La visión pulverizada

LA VISIÓN PULVERIZADA

[Introducción al libro El archivo escotómico de la modernidad. Pequeños pasos para una cartografía de la visión, Alcobendas: Ayuntamiento de Alcobendas, 2007].

Hay una célebre fotografía de Man Ray, tomada en 1920, que presenta el Gran vidrio, la obra maestra de Marcel Duchamp, cubierta de polvo. Tras seis meses de inactividad, en los que Duchamp se dedicó intensivamente al ajedrez, una gran capa de polvo se había posado sobre el Gran vidrio, que el artista había guardado horizontalmente sobre dos caballetes. Un día, Man Ray se presentó en el estudio de Duchamp con una cámara panorámica y, sólo con la iluminación de una bombilla desnuda, realizó una fotografía de larga exposición del panel inferior [1]. La obra fue titulada por Duchamp Élevage de poussière, que podría traducirse como “criadero” o “cultivo” de polvo, si bien en francés el término “élever” significa también “elevar” o “levantar”. La imagen de Man Ray presenta el Gran vidrio en primer plano, un fragmento que ocupa el total del encuadre, constituyendo un universo en sí mismo, un “paisaje lunar”, donde lo primero que llama la atención es que la transparencia del vidrio se encuentra totalmente opacada por el polvo.


Se ha señalado que en Criadero de polvo se encuentran reunidas gran parte de las direcciones del trabajo de Duchamp [2]: en primer lugar, la pereza –pero sobre todo la inactividad, indispensable en la configuración del readymade–, el “preferiría no hacerlo” causante de que el polvo se acumule en el cristal en un período de abandono del trabajo; en segundo lugar, la idea de gravedad, esencial para que el polvo, y la fotografía así lo atestigua, repose en la parte de abajo, en el dispositivo “soltero”; en tercer lugar, la pintura, ya que algo de este polvo se emplearía, con posterioridad, como pigmento para los tamices, esos siete conos por los que pasa el gas de luz que sale de los solteros a la novia; y, por supuesto, la fotografía, dado que la superficie del cristal ha sido “expuesta”, y el polvo se ha posado casi como en un rayorama, por contacto.

Aunque el polvo pueda ser visto aquí como un elemento azaroso, Duchamp había pensado con detenimiento su inclusión en la obra. En sus notas, aparece una referencia explícita: “para los tamices, en el vidrio, dejar que se deposite el polvo sobre esta parte, un polvo de 3 ó 4 meses y limpiar bien alrededor, de modo que este polvo sea una especie de color (pastel transparente)”[3]. En su búsqueda de un color neutro, Duchamp pensó en la materia gris del polvo –semejante a la materia gris del cerebro– como un “no-color”. Un color que iba a nacer, a criarse –a crearse–, directamente sobre la obra; sólo después habría que fijarlo. Esta fotografía presentaría, entonces, no sólo un criadero de polvo, sino también un criadero o un invernadero de color. Según Hamilton, para permitir el paso del gas, los tamices debían ser “porosos” y permeables, y el polvo era sin duda el elemento que mejor reproducía dicha porosidad. Octavio Paz ha observado que el color aparece aquí a la manera de que lo que Duchamp, para diferenciarlo del “color aparente”, llama “color nativo”, un color cuyas moléculas imperceptibles serían las que forman los colores reales, siendo, en realidad, el negativo, el no-color, del color aparente: “los colores de Duchamp no existen para ser vistos sino pensados (…) colores cerebrales que vemos con los ojos cerrados” [4]. Esto nos acercaría a lo que Paz llama “un nominalismo pictórico”, la pintura no retiniana, pero también abre una vía cromofóbica en el arte del siglo XX que tendrá uno de sus mayores ejemplos en los cuadros sin color, ácromos, de Piero Manzoni, donde pintura y cuadro dejan de ser términos sinónimos [5].

El polvo, para hacerse perceptible por la vista, necesita tiempo, “de tres a cuatro meses”, lo cual implica un proceso. Un proceso temporal sobre el que la propia obra parece querer reflexionar. Uno de los subtítulos que Duchamp dio al Gran vidrio fue “vidrio en retardo”, concepto éste que implica un movimiento y una duración. Aquí el tiempo aparece en la idea de la cría de polvo y la gestación del no-color, pero también en la propia fotografía, realizada con una larga exposición, de modo que en la fotografía misma se habría fijado un movimiento, el del supuesto polvo que seguiría cayendo y fijándose, pero que sería invisible, y que se superpondría al que ya de antemano estaba posado sobre el cristal.

