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Todo el día en una comisión de contratación de la universidad, haciendo números y porcentajes. Tiempo tirado a la basura. También mañana. Y así casi toda la semana. Textos por entregar y libros por leer. Y,  mientras tanto, multiplicando por dos, valorando expedientes académicos y sumando puntos por semanas trabajadas para una bolsa de empleo.

Y, sin embargo, en esos momentos de improductividad absoluta, de tiempo podrido, no pienso en nada. La tristeza desaparece, o se instala en un lugar en el que pesa menos.

Hacer cosas, moverse hacia delante, intentar no pensar, no mirar, no abrir los ojos. Y no poder hacerlo del todo.

Hablo con E. por teléfono. Necesito escuchar su voz y no puedo aguantar el silencio y la incertidumbre. Nunca he estado tan perdido. Al colgar, regresa el vértigo. Pero el teléfono sigue siendo una agarradera. Una linterna en la oscuridad.

Después vuelvo a la rutina. Enviar correos, preparar bibliografías, intentar ordenar lo que puede ser ordenado, como si así pudiera poner orden en aquello que es imposible domesticar.

Escucho The National en bucle.

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