A mano o a máquina
En Cornell empecé a escribir una novela de ciencia ficción, una especie de cosa rara que tenía hacía tiempo en la cabeza y que en las noches de soledad de Ithaca sentí que debía empezar a sacarme de dentro. La esbocé en un cuaderno negro y la dejé en reposo hasta que tuviera tiempo, ganas y fuerza para ponerme en serio con ella. Estos días, en los que al final no he conseguido aburrirme, me han venido de repente las ganas y el deseo de continuar con aquello que esbocé. Así que, feliz y contento, me he puesto a buscar el Moleskine negro para retomar la novela.
Sin embargo, después de varias horas de búsqueda y de remover Roma con Santiago, no solo no he podido encontrarlo, sino que he llegado a una conclusión trágica: me lo dejé en Ithaca. Como no podía ser de otro modo, me he dado cabezazos contra la pared y me he cagado en todo lo que se menea más de mil veces.
¿A quién se le ocurre escribir en papel en pleno siglo XXI? La respuesta está clara: a mí. Y no es que yo sea precisamente un apocalíptico de las nuevas tecnologías, sino todo lo contrario. De hecho, pocos como yo habrá tan frikis de los procesadores de texto. Tengo todos los habidos y por haber. Vivo obsesionado con la opción de pantalla completa sin distracciones. Eso me cautivó del Pages, y por eso estuve usándolo desde que me pasé a Mac en 2004 (el MS Office era una caca absoluta). Y cuando el MS Word 2012 incorporó esta opción, volví de nuevo a este programa (que al final es el que menos problemas de compatibilidad plantea con los demás sistemas). Junto a esos procesadores de texto, he probado un sinfín de programas de escritura creativa. Casi no podría trabajar sin Scrivener, uno de mis mayores aciertos en tiempo. Otros programas, como Ulysses, StoryMill o Jer's Novel Writer sólo me los instalé por probar, pero al final no lograron convencerme. Y también tengo instalados programas de escritura plana (iWrite, por ejemplo), que convierten el ordenador en una plataforma de escritura sin ningún tipo de distracción... E incluso en el iPad tengo el ciento y la madre de aplicaciones de escritura, algunas de escritura manual y la mayoría, herramientas de creación literaria.
Digo todo esto porque, con todo este arsenal, debería ponerme delante del ordenador directamente y comenzar a escribir como un poseso. Y sin embargo, me es prácticamente imposible hacerlo si antes no esbozo en un papel lo que quiero escribir. La escritura académica, todavía. Un artículo, un ensayo... quizá pueda escribirlos directamente en el ordenador –aunque siempre necesito decenas de esbozos–. Pero la narrativa... de ninguna manera. Allí, sin papel no hay cuento, novela o lo que sea.
Necesito comenzar siempre la escritura en un papel, por lo general en un cuaderno. Es una especie de ritual previo sin el que no puedo trabajar. Por alguna razón, la relación que se establece entre el papel, la herramienta y el cuerpo le da un toque sensual que la aproxima al deseo carnal. Probablemente son todo proyecciones y está todo contaminado por el imaginario del escritor, de los cuadernos Moleskine... pero lo cierto es que yo no puedo escribir si no es de esa manera. Escribir literariamente, digo. No escribir tonterías como esta que estoy escribiendo ahora mismo. Esto es simplemente ponerse aquí delante y que salgan cosas. También es un dejar fluir la mano. Pero creo que el hecho de que la tinta se gaste, el papel se acabe y la mano se canse (aunque la tinta y el papel no sean excesivamente caros, y la mano tampoco se canse como para llevarla en cabestrillo) hace que, al menos inconscientemente, se establezca un compromiso con lo escrito, una sensación de economía literaria que no se produce en el texto digital. Supongo que sucede igual con la fotografía o con el cine. Lo analógico está sujeto a economías –a regímenes de uso– que distan mucho de lo digital.
En mi caso, la escritura en papel nunca es completa. Es más bien el esbozo, el disparador, la plataforma de salida. Muchas veces comienzo un capítulo, un párrafo o incluso una frase en el papel y acabo dándole forma en el ordenador. Si algún día alguien se pusiera a rastrear los manuscritos de mis trabajos acabaría absolutamente desquiciado porque nunca hay nada completo. Son primeras líneas, primeros capítulos, inicios de frases... solo cabos sueltos, agarraderas para poder comenzar la escritura en pantalla. A veces lo pienso, comenzar la escritura en los cuadernos (que nunca acabo) es como poner pequeños cimientos al vértigo de la escritura digital. Es una tontería, pero sin esos cimientos no puedo comenzar nada.
Cada cual tiene su propio método de trabajo. Y al final hay que respetar lo que funciona. A mí me gustaría sentarme directamente frente a la pantalla y comenzar a escribir. O incluso lo contrario, sentarme frente al cuaderno, comenzar a escribir y terminarlo todo ahí. Pero no hay manera. En un determinado momento, tengo que pegar el salto de soporte del cuaderno a la pantalla. A veces, como digo, es cuando he terminado un capítulo; otras, cuando se trata de una escena. En otros casos, es solo una frase. La escribo y ya está todo plantado y puedo cambiar al ordenador. La cosa es que al final se trata casi de una escritura esquizofrénica que va de un lugar a otro. No sé si eso acaba notándose en el resultado final. Creo que no, porque todo se pule en pantalla y entre el texto primero y el resultado final hay tan solo unas cuantas cosas en común.