Para Yve-Alain Bois, “el polvo es, semiológicamente hablando, un índice, una de las inscripciones del tiempo (cuya irreversibilidad se demuestra por las leyes de la entropía). Y esto es igual para la fotografía, aunque su trazo sea el de la duración”[6]. En cierto modo, se podría decir que duración, retardo, contacto y fijación coinciden tanto en la fotografía como en la propia realización del Gran vidrio.

Criadero de polvo, si se observa con detenimiento, sigue a la lógica del readymade. Y creo que, en este sentido, hay que ponerlo en la estela de Aire de París. Allí Duchamp dejaba entrar un elemento natural, invisible, en un recipiente de cristal y, en lugar de manipularlo, simplemente lo nombraba, pues un farmacéutico vacío el líquido y volvió a sellar la ampolla. Aquí el asunto no es tan diferente. De nuevo, un elemento material invisible sobre un cristal, y alguien que lo “manifiesta”, Man Ray. En efecto, podemos entender el polvo en sí como un readymade, pero también la fotografía, puesto que Duchamp se queda al margen, y sólo “nombra”, la obra; le da título. Un doble readymade, por tanto, natural y artificial.

La fotografía aquí duplica y “profetiza” el trabajo posterior de Duchamp, puesto que “fija” en la imagen lo que Duchamp después fijará en el cristal. Una doble fijación, un doble contacto, un índice duplicado. Y esto hace que estemos ante un calco o ante un negativo. Ante una duplicación en cualquier caso. Un doble, como su alter ego Rrose Sélavy. No es extraño que, en cierto momento, Duchamp, al referirse a esta fotografía, diga: “Estos son los dominios de Rrose Sélavy. ¡Qué árido es! ¡Qué fértil es! ¡Qué alegre es! ¡Qué triste es¡”[7]. Son los dominios del doble.

Este juego con lo doble se extiende también a una dialéctica entre lo visible y lo invisible. En Dar la muerte, Jacques Derrida realiza una distinción entre dos modos de invisibilidad que nos puede ser útil ahora. Sostiene el pensador francés que hemos de diferenciar entre dos maneras de desaparición de lo visible: lo “visible in-visible” y “lo absolutamente no-visible”[8]. La primera invisibilidad es la de “lo invisible que es del orden de lo visible y que puedo mantener secreto sustrayéndolo a la vista”[9]. Se trataría de una ocultación, velamiento, adelgazamiento o distanciamiento de aquello que es visible por naturaleza, aquello que aun sin estar “a la vista” permanece siempre “en el orden de la visibilidad, constitutivamente visible”[10]. Y, la segunda manera sería la invisibilidad absoluta: “todo lo que no se refiere al registro de la vista, lo sonoro, lo musical, lo vocal o lo fónico (…), mas también lo táctil o lo odorífero”[11]. Este orden de la invisibilidad nunca es dado a la vista, y su invisibilidad, se podría decir, “reside” en otros sentidos. Una invisibilidad que no es visible, puesto que jamás puede ser percibida como invisible por la vista.

El polvo pertenecería a la primera clase de invisibilidad. Un elemento que, aun perteneciendo al campo de lo visible, escapa a nuestra visión. Sería, pues, un visible-invisible. En Criadero de polvo, Duchamp procura una jugosa reversión de lo visible in-visible, puesto que lo vuelve visible por acumulación. Además, el polvo se posa sobre la transparencia, sobre aquello que debía escapar a la visión, haciéndola visible y opaca. Igual que el hombre invisible es visto por su relación con el espacio, aquí lo invisible se visibiliza por medio de lo transparente [12]. Suspendido en el aire o posado en la superficie, el polvo sólo se hace visible por acumulación. Uno por uno, los granos de polvo, representaban, según Lucrecio, el mínimo grado de la materia. Sólo el contraluz y la saturación nos hacen conscientes de que el polvo existe. Fue en De rerum natura [13], donde Lucrecio describió un mundo compuesto por cuerpos sólidos junto a los que existe un vacío en que éstos se desarrollan. En dicho mundo, los cuerpos se constituyen por unidades indivisibles, átomos –atomoi–, que, por su movimiento y tamaño minúsculo, son imperceptibles para el ojo humano, pero que sin embargo son el último resquicio de solidez, que se oculta a la mirada, ya que “los elementos esenciales de las cosas no pueden verse con nuestros ojos”[14]. Por tanto, en el conocimiento del mundo hay algo que al ojo se le escapa, por eso “es necesario que tú mismo admitas que [los componentes de la materia] existen en las cosas y no pueden verse”[15]. Como observa Italo Calvino al hablar de la levedad, en la obra de Lucrecio “el conocimiento del mundo se convierte en disolución de la solidez del mundo, en percepción de lo infinitamente minúsculo, móvil, leve. (…) es el poeta de lo concreto físico visto en su sustancia permanente e inmutable, pero lo primero que nos dice es que el vacío es tan concreto como los cuerpos sólidos”[16].

