Retratos públicos y prácticas zombi

Creo que es Ulrich Beck el que ha hablado en más de una ocasión de categorías zombis. Conceptos, instituciones y prácticas que son una especie de eco de otro tiempo y que, sin embargo, siguen actuando de forma residual. Hace unos días, El País publicaba un artículo sobre los retratos públicos y lo costoso que nos sale a los ciudadanos esta tradición obsoleta. Muchas de las cifras de los retratos son vergonzosas –incluso aunque no estuviéramos en crisis–, pero no por el precio en sí de los cuadros –nunca un cuadro de Antonio López fue tan "económico" como el retrato de Álvarez Cascos– o incluso de las fotografías –el retrato de Manuel Marín no es sustancialmente más caro de lo que habitualmente suelen ser las fotografías de Cristina García Rodero (21.000 euros)–, sino más bien por la función y todo lo que significa esta tradición del retrato público. Una práctica que ya no tiene sentido alguno en un tiempo como el presente –donde la memoria gráfica de la época ya no tiene que ver con las formas del arte–, pero que sin embargo se sigue llevando a cabo de modo residual. Es decir, una categoría zombi. Un muerto viviente, una práctica sin alma, que no sirve para nada, pero que, sin embargo, come carne, consume recursos y tiene una entidad material.

Más allá de todo esto, lo que me llama la atención de esta práctica zombi es que, si lo pensamos bien, en su residualidad, en su pervivencia, muestra bastante del sentido ineludible del arte y de la política, y especialmente de las connivencias entre el arte y el poder. Por mucho que el arte haya intentado desde finales del siglo XIX contrarrestrar una de sus funciones centrales desde sus orígenes –producir la imagen del poder–, aún sigue sirviendo a los poderosos de una manera u otra. Ese es su pecado original. Y quizá por eso, como el zombi –que, según afirma Jorge Fernández, vuelve a la animalidad primigenia antes de la cultura–, está condenado a seguir haciendo lo que fue en origen, a vivir con esa sombra que no siempre es tan evidente como en este caso de los retratos públicos.


Por otra parte, la tradición del retrato público en la democracia sigue también la lógica de los retratos de los poderosos. Es cierto que también tenemos la tradición de los retratos griegos y romanos de gobernantes; no sólo eran los emperadores, los reyes o los papas. Es verdad, además, que esta misma tradición del retrato luego es heredada –aunque sustancialmente modificada en estilo– por la burguesía moderna. Pero luego, con la democratización de la fotografía, a lo largo del siglo XIX comenzó a producirse un cambio en esta tradición. El retrato público, como la pintura historia, como los géneros relacionados con la memoria y la perpetuación del tiempo, se mantuvo cerca del arte más académico –la imagen clásica y ordenada del poder–, mientras que el resto de los ciudadanos –que también estuvieron poseídos por una especie de 'pulsión del imagen'– se encomendó al retrato fotográfico; primero profesional y, después –hasta hoy–, amateur.

Lo interesante del caso es que los gobernantes, los ministros, los elegidos por el pueblo, en lugar de utilizar esta tradición de ese mismo pueblo, prefirieron perpetuarse a través del género artístico vinculado con el poder y la tradición, el retrato pictórico. Y esto nos dice mucho del sentido que aún muchos siguen teniendo de la política: un lugar donde el gobernante, en lugar de ser un trabajador por el pueblo, alguien que representa a una mayoría, acaba considerándose como un sujeto especial, diferente, superior, que merece pasar al recuerdo no como el resto de sus iguales, sino a través de un género que lo hace elevarse por encima de todos ellos.

Si de mí dependiera, eliminaba de raíz cualquier retrato público realizado con la más mínima intención artística –y con el sentido de "superioridad" que dicha artisticidad implica–. Nada me da más grima que esas galerías de retratos llenas de "prohombres" y héroes modernos que "rigieron" el rumbo de las ciudades y países. De muchos de ellos lo que habría que hacer es borrar por completo la huella de su nefasta gestión.

Comentarios

  1. O que la nombre retratista real. Aunque en ese caso, sería "retretista".

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  2. Excelente post. Lo malo es que detrás de algunas de esas prácticas zombis, de esas connivencias con el poder de turno y de esos derroches que casi siempre tienen más justificación con la popularidad o el caché del artista que con la calidad de su trabajo hay además un daño irreparable, el que causan todos esos mamarrachos (por su prestigio o influencia) a las personas que en algún momento se acercan al arte (o a ellos creyendo que ellos son el arte) con una mirada limpia, ilusionada o inocente (a veces se llega así) y se encuentran un ambiente tan contaminado de gente sin escrúpulos como el que más. Lo digo por A. López que nunca ha gozado de demasiada simpatía y respeto en los círculos artísticos y tal vez por eso cuando ha tenido la oprtunidad ha pagado con la misma moneda, eso sí a justos por pecadores. Como artista conocía más o menos su obra (y sus pataletas para ser reconocido) pero cuando lo descubrí como persona me decepcionó del todo. Descubrí a alguien que constantemente alardea de humildad y en realidad es todo lo contrario, un trepa al que le mueve la vanidad y sí por qué no las cifras astronómicas, a la vista está. Bueno pues lo dicho zombi del todo. Un abrazo y un Saludo. M.C.R.

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  3. 2Por supuestísimo que el arte siempre ha estado al servicio del poder. Lo del arte subversivo es una monserga que nadie en su sano juicio se puede creer. Empezando por quienes dicen practicarlo.

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