En cualquier caso –y por eso hoy se me ha ocurrido escribir esto–: que es una putada que a uno se le pierda el cuaderno en el que había esbozado una novela (aunque sólo hubiera trazos, trozos y fragmentos). En estos días en los que todo se guarda veinte veces (en copias de seguridad, en Dropbox, en usb, en varios ordenadores...) y parece que nada se va a perder jamás, todavía hay cosas que son singulares y hay que tratarlas como si fueran un tesoro.
Sin embargo, después de varias horas de búsqueda y de remover Roma con Santiago, no solo no he podido encontrarlo, sino que he llegado a una conclusión trágica: me lo dejé en Ithaca. Como no podía ser de otro modo, me he dado cabezazos contra la pared y me he cagado en todo lo que se menea más de mil veces.
¿A quién se le ocurre escribir en papel en pleno siglo XXI? La respuesta está clara: a mí. Y no es que yo sea precisamente un apocalíptico de las nuevas tecnologías, sino todo lo contrario. De hecho, pocos como yo habrá tan frikis de los procesadores de texto. Tengo todos los habidos y por haber. Vivo obsesionado con la opción de pantalla completa sin distracciones. Eso me cautivó del Pages, y por eso estuve usándolo desde que me pasé a Mac en 2004 (el MS Office era una caca absoluta). Y cuando el MS Word 2012 incorporó esta opción, volví de nuevo a este programa (que al final es el que menos problemas de compatibilidad plantea con los demás sistemas). Junto a esos procesadores de texto, he probado un sinfín de programas de escritura creativa. Casi no podría trabajar sin Scrivener, uno de mis mayores aciertos en tiempo. Otros programas, como Ulysses, StoryMill o Jer's Novel Writer sólo me los instalé por probar, pero al final no lograron convencerme. Y también tengo instalados programas de escritura plana (iWrite, por ejemplo), que convierten el ordenador en una plataforma de escritura sin ningún tipo de distracción... E incluso en el iPad tengo el ciento y la madre de aplicaciones de escritura, algunas de escritura manual y la mayoría, herramientas de creación literaria.
Digo todo esto porque, con todo este arsenal, debería ponerme delante del ordenador directamente y comenzar a escribir como un poseso. Y sin embargo, me es prácticamente imposible hacerlo si antes no esbozo en un papel lo que quiero escribir. La escritura académica, todavía. Un artículo, un ensayo... quizá pueda escribirlos directamente en el ordenador –aunque siempre necesito decenas de esbozos–. Pero la narrativa... de ninguna manera. Allí, sin papel no hay cuento, novela o lo que sea.
Necesito comenzar siempre la escritura en un papel, por lo general en un cuaderno. Es una especie de ritual previo sin el que no puedo trabajar. Por alguna razón, la relación que se establece entre el papel, la herramienta y el cuerpo le da un toque sensual que la aproxima al deseo carnal. Probablemente son todo proyecciones y está todo contaminado por el imaginario del escritor, de los cuadernos Moleskine... pero lo cierto es que yo no puedo escribir si no es de esa manera. Escribir literariamente, digo. No escribir tonterías como esta que estoy escribiendo ahora mismo. Esto es simplemente ponerse aquí delante y que salgan cosas. También es un dejar fluir la mano. Pero creo que el hecho de que la tinta se gaste, el papel se acabe y la mano se canse (aunque la tinta y el papel no sean excesivamente caros, y la mano tampoco se canse como para llevarla en cabestrillo) hace que, al menos inconscientemente, se establezca un compromiso con lo escrito, una sensación de economía literaria que no se produce en el texto digital. Supongo que sucede igual con la fotografía o con el cine. Lo analógico está sujeto a economías –a regímenes de uso– que distan mucho de lo digital.
En mi caso, la escritura en papel nunca es completa. Es más bien el esbozo, el disparador, la plataforma de salida. Muchas veces comienzo un capítulo, un párrafo o incluso una frase en el papel y acabo dándole forma en el ordenador. Si algún día alguien se pusiera a rastrear los manuscritos de mis trabajos acabaría absolutamente desquiciado porque nunca hay nada completo. Son primeras líneas, primeros capítulos, inicios de frases... solo cabos sueltos, agarraderas para poder comenzar la escritura en pantalla. A veces lo pienso, comenzar la escritura en los cuadernos (que nunca acabo) es como poner pequeños cimientos al vértigo de la escritura digital. Es una tontería, pero sin esos cimientos no puedo comenzar nada.
Cada cual tiene su propio método de trabajo. Y al final hay que respetar lo que funciona. A mí me gustaría sentarme directamente frente a la pantalla y comenzar a escribir. O incluso lo contrario, sentarme frente al cuaderno, comenzar a escribir y terminarlo todo ahí. Pero no hay manera. En un determinado momento, tengo que pegar el salto de soporte del cuaderno a la pantalla. A veces, como digo, es cuando he terminado un capítulo; otras, cuando se trata de una escena. En otros casos, es solo una frase. La escribo y ya está todo plantado y puedo cambiar al ordenador. La cosa es que al final se trata casi de una escritura esquizofrénica que va de un lugar a otro. No sé si eso acaba notándose en el resultado final. Creo que no, porque todo se pule en pantalla y entre el texto primero y el resultado final hay tan solo unas cuantas cosas en común.
En cualquier caso –y por eso hoy se me ha ocurrido escribir esto–: que es una putada que a uno se le pierda el cuaderno en el que había esbozado una novela (aunque sólo hubiera trazos, trozos y fragmentos). En estos días en los que todo se guarda veinte veces (en copias de seguridad, en Dropbox, en usb, en varios ordenadores...) y parece que nada se va a perder jamás, todavía hay cosas que son singulares y hay que tratarlas como si fueran un tesoro.
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