Esta idea de un mundo invisible que se nos escapa ha tenido una larga historia. La filosofía de Lucrecio no tuvo tanta repercusión como su poesía. Sin embargo, su huella puede rastrearse hasta llegar, pasando por Giordano Bruno y, sobre, por la concepción monadológica del universo de Leibniz, al umbral del siglo XIX, a la figura de Goethe, que consideró sublime la idea lucreciana de la naturaleza. La teoría romántica y la tendencia simbolista al misticismo también serán modos, hasta cierto punto, de pervivencia de la sublimidad de la naturaleza y de la imposibilidad de los sentidos para captar la inmensidad –y la pequeñez– de un mundo que se escapa y que, al mismo tiempo, nos rodea. Pero fue sobre todo la ciencia del XIX y posteriormente la del XX la que, aun echando por tierra la idea de un vacío absoluto, sí que corroboró y dotó de fuerza la intuición de la presencia de elementos invisibles que ahora, sin embargo, podían ser vistos. Akira Mizuta Lippit ha observado que la utilización de los Rayos-X y del Microscopio se encuentra al final de la intuición de lo visible in-visible, y que la filosofía de Lucrecio y su angustia ante la fugacidad, la invisibilidad y la imposibilidad de racionalizar los elementos que componen la materia, verían una resolución en lo que podría ser llamado “óptica de sombra”[17].

En Les intuitions atomistiques, Gaston Bachelard, quizá el pensador de la materia por antonomasia, sitúa del polvo como lo último visible, localizándolo en el “límite de la visibilidad”, en el “más allá de la experiencia sensible”[18]. Y ese estar al límite de la percepción lo acerca al concepto de inframince, que podríamos traducir como “infraleve” o “infrafino”. Duchamp dedica especial atención a este concepto, relacionándolo con todo aquello que no es evidente, mensurable, lo que “escapa a nuestras definiciones científicas”[19]. Lo infraleve es lo que no puede ser del todo conocido por medio de la razón. Algo así como el fruto de un conocimiento intuitivo, o, por decirlo en palabras de Bachelard, de una imaginación poética. Duchamp ofrece varios ejemplos en los que se pone en juego lo infraleve: “el calor de un asiento que se acaba de dejar”, “la sombra proyectada de soslayo”, “el peso de una lágrima”. Bien pensado, lo infraleve se encontraría en la estela de esa serie de “pequeñas percepciones sin objeto, micropercepciones alucinatorias” de las que habla Leibniz en su Monadología[20]. Lo infraleve siempre tiende hacia lo imposible, a la a imposibilidad de deslindar dos entidades (el reflejo y la superficie, la sombra y suelo, la huella y el terreno), a la imposibilidad de medir las energías (“el exceso de presión sobre un interruptor eléctrico”, “la caída de las lágrimas”); a la imposibilidad de desligar lo que de uno queda en un espejo cuando deja de mirarse[21].

Para lo que nos ocupa ahora, el concepto de infraleve pone de relevancia la insuficiencia de la visión para captar esos mundos otros que habitan la materia. Igual que hay infrasonidos, hay infraimágenes, o microimágenes que nuestra retina no puede ver. La idea de lo infraleve, al menos el modo en que aparece aquí, estaría relacionada con esa serie de “mundos que habitan lo minúsculo” del inconsciente óptico benjaminiano. Y, examinado con detenimiento, en el fondo, tiene que ver con una poética del exceso. Es aquello que habla de lo que queda, lo que sobra y no puede ser medido… lo que se pierde, lo imposible de asir: la energía desperdiciada que no puede ser reaprovechada para nada más: “el exceso de presión sobre un interruptor eléctrico, la exhalación del humo de tabaco, el crecimiento del cabello y de las uñas, la caída de la orina y de la mierda, los movimientos impulsivos de miedo, de asombro, la risa, la caída de las lágrimas, los gestos demostrativos de la manos, las miradas duras, los brazos que cuelgan a lo largo del cuerpo, el estiramiento, la expectoración corriente o de sangre, los vómitos, la eyaculación, el estornudo, el remolino o pelo rebelde, el ruido al sonarse, el ronquido, los tics, los desmayos, ira, silbido, bostezos”[22].

