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Mostrando entradas de septiembre, 2017
Otro día extraño, en voz baja, apagado, mate, sin contornos. Escribo ahora con los ojos medio cerrados por el efecto del Yurelax. La fisioterapeuta me he dejado como si me hubiera atropellado un camión. Al menos puedo andar. He llegado a la consulta casi sin poder hacerlo. Toda la tensión en la espada. Y también en las caderas. Toda la tensión acumulada. Todo el estrés y todo lo que no puede ser dicho. Hoy es San Miguel. Siempre me acuerdo de mi madre en San Miguel. Para ella era más importante que mi cumpleaños. No eres cuándo naces, decía, eres cómo te llamas. El nombre te hace persona. Eso decía mi madre. Isabel.  Isabel, como mi sobrina. Esta tarde he ido a ver su hija, mi sobrina nieta. No he dicho nada, pero todo el tiempo he tenido a mi madre en la cabeza. Era la nieta que más quería. La única chica entre tanto varón. Y, ahora, esa nieta querida le ha dado una bisnieta. Imagino cómo la habría mirado y me estremezco.  El hermano de mi madre, el único que queda de la f
Hoy no tengo demasiadas fuerzas para escribir. Todo el día en casa, enviando mails, preparando las lecturas para el Master online de Estudios Visuales, que comienza la semana que viene, e intentando lidiar con las herramientas informáticas del aula virtual. No sirvo para esto. El papeleo me supera. Aunque me sigue manteniendo entretenido, sin pensar, como intento estar estos días. Lo que no sé es cuánto aguantaré de autómata. Llamadas de teléfono constantes, textos por entregar, compromisos ineludibles..., y otro día más con la sensación de vivir en la vida de los otros, de vivir lejos de uno mismo, alejado de lo que uno quiere hacer y sujeto a lo que quieren hacer los demás. He limpiado la mesa de mi despacho. He colocado papeles en su sitio y he sacado varias bolsas de basura. Siento una especie de catarsis extraña que me va engullendo poco a poco. Todo lo que estaba en su sitio –o yo creía que estaba en su sitio– se ha tambaleado. Y empiezo a sentir de nuevo la necesidad de es
Todo el día en una comisión de contratación de la universidad, haciendo números y porcentajes. Tiempo tirado a la basura. También mañana. Y así casi toda la semana. Textos por entregar y libros por leer. Y,  mientras tanto, multiplicando por dos, valorando expedientes académicos y sumando puntos por semanas trabajadas para una bolsa de empleo. Y, sin embargo, en esos momentos de improductividad absoluta, de tiempo podrido, no pienso en nada. La tristeza desaparece, o se instala en un lugar en el que pesa menos. Hacer cosas, moverse hacia delante, intentar no pensar, no mirar, no abrir los ojos. Y no poder hacerlo del todo. Hablo con E. por teléfono. Necesito escuchar su voz y no puedo aguantar el silencio y la incertidumbre. Nunca he estado tan perdido. Al colgar, regresa el vértigo. Pero el teléfono sigue siendo una agarradera. Una linterna en la oscuridad. Después vuelvo a la rutina. Enviar correos, preparar bibliografías, intentar ordenar lo que puede ser ordenado, como si a
Tristeza. No hay otra palabra mejor para describir lo que uno siente cuando algo que era bello se rompe en mil pedazos. Luego vendrá la nostalgia, la melancolía y, quizá con el tiempo, la memoria de la felicidad. Y algo de esa belleza perdida se restaurará durante el instante fugaz de un recuerdo. Una belleza pasajera, como un destello de luz, que traerá de nuevo todo aquello que hoy ha comenzado a irse. Y lo traerá para volver a llevárselo. Para decir: "fue, nunca más será". Y esa felicidad paradójica del futuro también nos romperá. Comienzo a evocarla y puedo intuir ya la nuca erizada al recordar ese pasado que no regresará, el rostro mojado por las lágrimas aún no derramadas. Y, sin embargo, nada de eso me hace escapar de la tristeza del presente. La tristeza y el dolor por algo que era bello y hermoso y que se ha roto para siempre.

Portbou

Escribo en la cama de un hotel de Portbou, después de intervenir en la Escuela de Verano Walter Benjamin. No ha sido la mejor conferencia de mi vida, pero he salido airoso; al menos eso creo. Quizá demasiado larga, pero no encontraba el modo de acabarla. Y no tengo demasiado claro que al final haya llegado a calar en el público. No sé, percepción mía. De todos modos, el sueño está cumplido. Hablar para benjaminianos. Parecer uno de ellos. Hacerlo aquí, en Portbou, visitar el memorial, experimentar la última frontera.  Toda una experiencia. También poder conocer a la nieta de Benjamin. Y a la bisnieta. Poder tomar una cerveza los tres tranquilos frente al mar. Escuchar de su boca las historias sobre su padre, saber lo que él contaba de su abuelo. Y presenciar un momento mágico y divertido: Una señora que paseaba un perro se ha acercado a nosotros. La niña, la bisnieta de Benjamin, ha comenzado a acariciarlo y le ha preguntado que cómo se llamaba. –Benjamin –ha respondido la señora.
Creo que voy a comenzar a escribir como si esto fuera una especie de diario. Otra vez más. Pero ahora en primera persona y en voz baja (que, en la era de las redes sociales, significa no linkearlo a Facebook ni a Twitter, sino dejarlo aquí, sin anunciar, sin decirlo a nadie, volviendo a confiar en la baja intensidad del texto que no quiere gritar). Hoy me han robado las zapatillas en el gimnasio. Las he dejado fuera de la taquilla y, al volver, no estaban. "Es que hay que meterlo todo en las taquillas", me han dicho en la recepción. Y han seguido atendiendo al personal como si nada. Qué chorizos, he dicho. Y me he dado la vuelta. Ay, mis Diadora..., que me habían costado un ojo de la cara. El cabreo se ha paliado algo con el shushi y con la conversación, aunque la extrañeza incómoda ha continuado incluso en el sexo. Hoy no era el día; no lo era. Y, sin embargo, al despertarme de la siesta, una llamada de mi agente. La novela funciona y les ha gustado. Después de todo el

Sin más

Pues recomienzo el blog. Así, de golpe. Una tarde cualquiera. Una tarde en la que debería estar escribiendo otras cosas y preparando clases y conferencias. Pero no sé, he visto en la barra de favoritos del navegador el link abandonado a Blogger y he decidido entrar. Entrar y escribir unas líneas. Sin pensar, sin meditarlo un solo segundo. Recomenzar. Volver a este no (ha)lugar antes de que desaparezca y deje de escucharse. Hacerlo así. Casi de modo automático. Una nueva entrada. Sin más.