Decepción
[Publicado en La Opinión, 09/05/15]
La semana pasada, en la mesa redonda que el SOS 4.8 dedicaba
a “Narrar la decepción”, defendí la tesis de que uno de los orígenes de la
literatura, al menos tal y como yo la entiendo, se encuentra en el desencanto
con el mundo, en la sensación de que las cosas no han salido como esperábamos,
que los planes se han truncado y que precisamente por eso es necesario
escribir, como un remedio ante aquello que no podemos controlar. La idea de
partida me la dio Muy poco… casi nada,
el fascinante ensayo de Simon Critchley sobre el nihilismo contemporáneo. Allí el
pensador británico observa que el origen de la Filosofía, en lugar de provenir,
según la tradición clásica, de la
admiración por la belleza y las maravillas del mundo, se encuentra en la desilusión
ante la imposibilidad de dar sentido a aquello que, en algún momento, creíamos
conocer. La filosofía comienza, dice Critchley, “con
un sentimiento indeterminado pero palpable de que algo deseado no se ha cumplido,
de que un proyecto fantástico ha fracasado”.
Critchley
escribe este libro tras la muerte de su padre. Y siente que debe escribirlo
porque su vida se ha desmoronado, porque todo aquello que tenía sentido ha
dejado de tenerlo. En ese momento el mundo encantado desaparece y se muestra en
su otro, se le ven las costuras y se revela que el truco de magia era sólo un
truco, que el aparente sentido del mundo es sólo aparente. Y todo se
deshilacha.
La decepción
surge de la articulación de dos emociones primarias: la sorpresa y la pena. La
sorpresa llega porque encontramos una realidad imprevista: porque aquello que
pensábamos acaba siendo diferente, porque no se ajusta a la expectativa. Y la
pena, la frustración, precisamente surge porque esa cara que muestran las cosas
es lado negativo de nuestros planes.
Muchos son los
escritores que se han adentrado en la decepción –no se puede entender la
historia de la literatura moderna sin atender a esta sensación–, pero quizá
pocos hayan llegado tan lejos como el austriaco Thomas Bernhard. Toda su obra se halla atravesada
por la frustración, pero hay un libro que, casi de modo destilado, muestra el
modo en que esa sensación funciona en la literatura: El malogrado, una de las novelas más terribles y lúcidas que jamás
he leído. Escrita
en un tono obsesivo, desgarrador y áspero –como todo Bernhard–, esta obra relata la historia de
aquellos que, ante la visión del genio absoluto –el pianista Glenn Gould y su
ejecución de las Variaciones Goldberg de Bach–, toman consciencia de que jamás
alcanzarán la gloria del arte. Wertheimer, uno de ellos –el malogrado–, vive
atormentado por no poder llegar a la altura del genio y acaba sus días ahorcándose
frente a la casa de su hermana –así comienza la novela–; y el narrador, también
consciente de esta imposibilidad, decide dejar la música y dedicarse a la
escritura, rendir memoria, contar historias, hablar acerca del genio porque
jamás él podrá serlo.
La
contemplación del genio, la decepción, la frustración por no poder lograr
aquello que desearíamos, se muestra aquí como origen de la escritura. Si lo
pensamos bien, lo que está detrás de la novela de Bernhard es la toma de consciencia
de que la propia literatura es una forma de decepción. El libro surge como
respuesta a la decepción. Escribimos para afrontar la decepción ante el mundo:
el rechazo, la frustración, el deseo incumplido. Escribimos para entender.
Escribimos, en el fondo, porque somos malogrados.
---
En el caso de Bernhard, no hablaría de "decepción", de incumplimiento de una expectativa o de pesar por un desengaño, sino de un muy activo y nada contemplativo "fracaso". Y sin rastro de pena, porque se trata más bien del imperativo moral de la literatura: "hay que afanarse al menos por fracasar" (porque, como decía en "Diario de la galera" un gran admirador suyo, Kertséz, "sólo la victoria es más humillante que la derrota").
ResponderEliminar