Lo infraleve sería, entonces, lo impensado, lo no dicho, lo no hecho, lo que sobra de lo hecho, lo que sobra de lo pensado. Como observa Gloria Moure, “su virtualidad posibilita el encuentro efectivo del pensamiento y de la materia, y su dominio sobre lo fronterizo, sobre el margen y sobre la exclusión discursiva, lo convierte en señoría de la creatividad y de la trascendencia. Sólo la subjetividad más interior posibilita penetrar en él, sin embargo ahí está también el eterno flujo de lo objetivo”[23].

Como se ha apuntado con anterioridad, el polvo es la metáfora esencial de la destrucción, del paso del tiempo, de la ruina, pero al mismo tiempo es su resto indestructible, tanto en el sentido de aquello que ya no puede ser fragmentado y eliminado, como en el de lo que tampoco puede ser ya consumido y reaprovechado. A esto último es a lo que dirigirá los esfuerzos Duchamp al fijar el polvo como pigmento en los tamices, a una transformación el excedente, lo cual recuerda a una idea que aparece en sus notas sobre un transformador de energías perdidas. Idea que se encuentra en la base de la tesis de Jean-François Lyotard, para quien el Gran vidrio es un dispositivo de transformación[24].

Élevage de poussière se presenta, al final, como una puesta en evidencia de lo imposible, una “aparición” de lo irrepresentable, pero sobre todo de la vida y de la conciencia del “polvo eres y en polvo te convertirás” que, según la filosofía duchampiana, no llevaba a la desesperación sino a la “indiferencia”. John Cage, uno de los herederos espirituales de Duchamp, sentenciará: “todos los demás eran artistas. Duchamp recoge polvo”[25].

* * *

Si he decidido introducir este ensayo con la obra de Duchamp, es porque en ella como en ninguna otra queda expuesta una toma de conciencia de un ver de otra manera, una mirada otra, una visualidad alternativa, no regida por las leyes de la visión socialmente instituidas. Su interés por lo pequeño, lo mínimo, lo imperceptible, lo invisible, pero también por lo sobrante, lo incompleto, lo escondido y lo velado se posiciona en el reverso de la visión moderna, dando su parte maldita, un ver bastardo, incómodo, inasible y, en consecuencia, difícil de manipular.
Aunque en más de una ocasión se haya querido ver como una excrescencia al arte del siglo XX[26], la obra de Duchamp no es, sin embargo, un ejemplo aislado de ese posicionamiento y toma de partida contra la visualidad hegemónica. De hecho, una rápida mirada al arte moderno nos ofrece numerosos ejemplos de esa postura: obras que muestran poco a nada a la visión, obras de vapor, de aire, de gas, obras invisibles, oscuras, escondidas, veladas, imposibles de ver... obras que, en todo caso, decepcionan y frustran la mirada del espectador. Un espectador que, ante tal situación, tiene que aprender a mirar de otra manera, a ver de otro modo.
En otro lugar, sin ánimo de establecer un catálogo, sino simplemente con la intención de sistematizar un poco la situación, he identificado tres estrategias o vías de “ceguera” por las que los artistas han intentado romper el placer de la visión[27]: 1) reducción y adelgazamiento de lo que hay para ver (desde la monocromía pictórica iniciada con Malevich y los comienzos del arte moderno hasta la reducción operada por cierta escultura como la de Carl Andre que, en ocasiones, llega a la propia identificación del suelo, pasando por Rauschenberg, Reinhardt o incluso los cubos mínimos de Cildo Meireles); 2) ocultación del objeto visible, por medio del velo, la tachadura, el desplazamiento o el mimetismo (desde las tempranas obras de Marcel Duchamp hasta las más recientes de Santiago Sierra, pasando por Christo, Manzoni o Acconci, donde el “asunto” de la obra siempre se encuentra alejado de la visión del espectador, al otro lado de su mirada); y 3) desmaterialización, no tanto en el sentido “conceptual” acuñado por Lucy Lippard cuanto en el sentido literal, como una desolidificación de la obra, que se ve reducida a polvo, gas, aire, humo o incluso absolutamente nada, como en el caso de Yves Klein o Martin Creed, lo cual conduce hacia una desaparición relacionada con una poética de la huella y su progresivo desvanecimiento (Ana Mendieta) o incluso con lo que Derrida llamó la ceniza, la imposible reconstrucción de lo perdido, como en el caso de Jochen Gerz.

