Notas sobre un cuaderno encontrado

En el post anterior me lamentaba y me daba cabezazos contra la pared porque había extraviado un cuaderno con el esbozo de una novela. Durante estos días he tenido que comenzar de nuevo a esbozarla y recomenzarla desde el principio. Al principio me fastidió bastante el asunto, pero más tarde casi he acabado alegrándome del extravío pensando que lo que ahora había escrito estaba bastante mejor que lo que había esbozado en el cuaderno.

Pero como el destino es cruel, buscando otra cosa que aún no he encontrado, hoy me he dado de bruces con el dichoso Moleskine. Estaba en el escritorio, traspapelado entre varios montones de folios que había revisado más de cien veces. Cuaderno negro entre folios blancos. Una y otra vez pasé por ese lugar, y una y otra vez el puñetero cuaderno tuvo que esconderse para que no lo viese. Como dicen por aquí, "lo que no se llevan los ladrones, aparece por los rincones". Pero aparece siempre que uno no lo está buscando. Es como el objeto de deseo en la teoría lacaniana, que nunca aparece cuando uno lo busca, sino después, cuando ya es demasiado tarde, cuando ese deseo se ha convertido en algo diferente y, en consecuencia, el objeto ya no puede satisfacerlo.

Algo así de lacaniano es lo que me ha sucedido con el cuaderno. Lo he abierto y he comenzado a leerlo como si hubiese encontrado el mapa del tesoro, buscando recobrar allí mi novela perdida. Pero lo que he podido leer en el cuaderno eran solo frases inconexas e ideas que ya no tenían sentido. Lo que he escrito recordando lo que creía que había en el cuaderno es mucho mejor que lo que realmente había. De hecho, lo que realmente había es una bazofia absoluta. Apenas podré aprovechar alguna idea suelta que se me había quedado por ahí en el limbo. Casi me han entrado ganas de volverlo a extraviar para poder conservar el recuerdo de lo que había escrito.

Lo que me ha quedado claro es que hay cosas que siempre llegan cuando no se necesitan. Demasiado pronto o demasiado tarde. En Ithaca, lo que escribí en el cuaderno llegaba demasiado pronto para la novela; por razones varias, no era el momento. Y ahora, lo que escribí en el cuaderno llega demasiado tarde; aunque en ese desajuste temporal haya intervenido el azar.

Por un lado, esto me alegra. He encontrado el cuaderno, y además he podido constatar que lo que he escrito está mucho mejor que lo que había allí –y que las líneas argumentales que ahora han nacido gracias a este nuevo comienzo parecen conducirme a lugares a los que no habría llegado de haber seguido con lo escrito en el cuaderno–. Pero por otro lado, todo este asunto me asusta; o, como poco, me inquieta. Y es que he comenzado a pensar en la posibilidad de volver a perder lo que ahora estoy escribiendo. Sería más difícil que pudiera ocurrir, pero no es totalmente improbable –qué sé yo, que intervengan Dropbox y confisquen todos mis ordenadores y mis cuentas de mail–. En ese hipotético caso, volvería a comenzar de nuevo, recordaría lo que había escrito y evocaría la estructura de la novela. Y quizá esa evocación me llevaría a lugares que no había tenido en cuenta previamente y haría que la escritura fuese completamente distinta –probablemente mejor–. Y si alguna vez –por los motivos más extraños; no sé, que el Estado decidiera devolverme lo confiscado– recuperase ese manuscrito en curso que ahora me hace feliz porque es mejor de lo que habría sido, lo que leería, casi con toda seguridad, sería de nuevo una porquería absoluta que no serviría de nada.


Esto me ha hecho imaginarme un castigo olímpico en la que un escritor es condenado eternamente a perder sus manuscritos inacabados. Tras el consecuente periodo de duelo por la pérdida del manuscrito, una vez que ha recomenzado la escritura, el escritor encuentra lo perdido y se alegra de que se haya extraviado porque lo que ahora tiene es mucho mejor. Pero enseguida vuelve a perder el nuevo manuscrito inacabado y tiene que volver a comenzar, y lo que escribe es mejor, y lo que encuentra después confirma que lo que había escrito era peor. Y todo se repite: perder, recomenzar, hacerlo mejor, volver a perder, recomenzar, hacerlo aún mejor, volver a perder, comenzar de nuevo, hacerlo mucho mejor, perder una vez más... eternamente, porque así son las condenas de los dioses, muy cabronas. Así, la novela inacabada que cada vez es mejor, la mejor obra en proceso de la historia de la humanidad, nunca llegaría a su término porque el proceso de escritura se repetiría hasta el infinito.

La tragedia de esta escritura continua solo se cumpliría del todo si el escritor no pudiera morir –y tendría que ser así, para que los dioses pudieran satisfacer su deseo de hacer daño–. Porque si el escritor pudiera morir en algún momento, la obra finalizaría y saldría del bucle del proceso continuo de reescritura, aunque el resultado fuera una obra inacabada, que ya es obra y que ya está acabada en toda su incababilidad.

No sé, quizá haya comenzado a desvariar. La cosa es que me da miedo volver a perder lo que he recomenzado, no vaya a ser que me dé cuenta de que todo lo que uno hace quizá no sea sino un fracaso del que aún no ha llegado a ser consciente.

Comentarios

  1. Me temo que así es. No hay más que volver a leer cualquier cosa que hayas escrito hace unos años para darte cuenta.

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  2. Le atribuyen una frase a García Márquez que dice más o menos: nunca releo mis libros porque me damiedo.

    Supongo que se refería a eso.

    ¡Saludos!

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  3. Quizá para llegar a la perfección habría que perder lo escrito un número suficiente de veces.

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