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Presente continuo (7 - 13 marzo)

VIERNES 7 / Frente al tiempo
Hoy hace seis años que murió tu madre. También era viernes. El teléfono sonó a las ocho y tu hermano pronunció unas palabras que no has conseguido barrar de tu mente. Palabras que has escrito en otro lugar y que hoy no quieres volver a repetir. Entonces todo se suspendió y se produjo en ti una escisión de la que tardaste tiempo en recuperarte –de la que jamás te recuperarás, de hecho–.

Hoy el teléfono no suena. Pero a las ocho te despierta el sonido del silencio. Un silencio que trae de nuevo todos los recuerdos. Y por un momento todo vuelve a ti de nuevo. Aquel día. Aquellos momentos. Aquellas sensaciones que ya se quedaron para siempre a vivir en tu interior. Ha pasado tiempo, es cierto. Todo se ha normalizado, la ausencia se ha integrado. Ahora los recuerdos no son dolorosos y a veces incluso esbozas una sonrisa. Una sonrisa triste y nostálgica. Son recuerdos que, aunque no duelan, traen el eco del dolor, se clavan en la piel como pequeños alfileres y ya no como grandes clavos. Pero siguen punzando. Porque una madre es siempre una madre. Antes, durante y después. Por mucho tiempo que pase.

Hoy no lloras, ni siquiera una pequeña lágrima, ni siquiera los ojos húmedos. No sabes aún que llorarás más tarde, que llorarás mucho. Porque ahora las lágrimas esperan, saben esperar. Y aparecen justo en el momento preciso. Un momento que, paradójicamente, es siempre es el momento más inesperado. Hoy el recuerdo es una sonrisa. Seca, sin sollozos. Y un sentimiento de orfandad, como el que siempre tienes, como el que no te puedes quitar de encima. Ese sentimiento de no tener ya nada por delante. De ser el próximo. De estar frente a las cosas –al futuro, a lo que venga– sin ningún escudo. Sin ninguna guardia que te proteja. Eso es ser huérfano. Ser el primero. Estar al descubierto. A la intemperie del tiempo.

SÁBADO 8 / El viento en tu rostro
Almuerzo con tus hermanos en El Yeguas. A las diez de la mañana. Decides irte en bici para hacer algo de hueco en el estómago. Llegas sudado pero con hambre. Por supuesto, decís “hace ya seis años que se murió la mamá; y ¿cuántos ya que se murió el papá?” Os miráis. Sabéis que algo se mueve por dentro. Y decidís seguir comiendo y bebiendo. Hoy te apetece dulce. Después de la carne a la brasa, torta de chicharrones. Es una manera de dulcificar el día. Antes de irte, tu hermano J. trae la Velosolex que se ha comprado. Un bici de los años cincuenta con motor que ha conseguido arreglar. Te subes y te das una vuelta. Es como entrar en una puerta de tiempo. Imaginas que así sonaría la huerta hace sesenta años.

Cuando vuelves a casa son cerca de las dos y el sol comienza a picar. Regresas despacio en la bici, casi saboreando el momento, sintiendo el viento en tu rostro. No sabes si será por el alcohol, pero el caso es que percibes ese instante como un momento de intensa felicidad. El paraíso se recobra por momentos. El viento hace las funciones de la magdalena de Proust. El viento, que parece venir del pasado.

Por la noche, cenas con R. en un japonés. Es una noche agradable. Estás cansado, pero extrañamente feliz. Y el cuerpo te pide exprimir el día hasta el final. R. te aguanta el ritmo lo que puede. Quedáis con J., tomáis una copa y al rato la acompañas al coche. Sigues la noche algo más con J. Compráis las entradas para el concierto de la semana siguiente. Después te encuentras con N., M. y R. Habláis de todo un poco. De quién es guapo y quién es atractivo, de lo que importa el cuerpo o la mente en una relación. Las conversaciones a esas horas son extrañas y son más de las seis de la madrugada. Está bien para un día que empezó tan temprano.