En todas estas estrategias, como en la obra de Duchamp que hemos examinado al principio, emergen modos de ver que chocan frontalmente con la visión de totalidad de la Modernidad, con el querer verlo todo, con pensar que ver es tener acceso a la totalidad de las cosas, sin resquicios, sin sombras, sin zonas oscuras[28]. Las prácticas que, siguiendo el término empleado por Rosalind Krauss en su célebre artículo de 1986[29], podríamos denominar “antivisuales”, presentan un ver contrario al panóptico omniabarcador en el que, poco a poco, se ha convertido nuestra sociedad. Frente a la luminosidad totalitaria de la mirada moderna, estas poéticas de ceguera se sitúan a contracorriente, casi literalmente a “contra-luz”, a contravisión.
En los últimos años, cada vez son más los estudios que reflexionan sobre modelos de visión alternativos. Partiendo de la afirmación de W.T.J. Mitchell según la cual el objeto de la cultura visual no se agota en lo visible, sino que se extiende a “la ceguera, lo invisible, lo oculto, lo imposible de ver y lo desapercibido”[30], los estudios visuales han comenzado centrar sus esfuerzos en una serie de cuestiones que tienen como punto común un interés por las cosas que desbordan lo visible, lo no percibido, lo apenas perceptible o, directamente, lo imperceptible: las discapacidades del ojo, la ceguera, lo háptico, lo audible, lo escondido, el camuflaje, el velo, lo mínimo, lo inmaterial, lo infravisible, lo desaparecido[31]... en definitiva, y por utilizar el término de Derrida, lo “visible in-visible”, esto es, aquello que, sin estar “a la vista”, permanece siempre, no obstante, “en el orden de la visibilidad, constitutivamente visible”[32]. La tesis de fondo que se desprende de gran parte de estos planteamientos –aunque cada cual emprenda un discurso particular– es que tales “ópticas de sombra” –por utilizar el término de Lippit– funcionan como emplazamientos de regímenes escópicos alternativos a la hegemonía de lo visible y el ocularcentrismo de la Modernidad. Regímenes de resistencia que ponen en evidencia las fallas de la visión moderna y, por ende, de cualquier sistema elevado sobre una epistemología lumínica[33].

Esta serie de estudios constata, asimismo, que una obra como la de Duchamp no es un ejemplo aislado, ni una excrescencia o un extraño, sino que se encuentra enraizada en un impulso mayor, que es el emplazamiento de algo que la trasciende, que muestra algo que se halla debajo, más allá incluso del propio Duchamp, una suerte de posicionamiento inconsciente ante una configuración de lo visible. Es, precisamente, esa configuración de lo visible la que pretende estudiar este ensayo, amparado en la creencia de que en toda obra hay un más allá, una condición de posibilidad, algo que la permite, no sólo artísticamente, sino, sobre todo, visualmente. Una condición de posibilidad y, también, un posicionamiento ante dicha condición, una cierta singularidad común. A la condición de posibilidad, siguiendo a Foucault, la llamaré “archivo”: la ley de lo que puede ser dicho, pensado y sabido...; en términos visuales, la ley de lo que puede ser visto en cada momento. Y a los diversos emplazamientos de dicho archivo visual, siguiendo la clásica definición de Martin Jay, los denominaré regímenes escópicos. A mi modo de ver, uno y otros, archivo y regímenes, constituyen la base sobre la que se edifica y posiciona toda obra de arte. Y, al mismo tiempo, ellos son la clave que nos permite poner en un mismo impulso a Manet, Malevich, Duchamp, Mary Kelly, Santiago Sierra y gran parte del arte del siglo XX, en un más allá de las referencias artísticas, en el universo de lo visible, en el modo de ver, configurado por la intersección de veres, saberes, poderes y subjetividades, conscientes e inconscientes.

Para decirlo pronto, la tesis de este trabajo es que el archivo escópico de la Modernidad –la condición de posibilidad de lo visible– está constituido por una crisis en la verdad de lo visible: la toma de conciencia de que hay cosas que no podemos ver, y que las cosas que vemos no son de fiar. Se trata de la presencia de un escotoma –de ahí el término “escotómico”–, un punto ciego de la visión, algo que no puede ser visto del todo, un lado oscuro, una falta, un objeto inasumible, inapreciable, inaprehensible. Ante dicha crisis en la episteme escópica[34], es posible identificar al menos dos modos básicos de reacción: la ocultación las fallas del ojo para poder dominarlo; o la puesta en evidencia de éstas para hacerlo consciente de su insuficiencia. El primero constituye un régimen escópico hegemónico, un régimen de luz; el segundo, un régimen de resistencia, un régimen de sombra. Uno es el de la sociedad del espectáculo y la vigilancia, y el otro, el de ciertas prácticas artísticas contemporáneas.

