gana, nosotros perdemos. No importa
las veces que intentemos cambiarla; siempre será peor. Esto recuerda al célebre
cuento de Ray Bradbury, “Un ruido del trueno”, en el que una mariposa pisada
por uno de los exploradores del viaje al tiempo de los dinosaurios cambia por
completo el ciclo de la evolución. Cualquier cambio en el pasado afecta al
presente. Y por lo general para peor. Cualquiera de los mundos posibles
surgidos del cambio es siempre peor que el presente que nos ha tocado vivir.
Más allá de atender a la calidad de
estas ficciones y a lo que uno pueda llegar disfrutar con ellas –confieso que
me divierto como un crío con El
Ministerio del tiempo y estoy
convencido de que es uno de los mejores productos audiovisuales en español de
los últimos años–, me parece necesario señalar la noción de historia que
promueven y el modo en que ésta configura una visión estática del presente que
aboga por el mantenimiento del estatus quo. Las luchas fracasadas del pasado,
las catástrofes, los desastres… fueron sacrificios necesarios; es la lógica del
vencedor. Un vencedor que, si lo pensamos bien, no es otro que el tiempo
presente. Y es que, a diferencia de lo que creen los personajes de 22.11.63,
no es el pasado el que evita que las cosas cambien, sino el presente, que
intenta protegerse a toda costa. Es nuestro estado de “bienestar”, nuestro
inconsciente acomodado, nuestro orden establecido, el que no puede concebir la
posibilidad de ser puesto en juego y cercena por completo incluso la
posibilidad de imaginar historias alternativas.
*
En 1973, al reflexionar sobre las
inmensas posibilidades de la ciencia ficción, el escritor Robert Silverberg
escribía: “si todo fuese posible, si todas las puertas estuvieran abiertas,
¿qué mundo tendríamos?” La pregunta era un alegato en pro de la imaginación de
mundos posibles, de otros pasados, otros presentes y, por supuesto, otros
futuros. Recientemente, Karen Hellekson (The
Alternate History: Refiguring Historical Time,
2013) ha utilizado esta cita para abrir su libro sobre la importancia de la
historia alternativa y los modos de imaginar pasados y presentes diferentes a
los que nos ha tocado vivir. Un modelo de historia –abierta, maleable, móvil–
cercano al concebido por Benjamin hace ya más de ochenta años.
Un ejemplo de este modelo de
ficción podríamos encontrarlo en la novela de Orson Scott Card Observadores de tiempo: la redención de Cristóbal
Colón (1996). Allí, una sociedad
evolucionada tras una serie de guerras y desastres construye unas máquinas para
observar el pasado y poder, de esa manera, homenajear a todos los que han
tenido que morir para que ese presente glorioso sea posible. El sufrimiento del
pasado, de nuevo, ha creado el presente. Sin embargo, Tagiri, una de las
observadoras del pasado, tras contemplar una matanza indígena y sentir que los
observados también la observan a ella –y que esa visión, que confunden con la
de un dios, afecta a la realidad–, comienza a pensar que el presente tiene una
responsabilidad con el pasado y que los muertos pueden ser salvados. Sin
embargo, salvarlos, evitar la injusticia, supone arriesgar ese presente
perfecto en el que ella vive. Salvar el pasado sólo es posible en la novela a
costa de perder el presente. ¿Qué hacer entonces? Si repara la injusticia, su
presente desaparecerá para siempre. Si no lo hace, todo seguirá como está, y
los muertos deberán morir de nuevo, una y otra vez, para que el presente pueda
seguir existiendo. Tagiri no lo duda un momento e idea un plan para evitar el
evento que según ella es el detonante de gran parte del sufrimiento del pasado,
el descubrimiento de América. Evitar la injusticia supone la transformación de
la historia, que excepcionalmente –al menos si uno piensa en el modo en que las
ficciones que trabajan con el “efecto mariposa”– cambia para bien. Scott Card
propone un final feliz en paz y armonía entre naciones, con un Cristóbal Colón
redimido y con una historia sin conflictos. Más allá de esta visión utópica que
cae en el buenismo y lo ingenuo, Observadores
del tiempo sirve como ejemplo del intento de
imaginar cómo habría sido el mundo si las cosas hubieran pasado de otro modo
–una ucronía–, pero sobre todo del modo en que, a veces, es
necesario sacrificar el presente para salvar el pasado.
La ciencia ficción es un
laboratorio para imaginar mundos posibles, pero también en un lugar para
plantear preguntas sobre el tiempo en que vivimos y lo dispuestos que estamos a
cambiarlo. Todo es posible en la ficción. Allí, como sugería Silverberg, todas
las puertas están abiertas. Si ni siquiera en ese espacio nos atrevemos a
transformar la historia por miedo a lo que pueda suceder en el presente,
¿cómo seremos capaces de hacerlo en la realidad? Si no podemos arriesgar el
presente en la ficción, ¿cómo podremos transformar el mundo? A través del convencimiento
de que siempre es mejor dejar las cosas como están y que el sistema debe
continuar funcionando incluso si funciona mal, productos como El Ministerio del tiempo o 22.16.73, niegan la posibilidad de arriesgar el presente. Nos
conminan a preservarlo a toda costa. Frente al futuro y frente a todas las
amenazas. Son, como decía más arriba, las ficciones de los vencedores. Las
ficciones de un sistema, un tiempo, que sólo funciona si todo sigue igual. Un
tiempo que da sentido las injusticias y que oculta, una y otra vez, que la
verdadera catástrofe, como escribía Benjamin, es precisamente que “esto” siga
sucediendo.
Precioso como todo lo que escribe Miguel Ángel Hernández. Eso del tiempo, y sobretodo en una época, como la nuestra, que parece confundir las dimensiones o mezlarlas, es un asunto imprescindible de cualquier experiencia no sólo literaria o artística, sino mismo de la vida, de nuestra propia vida individual y colectiva (¿como las hormigas?). A mi parecer es increible como podría haber abolición del tiempo en la lectura de un libro, no importa si novela o poema o ensayo. El tiempo en el que estoy leyendo las páginas está como suspendido, abolido. No hay distancia entre mis ojos y el texto, entre mi pensamiento que entiende lo que está leyendo y las plabras escritas. Claro que después, la filología, la reflexión, recupera esa distancia. Pero hay un rato, un momento en que el tiempo es abolido, yo y lo que estoy leyendo somos la misma cosa. ¿Qué os parece?
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