LUNES 10 / Aire de Kassel
Temprano continúas con la revisión de la traducción del libro de Mieke Bal. Después, a las once, sesión de fisioterapia. El cuello ya está mucho mejor, aunque aún te duela. Al llegar a casa, en ese estado casi hipnótico en el que sale uno del masaje, te encierras y acabas por fin Kassel no invita a la lógica. Has demorado la lectura todo lo que has podido. Es la obra que más te ha gustado de Vila-Matas. Haces una fotografía de cómo ha quedado el libro, completamente desvencijado y lleno de subrayados. Te recuerda al ready-made malheureux de Marcel Duchamp al que alude en algún momento Roberto Bolaño en 2666. El viento, moviendo un libro de geografía. Una de las obras de arte que Vila-Matas ve en Kassel y que atraviesa toda la reflexión –The Invisible Pull, de Ryan Gander– es precisamente una ráfaga de viento. Por alguna razón el aire, la brisa, la experiencia del paseo y del arte es lo que está detrás de lo que cuenta Vila-Matas. Te hace gracia esa ironía. Cuelgas la foto en Instagram y también se la envías a Enrique. Te responde al minuto, como si el mail lo hubiera llevado y traído un viento ligero.


Por la tarde sales a correr. Parece que te han dejado un cuerpo nuevo. Llegas casi sin cansancio. Y te pones a preparar la intervención del seminario de Narrativa que tienes el jueves. Has pensado una conferencia sobre tecnología y nostalgia en la obra de Agustín Fernández Mallo, en cómo las tecnologías del pasado vuelven al presente a través de los objetos obsoletos. Pero te falta por leer su último libro, Limbo. Sospechas que hay mucho allí de eso sobre lo que quieres hablar.

MARTES 11 / Limbo
Te levantas temprano para preparar la clase sobre Arte de acción. Hablas de la transgresión de la norma, de la busca de la animalidad. Explicas en diez minutos los rudimentos del psicoanálisis y te das cuenta de que muy pocos lo entienden. Cuando acabas con la tradición del performance simbólico vienés, te adentras en el Body Art y la tradición norteamericana. Te interesa mucho más. Sobre todo la obra de Vito Acconci. Es un artista fascinante y central. El modo en que él y otros convierten el lenguaje en materia es esencial para entender los desarrollos de mucho del arte contemporáneo. Dices que este tipo de arte nos ayuda a pensar. Y planteas la pregunta de si alguien alguna vez en la vida se ha mordido el codo. Nos vamos a morir sin saber cómo saben nuestros codos. No podemos percibir del todo nuestro cuerpo. Tan sólo experimentamos fragmentos.

Después de clase, llegas a casa con el tiempo justo para comer y volverte al seminario. Globalización y tecnología en la narrativa hispánica. No es tu campo, te sientes un intruso. Y al mismo tiempo aprendes muchísimo. Aprendes de todas y cada una de las conferencias. Acabas tarde. Cuando llegas a casa terminas las pocas páginas que te quedaban de Limbo. Está lleno de imágenes inquietantes y perturbadoras. Imágenes poéticas capaces de sugerir intuiciones sobre el mundo. Eso es sin duda lo que más te gusta de la escritura (la narrativa y la poesía) de Fernández Mallo, su capacidad para enunciar un conocimiento poético del mundo. En Limbo, el recuerdo del pasado se amplía a través de la tecnología; los objetos guardan memorias intangibles e incomunicables. Y hay una especie de duelo por lo analógico, por esa imagen –y sonido– original que casi está rozando la reflexión sobre lo sublime. La obra de Agustín cruza al ámbito del arte a través de lo performativo. Quizá sea porque la has leído justo después de la de Vila-Matas, pero el caso es que encuentras bastantes cosas en común. Un interés por el arte, por el aire, por el paseo, por muchas cosas. Cada una es vanguardia a su manera y de un modo diferente. Y mientras que AFM presenta al final una especie de duelo, EVM deja en el sujeto una felicidad, una emoción. A pesar de ser tan alejadas, crees que comparten un cierto aire: lo intangible, la búsqueda de lo infraleve, de esa experiencia última y original. O quizá decir esto ahora haya sido arriesgar demasiado.


MIÉRCOLES 12 / Artista verdadero
Temprano arriba para ir a clase. Tienes que hablar del fauvismo y el expresionismo. No es tu día. Te aburres hablando y notas que los alumnos también están aburridos. No sabes quién ha empezado ese bucle de apatía.