¿Hasta donde se extiende la contienda entre los dos regímenes escópicos? ¿Cuáles son los límites cronológicos de este archivo visual? A lo largo del trabajo utilizaré en más de una ocasión el término “modernidad”. La polisemia de la expresión hace que sea necesario puntualizar su significado. La Modernidad a la que se refiere el título es la que en inglés se ha llamado el High Modernism que más que por Alto Modernismo, tendría que traducirse como Modernidad Avanzada o Segunda Modernidad, a saber, aquella que comienza a desarrollarse a lo largo del siglo XIX con la consolidación de los avances en la ciencia, la industria y la razón.
Desde el punto de vista de las narrativas históricas y artísticas se podría establecer, sin problemas, un corte que daría inicio al tan traído y llevado periodo de la postmodernidad, o, como otros prefieren llamarlo, la contemporaneidad –término menos connotado, pero más inestable–. Sin embargo, desde la perspectiva de una historia de la visión, creo que las cosas serían algo diferentes. A pesar de que el siglo XX ha sido el siglo del cine y posteriormente de la televisión, el archivo visual que ha configurado los modos de ver ha sido, sustancialmente, el que aquí he llamado escotómico y cuya mejor metáfora sigue siendo la de la fotografía. Bien pensado, la postmodernidad o contemporaneidad se ha caracterizado por una hipertrofia de los presupuestos modernos que comienzan a fraguarse, según ha mostrado Crary, en las primeras décadas del siglo XIX[35]. El verdadero cambio del estatus de la visión, al menos en su relación con la verdad, no se producirá con el advenimiento de la postmodernidad, sino que tendrá lugar mucho después, en un tiempo que aún no ha terminado. Se podría afirmar que la crisis del “ocularcentrismo expandido” como modelo hegemónico está sucediendo ahora, en estos momentos, en lo que José Luis Brea ha llamado el tercer umbral[36], tras el nacimiento de la era que William Mitchell ha denominado “postfotográfica”[37] o Nicholas Mirzoeff “la zona pixel”[38].

Ciertamente, el archivo visual de la Modernidad, caracterizado por la insuficiencia de la visión, se encuentra ahora, debido al avance de la imagen numérica, incorpórea e inmaterial y la recirculación de la información, en proceso de transformación radical que aún no ha concluido. Así como sobre el archivo visual de la modernidad tardía se emplazaron los regímenes escópicos hegemónico y de resistencia, en el archivo visual del “capitalismo cultural” aún no se han configurado del todo los definitivos emplazamientos de la visión. Es ahí donde este trabajo acaba. Esa es otra historia que debe ser contada más adelante.

Este ensayo presenta sólo unos pequeños pasos para una teoría posterior. Lo que he intentado plasmar en las páginas que siguen no es más que una cartografía preliminar. Preliminar, porque es susceptible de muchos arreglos, pero, sobre todo, porque constituye el punto de partida y la base para posteriores análisis de las prácticas antivisuales. En cierto modo, se podría decir que este ensayo no es sobre arte, sino sobre los modos de ver, sobre la configuración de la visualidad. Y sólo, en última instancia, sobre el papel que ocupan las prácticas artísticas dentro de dicha configuración. Lo que intentaré establecer es, pues, sólo el fondo de contraste en el que las prácticas suceden, el marco de visión del que todo el arte realizado en nuestros días es deudor, aquello que se encuentra debajo, su inconsciente visual. Un inconsciente que muestra un trauma originario: la obsolescencia del ojo y el descrédito de la visión. De un modo u otro, los discursos artísticos modernos y contemporáneos arrancan de ese lugar. En unos, como en la obra examinada al principio de esta introducción, el síntoma se hace más evidente, y en otros, es necesario rasgar la imagen para que el trauma salga a la luz.

Las páginas que siguen se han estructurado en seis capítulos que presentan un argumento diacrónico. El primero de ellos se centra en el estudio del idea de la construcción sociocultural del campo de la visión por medio de la noción de “régimen escópico” introducida por Martin Jay. A través de un breve recorrido por la historiografía del arte reciente, se observará que dicho concepto se encuentra ya prefigurado en el término “ojo de la época”, empleado por Michael Baxandall en el análisis de la experiencia visual del Renacimiento, así como en la propia idea de “cosmovisión”, presente en la Historia del arte desde finales del siglo XIX.

Según lo anterior, y una vez establecido que los modos de ver se construyen sociohistóricamente, en el capítulo siguiente se intenta dilucidar cuál sería el modo de ver propio de la Modernidad, entendida en sentido amplio, como aquel periodo que llega desde el Renacimiento hasta prácticamente nuestros días. Se describen entonces rápidamente los “tres regímenes escópicos de la modernidad” en la concepción de Martin Jay: el perspectivismo cartesiano, presente en el modelo visual desde el Renacimiento; el arte de describir, que Svetlana Alpers observa en la pintura holandesa del siglo XVIII; y, por último, el ver barroco en tanto que “locura de la visión”, tal y como fue pensado por Christine Buci-Glucksman. Estos tres regímenes escópicos se podrían sustanciar, según los estudios de Jonathan Crary, en el modelo de la cámara oscura y la figura de un espectador descorporalizado, fijo e inmóvil frente a la experiencia visual.

