Versos al final de todo
[Publicado en La Opinión, 18/04/2015]
No soy yo muy de leer poesía. Por alguna razón extraña, la
tengo abandonada. A veces la leo muy rápido y siento que me pierdo demasiadas
cosas. Es problema mío, lo sé. Y tengo que solventarlo, también lo sé. Aun así,
de vez en cuando cae en mis manos algún poemario que se me mete dentro y ya no
sé cómo sacármelo. Es lo que me ha pasado recientemente con El hundimiento, el libro con el que Manuel Vilas ha ganado el XVII
Premio de Poesía Generación del 27. Llevo unas semanas atrapado en su interior
y no puedo parar de releerlo, una y otra vez. Se ha quedado a vivir en la
mesita de noche y vuelvo a él de vez en cuando como si fuera una especie de
droga perversa. Supongo que será que estoy melancólico estas semanas, sensible, con las emociones a flor de piel.
Será eso y será sobre todo que se trata de un libro sobrecogedor, terrible,
brutal, absolutamente necesario. Cada poema es una bofetada. Algunos vibran
directamente en las entrañas y te dejan sin aliento.
No
soy crítico de poesía y no sabría juzgar el ritmo, los versos o el fraseado. Lo
único que sé es que El hundimiento me
ha dejado hundido. Que hay poemas allí de los que no encuentro el modo de
salir. Poemas a los que vuelvo de modo obsesivo, como ocurre ante el trauma que
no se puede superar y que sólo es posible repetir, de modo infinito, para
hacerse aún más daño, para romperse un poco más, como una especie de pulsión
masoquista. Así es como leo, por ejemplo, “974310439”, escrito a la muerte de
su madre. Un bello y crudo poema en que la madre es un número de teléfono que
ya nunca más aparecerá en la pantalla del móvil.
En ese poema, como en todos
los de este libro, habita la
desesperanza, la frustración, la sensación de fin, de acabamiento, de
“hundimiento” y, sobre todo, de desdicha. Las cosas han salido mal; el plan era
vivir de otro modo. Y aun así, al fondo late una pequeña luz, mínima, casi
imperceptible: la luz de la memoria, la irradiación del pasado que se tuvo
durante un momento fugaz e incluso del que se podría haber tenido. Una luz
tenue y brumosa que llega al final, cuando todo está a punto de acabar o cuando
ya es demasiado tarde y las cosas no tienen remedio. Es en ese momento postrero
cuando recordamos a quienes hemos amado, el mundo que hemos perdido, la
felicidad del aire que una vez respiramos y todo aquello que se ha desvanecido
para siempre. Así ocurre en “Los cobardes”: “A cuántas mujeres has amado, di.
Esa es la pregunta final, ¿en cuántas viste la felicidad universal? Hubo una,
¿te acuerdas? Hubo una, tan especial, de la que te acuerdas ahora que vas a
morir.” Y así ocurre también en el poema a la madre: “Todo lo recuerdo, y todo
lo recordaré / Te amo, finalmente.” Al final, por tanto, el reconocimiento. Pero
también al final la toma de conciencia de que ya sólo queda eso. Y nada más puede
hacerse: “Qué bien. Qué hermoso. Cuánto te quiero/ o te quise, ya no sé, y a
quién le importa/ desde luego no a la Historia de España/ nuestro país, si es
que sabías cómo se llamaba/ la solemne nada histórica en que vivimos papá, tú y
yo.”
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