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Otro día extraño, en voz baja, apagado, mate, sin contornos. Escribo ahora con los ojos medio cerrados por el efecto del Yurelax. La fisioterapeuta me he dejado como si me hubiera atropellado un camión. Al menos puedo andar. He llegado a la consulta casi sin poder hacerlo. Toda la tensión en la espada. Y también en las caderas. Toda la tensión acumulada. Todo el estrés y todo lo que no puede ser dicho.

Hoy es San Miguel. Siempre me acuerdo de mi madre en San Miguel. Para ella era más importante que mi cumpleaños. No eres cuándo naces, decía, eres cómo te llamas. El nombre te hace persona. Eso decía mi madre. Isabel. 

Isabel, como mi sobrina. Esta tarde he ido a ver su hija, mi sobrina nieta. No he dicho nada, pero todo el tiempo he tenido a mi madre en la cabeza. Era la nieta que más quería. La única chica entre tanto varón. Y, ahora, esa nieta querida le ha dado una bisnieta. Imagino cómo la habría mirado y me estremezco. 

El hermano de mi madre, el único que queda de la familia, ha llamado mientras estábamos allí. Hacía un año que no hablaba con él. Lo he sentido todo como una especie de azar extraño. Extrañeza dentro de la extrañeza del día, de la semana, de todo esto.

He comprado la última novela de Paul Auster. Me la he autorregalado. Ha sido lo único que me he permitido en el día. 

Teníamos planes para hoy. Para ayer. Para algún momento. 

Ahora se me cierran los ojos. La espalda parece que deja de dolerme. Escribo por inercia. Escribo porque es lo único que puedo hacer.

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