Observado con detenimiento, el concepto de régimen escópico de Jay y el de Crary no coinciden, pero al mismo tiempo son complementarios. Ante la necesidad de formular una nueva definición que nos aclare esto, en el capítulo 3, tomando como punto de partida las ideas de “archivo” y de a priori histórico en el sentido otorgado por Foucault, intento proponer la noción de “archivo de visualidad”. El archivo visual, creado en la intersección de saberes, poderes y subjetividades, sería el fondo de contraste en el que se emplazan los diversos regímenes escópicos.
En los últimos tres capítulos, se pretende dar cuenta del archivo visual de la modernidad avanzada. Un archivo, como ya hemos tenido la ocasión de comprobar en esta introducción, caracterizado por una crisis de la verdad visual y una insuficiencia de la visión como herramienta de conocimiento. A través del estudio los cambios en el paisaje, las nuevas técnicas, como la fotografía, o las teorías de la visión, intentaré poner de manifiesto que el fondo de contraste de todas ellas es una pérdida de creencia en la vista como el más noble de los sentidos. Ante esa situación, concluiré estableciendo la emergencia de dos regímenes escópicos, uno hegemónico, que podríamos denominar “ocularcentrismo expandido”, que toma ventaja de la insuficiencia de la visión, y otro de resistencia, “escotómico” –el posicionamiento “natural” del archivo–, que pone de manifiesto los puntos ciegos de la visión y que, además, ofrece la contrapartida ante el régimen dominante del panóptico y el espectáculo.