Quisieras organizar la conferencia de mañana pero no tienes tiempo. Esta tarde tienes una mesa redonda con Isidoro Valcárcel Medina y aún no has preparado nada. Lees a toda prisa el catálogo de la exposición, sacas conclusiones, subrayas y escribes unas cuantas páginas para tener algo que decir. Pero estás muerto de sueño. Duermes una pequeña siesta y te levantas con el tiempo justo para llegar a la conferencia. Es excepcional. Valcárcel Medina es quizá el artista más auténtico de todos cuantos conoces. Es Marcel Duchamp. Algo así debería ser él. Su conferencia o su digresión es sobre el tiempo y el espacio. Habla del arte más allá o más acá del arte. Te acuerdas en todo momento del libro de Vila-Matas. Es como si hubiese entre ellos una extraña conexión. Incluso en las lógicas –en las no lógicas– y en el modo de pensar. Imaginas cómo debió de ser la “Conferencia para nadie” que plantea Vila-Matas al final del libro sobre Kassel, y piensas que tendría mucho que ver con eso que estás escuchando ahora. Y piensas también en John Cage, y en su “Conferencia sobre nada”. Y en la idea que en el fondo todos parecen compartir: que el arte nos rodea y no podemos escapar de él, que en el fondo los marcos y los pedestales son los que nos lo arrebatan y lo separan de nosotros. Que lo importante es el aire, el intervalo, es el espacio entre las obras. Lo que no se ve, pero se percibe. De nuevo, lo infraleve.

Después tienes que subirte a la mesa y hablar junto a otros dos ponentes, J. y A. No sabes qué decir. Cualquier cosa es un sinsentido y estropea la conferencia de Valcárcel Medina. Te esperas para hablar al final. Y lo haces de un modo demasiado académico. Usas términos como heterocronía, anacronismo, deslocalización… que crees que resumen en lenguaje académico lo que Isidoro ha dicho en lenguaje cotidiano. Fracasas. Tienes la sensación de haberte intentado pasar de listo. Estar ante un artista verdadero invalida –o deja a la altura del betún– el discurso crítico.

Quisieras haberte quedado a tomar unas cervezas con ellos, pero tienes que volver a casa para preparar los cuarenta minutos del día siguiente. Cenas un sándwich rápidamente y te sientas frente al ordenador. Retomas cosas escritas anteriormente. Cortas, pegas, mezclas, escribes…, poco a poco vas creando la ponencia y va tomando forma. Lo dejas todo trazado y a media noche sales para el tanatorio. Ha muerto la madre de M.T., la abuela de tus más queridos amigos. Sabes que en estos momentos es necesario estar. Llegas allí y los abrazas. Y te emocionas, aunque aún no lo hagas evidente –lo harás más adelante–. Es la vida. Es la muerte. Es lo que hay. Lo inevitable.


JUEVES 13 / El viento, de nuevo
Temprano, consejo de departamento. Acaba tranquilo. Más de la cuenta. Sin solución de continuidad, clase en Historia del Arte sobre Chris Burden y sus experiencias con el dolor y el imaginario del riesgo. Al proyectar la obra Shoot y preguntar si alguno de tus alumnos ha sido disparado alguna vez, dices que tú sí lo has sido. Eras pequeño, pero lo recuerdas. Es uno de los momentos célebres de tu infancia. Jugabas a los pistoleros con tus primos. Tenías cuatro años. Tu prima cogió la escopeta de su hermano sin saber que estaba cargada y te disparó en el entrecejo. Recuerdas los gritos, la sangre, el dolor, tu hermano E. conduciendo sin carnet hacia el hospital y tu madre con el pañuelo de urgencia por la ventanilla –el viento, de nuevo–; lo recuerdas como una especie de historia en la que tú eres el héroe. Todavía tienes guardado el balín. Podías haberte quedado ciego, podías haberte quedado tonto, podía haber pasado lo peor. Pero no pasó. De nuevo, el azar. La contingencia. El accidente. Duchamp. Otra vez.

Llegas a casa, preparas el Power Point para la presentación, y sin tiempo para comer vuelves para tu ponencia a las cuatro. Como siempre has preparado más material de la cuenta. Te aturullas al final y dejas caer ideas que no te da tiempo a explicar en detalle. Aun así disfrutas hablando en un campo que no es el tuyo. Disfrutas en esa nueva disciplina en la que no haces más que aprender constantemente. Como también aprendes y disfrutas con el resto de ponencias. Y en la cena, y en las copas.

Vuelves a casa en la moto. Es tarde. Sientes el viento en el rostro. Una vez más. Suave, agradable, como una caricia que te reconforta. Es tu madre. No se ha ido. Es el viento.

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