Williamstownesca
En el largo viaje hasta estas tierras de Nueva Inglaterra, casi un día de aviones y aeropuertos, he venido acompañado por Enrique Vila-Matas. Bueno, por Dublinesca, su última novela (que ya hubiera querido yo venir acompañado por el señor de pelo blanco que sale en la foto de la solapa del libro).
Es la única concesión que voy a hacer estos meses a la literatura en español. Me prometí que sólo leería en inglés y que aprovecharía la estancia para adentrarme en esta lengua que siempre se me resiste. Pero hay cosas que no pueden esperar. Y como el espíritu es débil (en mi caso, incluso más débil que la carne), la semana pasada, nada más llegar a Barajas compré la novela. Pero sólo ahora, en el viaje de vuelta, he podido dedicarle tiempo. Y ha sido (o está siendo, porque me quedan unas páginas) una experiencia excepcional.
Siempre había leído a Vila-Matas en casa, tranquilo, acomodado en mi sofá y con una taza de café al lado. Desde allí lo he acompañado en sus viajes continuos e infinitos, verticales y circulares. Sólo con Exploradores del abismo tuve la experiencia de leerlo fuera de casa, en Ámsterdam, durante las dos semanas en las que estuve montando una exposición sobre estética migratoria en tierras holandesas. En esa ocasión leía sentado en los agradables cafés que bordean los canales, sólo distraído de vez en cuando por los timbres de las bicicletas que circulan a una velocidad vertiginosa. Estaba lejos, es cierto, pero se trataba de una lectura reposada.
Sin embargo, Dublinesca me ha atrapado en pleno viaje. Tren, avión, aeropuerto, autobús. Ha sido una lectura literalmente on the move. Y quizá por eso he establecido una curiosa relación con la novela. Una relación que casi llamaría de paralaje, una sensación muy parecida a la que tenemos cuando viajamos en tren y vemos cómo hay paisajes al fondo que se resisten a moverse y que parecen seguirnos mientras que los más cercanos se alejan y desparecen constantemente. Ese doble movimiento es el que he tenido mientras leía Dublinesca. Un viaje que no acaba de empezar leído desde un viaje que no acaba de acabar.
Escribiré aquí con más detalle de esta última obra de Vila-Matas, a quien considero, con mucho, el más brillante e inteligente de todos cuantos aporrean un teclado con la letra eñe. De momento, sólo me queda culparlo por hacerme fracasar en mi periodo de aislamiento lingüístico, por hacer que tenga que soltar rápidamente Point Omega, de Don DeLillo, cuando ya había cogido filón con el inglés, y sobre todo tengo que culparlo y jurarle persecución eterna por hacer surgir en mí, otra vez, la necesidad de ponerme a escribir cuanto antes y tener que posponer mi relectura del pobre Walter Benjamin y mi trabajo sobre la obsolescencia en el arte contemporáneo. Espero poder aguantarme las ganas y, sobre todo, espero poder perdonarlo algún día.
Es la única concesión que voy a hacer estos meses a la literatura en español. Me prometí que sólo leería en inglés y que aprovecharía la estancia para adentrarme en esta lengua que siempre se me resiste. Pero hay cosas que no pueden esperar. Y como el espíritu es débil (en mi caso, incluso más débil que la carne), la semana pasada, nada más llegar a Barajas compré la novela. Pero sólo ahora, en el viaje de vuelta, he podido dedicarle tiempo. Y ha sido (o está siendo, porque me quedan unas páginas) una experiencia excepcional.
Siempre había leído a Vila-Matas en casa, tranquilo, acomodado en mi sofá y con una taza de café al lado. Desde allí lo he acompañado en sus viajes continuos e infinitos, verticales y circulares. Sólo con Exploradores del abismo tuve la experiencia de leerlo fuera de casa, en Ámsterdam, durante las dos semanas en las que estuve montando una exposición sobre estética migratoria en tierras holandesas. En esa ocasión leía sentado en los agradables cafés que bordean los canales, sólo distraído de vez en cuando por los timbres de las bicicletas que circulan a una velocidad vertiginosa. Estaba lejos, es cierto, pero se trataba de una lectura reposada.
Sin embargo, Dublinesca me ha atrapado en pleno viaje. Tren, avión, aeropuerto, autobús. Ha sido una lectura literalmente on the move. Y quizá por eso he establecido una curiosa relación con la novela. Una relación que casi llamaría de paralaje, una sensación muy parecida a la que tenemos cuando viajamos en tren y vemos cómo hay paisajes al fondo que se resisten a moverse y que parecen seguirnos mientras que los más cercanos se alejan y desparecen constantemente. Ese doble movimiento es el que he tenido mientras leía Dublinesca. Un viaje que no acaba de empezar leído desde un viaje que no acaba de acabar.
Escribiré aquí con más detalle de esta última obra de Vila-Matas, a quien considero, con mucho, el más brillante e inteligente de todos cuantos aporrean un teclado con la letra eñe. De momento, sólo me queda culparlo por hacerme fracasar en mi periodo de aislamiento lingüístico, por hacer que tenga que soltar rápidamente Point Omega, de Don DeLillo, cuando ya había cogido filón con el inglés, y sobre todo tengo que culparlo y jurarle persecución eterna por hacer surgir en mí, otra vez, la necesidad de ponerme a escribir cuanto antes y tener que posponer mi relectura del pobre Walter Benjamin y mi trabajo sobre la obsolescencia en el arte contemporáneo. Espero poder aguantarme las ganas y, sobre todo, espero poder perdonarlo algún día.
obsolescencia,
ResponderEliminarla mejor palabra del diccionario.
rm
A tareas pendientes. Y van...
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