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NOTAS


[1] Calvin Tomkins, Marcel Duchamp, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 255.
[2] Francisco Javier San Martín, Dali-Duchamp. Una fraternidad oculta, Madrid, Alianza, 2004, p. 57.
[3] Citado por Juan Antonio Ramírez, Duchamp: el amor y la muerte, incluso, Madrid, Siruela, 1993, p. 105.
[4] Octavio Paz, Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp, Madrid, Alianza, 1989, p. 176.
[5] Cf. David Batchelor, Cromofobia, Madrid, Síntesis, 2001.
[6] Yve-Alain Bois, “Zone”, en Yve-Alain Bois y Rosalind Krauss, Formless. A User’s Guide, Nueva York, Zone Books, 1997, p. 226.
[7] Citado por Francisco Javier San Martín, Dalí-Duchamp, p. 57.
[8] Jacques Derrida, Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000, pp. 88-89.
[9] Ibidem, p. 88.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem, p. 89.
[12] Cf. Akira M. Lippit, Atomic Light (Shadow Optics), Minneapolis, University of Minnesota Press, 2005.
[13] Lucrecio, La naturaleza de las cosas, Madrid, Alianza, 2003 [edición de Miguel Castillo Bejareno].
[14] Ibidem, p. 68.
[15] Ibidem.
[16] Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 1989, p. 20.
[17] Akira Mizuta Lippit, Atomic Light (Shadow Optics), Cit. Esta misma idea es la tesis de fondo del uno de los más curiosos y fascinantes estudios sobre la obra de Duchamp: Linda Dalrymple Henderson, Duchamp in Context. Sciencie and Technology in the Large Glass and Related Works, Princeton, Princeton University Press, 1998.
[18] Gaston Bachelard, Les intuitions atomistiques, París, Vrin, 1975, p. 33. Sobre Bachelard y su estética de la materia, véase especialmente: Luis Puelles Romero, La estética de Gaston Bachelard. Una filosofía de la imaginación creadora, Madrid, Verbum, 2002; Aldo Trione, Ensoñación e imaginario: la estética de Gaston Bachelard, Madrid, Tecnos, 1989. Una de las más lúcidas y completas aproximaciones al fenómeno del arte contemporáneo desde el pensamiento de Bachelard, donde se tratan las cuestiones referidas a la inmaterialidad, es la de Barbara Puthomme, Le rien profond. Pour une lecture bachelardienne de l’art contemporain, París, L’Harmattan, 2002.
[19] Marcel Duchamp, Notas, Madrid, Tecnos, 1998, p. 23.
[20] Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el barroco, Barcelona, Paidós, 1989, p. 112.
[21] He estudiado de modo narrativo esta cuestión en Infraleve. Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte, Murcia, Editora Regional, 2004.
[22] Marcel Duchamp, Notas, Cit., p. 155.
[23] Gloria Moure, “Introducción”, en Marcel Duchamp, Notas, Cit., p. 11.
[24] Cf. Jean-François Lyotard, Les transformateurs Duchamp, París, Galilée, 1977.
[25] Citado por Elio Grazioli, La polvere nell’arte, Milán, Mondadori, 2004.p. 76.
[26] Cf. Donald Kuspit, “Marcel Duchamp, artista impostor”, en Emociones extremas. Pathos espiritual y sexual en el arte de vanguardia, Madrid, Abada, 2007, pp. 43-56.
[27] Más allá del ocularcentrismo: antivisión en el arte contemporáneo, Murcia, Tesis Doctoral inédita, 2006.
[28] Cf. Malcolm Bull, Seeing Things Hidden: Apocalypse, Vision and Totality, Londres, Verso, 1999.
[29] Rosalind Krauss, “Antivision”, October, 36, 1986, pp. 147-154.
[30] W. J. T. Mitchell, “Mostrando el ver: una crítica de la cultura visual”, Estudios visuales, 1 (2003), pp. 17-40. Sobre la relación entre la cultura visual y lo no visualidad, véase: Georgina Kleege, “Blindness and Visual Culture: An Eyewitness Account”, Journal of Visual Culture, 4(2), 2005, pp. 179-190.
[31] Georgina Kleege, Sight Unseen, New Haven, Yale University Press, 1999; Akira M. Lippit, Atomic Light (Shadow Optics), Minneapolis, University of Minnesota Press, 2005; Malcolm Bull, Seeing Things Hidden: Apocalypse, Vision and Totality, Londres, Verso, 1999; Neil Leach, Camouflage, Cambridge, Mass., The MIT Press, 2006; Richard Panek, The Invisible Century, Nueva York, Viking, 2004; Lennard J. Davis y Maquard Smith (eds.), “Disability-Visuality”, Journal of Visual Culture, 5 (2), 2006.
[32] Jacques Derrida, Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000, p. 88.
[33] Sobre esta cuestión, véase David M. Levin (ed.), Modernity and the Hegemony of vision, Berkeley, University of California Press, 1993; idem (ed.), Sites of Vision. The Discursive Construction of Sight in the History of Philosophy, Cambridge, Mass., The MIT Press, 1999; idem, The Philosopher’s Gaze: Modernity in the Shadows of Enlightenment, Berkeley, University of California Press, 1999.
[34] Cf. José Luis Brea, “Cambio de régimen escópico: del inconsciente óptico a la e-imagen”, Estudios visuales, 4, 2007, pp. 146-164.
[35] Jonathan Crary, Techniques of the Observer, Cit.
[36] José Luis Brea, El tercer umbral. Estatuto de las prácticas artística en la era del capitalismo cultural, Murcia, Cendeac, 2004.
[37] William J. Mitchell, The Reconfigured Eye: Visual Truth in the Post-Photographical Era, Cambridge, Mass., 1992.
[38] Nicholas Mirzoeff, Una introducción a la cultura visual, Barcelona, Paidós, 2004.

Comentarios

  1. Una grata sorpresa, estaba documentandome a cerca del futurismo y su figura clave y la casualidad me ha traido hasta aquí.
    Muy interesante, no conocía ese doble ready-made, me será de gran ayuda si el futurismo se convierte en parte del examen de movimientos artísticos que tengo el proximo día ocho.
    Felicidades por el blog, he leido por encima y me ha encantado...

    Me pasaré...

    Noe

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  2. ¿Dije Futurismo?

    Dadá... el absurdo, el " no significa nada" la destrucción de todo los valores establecidos.


    Parece que eso es verdad: más lógico, muy lógico, demasiado lógico, menos lógico, poco lógico, verdaderamente lógico, bastante lógico.
    -Hecho.
    Llamad a vuestra memoria al ser que más amáis.
    -Hecho.
    Decidme el número y os diré el juego.

    Noe

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  3. Gracias Miguel, fue un placer entrar a tu blog buscando material sobre Duchamps encontré mucho más que eso.
    Un saludo de Mónica, una uruguaya, que está buscando un sentido a su vida a través de eso llamado arte, sabiendo que todo es búsqueda, y que de eso está hecha la vida.
    Un abrazo.

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  4. Muchas gracias por los comentarios. Me alegra que estas divagaciones al final puedan servir de algo.

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  5. Excelente artículo. A propósito de la incongruencia entre las periodizaciones de Martin Jay y de Jonathan Crary, pienso que sería interesantes confrontarlas con los tres momentos de la historia de lo visible de Debray (aunque esta es mucho más amplia) o con la idea de un arte antes del arte, un régimen del arte y un arte después del fin del arte. Por supuesto, seguramente habrían muchas más. Un saludo.

    Alvaro.

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