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El artista como juguetero (notas para una conferencia)

En septiembre de 2017, tuve la suerte de impartir una pequeña conferencia en la Escuela de Verano Walter Benjamin en Portbou. Ese año el programa de la escuela giraba en torno a Infancia en Berlín hacia 1900, uno de los textos más fascinantes de Benjamin, y yo planteé una reflexión preliminar sobre una posible relación entre esas memorias de la infancia, el arte y el mundo de los juguetes. Hace unos días, rebuscando en el disco duro, encontré el archivo con las notas para esa conferencia. Hay párrafos elaborados y muchas notas sueltas e intuiciones apresuradas. Me gustaría sacar tiempo algún día para desarrollar esas ideas y escribir algo más elaborado. Pero mientras tanto –tampoco sé si ese día llegará–, y aprovechando que hoy es 26 de septiembre y se cumplen ya 81 años del fallecimiento de Benjamin en Portbouaquí os dejo estas notas apresuradas sobre la infancia, el arte y la nostalgia del paraíso. 


Walter Benjamin es para mí una referencia central. Su pensamiento me ha influido de modos que ni siquiera puedo intuir. Muchas veces me sorprendo al leer y encontrar en sus textos pensamientos míos –no, por supuesto, porque Benjamin me copie a mí, sino porque he interiorizado su modo de pensar y sus ideas de una manera que ha llegado a ser inseparable del modo en que veo el mundo–. Es, en ese sentido, no un autor que estudie, sino un pensamiento que me conduce y me posee. No soy un estudioso de Benjamin. Sino un apasionado. No soy un experto. Sino alguien a quien la figura lo ha seducido y obsesionado, y sobre todo alguien a quien el pensamiento lo ha atravesado.
 Por eso estar aquí en Portbou esta tarde es un placer y un honor tremendos. Es el viaje siempre pospuesto, la peregrinación que antes o después sabía que tenía que hacer. Que haya sido con motivo de este coloquio y de esta Escuela de Verano –ya de Otoño– no me puede alegrar más. Cuando Pilar Parcerisas me comentó el texto en torno al que iba a girar este año el Simposio, tuve que dar varias vueltas hasta encontrar un modo de abordarlo desde el arte contemporáneo, que es a lo que me dedico, al menos parcialmente.

 

Mi acercamiento a Benjamin se inició sobre todo a través de sus textos sobre la historia, en especial las Tesis sobre el concepto de historia y todos los textos relacionados, especialmente la parte N (Teoría del conocimiento) de El libro de los pasajes.  Partiendo de sus ideas en esos textos, en algunos ensayos he intentado observar la influencia de su pensamiento histórico sobre algunas prácticas artísticas contemporáneas, aquellas que he llamado “arte de historia”. Prácticas que formarían parte de lo que algunos críticos, como Dieter Roelstraete, han denominado “el giro historiográfico” del arte contemporáneo, a saber, el modo en que ciertos artistas trabajan con la historia como si fueran virtuales historiadores. Pero historiadores materialistas, parecidos al historiador imaginado por Benjamin en sus tesis. Historiadores que entienden la historia como algo abierto, que trabajan con residuos y fragmentos cortados, que intentan rescatar lo perdido, construir un presente a partir de un pasado. Historiadores que, como Benjamin, entienden que el pasado no es pasado y que, por tanto, puede redimirse. Historiadores que entienden al final que hacer historia, recordar, despertar, es también hacer política. 


Infancia en Berlín hacia 1900 (o Infancia berlinesa hacia mil novecientos, según la reciente traducción de Richard Gross, publicada por Periférica) es un texto que no he transitado demasiado como investigador. Igual que Calle de dirección única Historias y relatos, que los he leído más con una intención recreativa que analítica, para disfrutar de la escritura de Benjamin y visualizar esas historias e imágenes del pasado. Al volver estas semanas a ese texto para tomar impulso para esta charla, he descubierto que, en realidad, en esos recuerdos fragmentarios del pasado infantil está condensado gran parte del pensamiento de Benjamin que me había interesado. La memoria, la rememoración, la nostalgia, la ciudad moderna, la vida de las cosas, la materialidad de la experiencia…, y la distancia entre el presente desde el que se recuerda y ese mundo que ya se ha perdido. Que se ha perdido porque el tiempo ha pasado sobre él (uno ha crecido), pero que se ha perdido sobre todo porque ya ha desaparecido, porque aquel mundo del pasado, de hecho, ya lo estaba haciendo (desaparecer). Aquella infancia imposible de recuperar del todo, aquel paraíso perdido, es también, de alguna manera, una modalidad de experiencia que poco a poco ha ido dejando de existir. Es el quiasmo entre dos mundos. Es la nostalgia de aquel paraíso en el que las cosas tenían vida, en el que un mundo naciente y un mundo en ocaso se estaban entrecruzando. 

 

Y todo ello a través de lo afectivo, del yo que recuerda, del sujeto que se muestra porque no puede ser puesto a un lado. Creo que de todos los textos de Benjamin es el más literario. Ahí, un yo se muestra. El mundo se abre a un yo –ese yo que Benjamin renunciaba a pronunciar en sus ensayos críticos–. Esta es una de las cosas que más me interesan de este texto. Cómo el yo se formula. El yo concreto a través del cual se traduce la época. Pero para esta charla me interesa rescatar sobre todo el potencial de la infancia como lugar en el que también se encuentran las energías de la revolución y del cambio. En cierto modo, al menos esa es mi lectura, la infancia aquí es para Benjamin el pasado, es la historia misma –como dirá también Agamben en Infancia e historia–. La infancia como aspiración y como lugar de libertad y construcción de sueños. Pero también la relación que, en la infancia, según Benjamin, tenemos con los objetos, con esa materialidad viva, casi mágica, de las cosas.

 

Tanto en este texto como en otros dedicados a los juegos y los juguetes, Benjamin se refiere a ese mundo de la infancia como un lugar mágico y con un potencial desmedido. Recordarlo, revivirlo, en cierto modo es reforzar una aspiración cortada, es intentar prolongarlo al presente. 

 

La tesis que quería esbozar –ya no digo ni siquiera defender– es que ese mundo de la infancia y los juguetes, perdido para siempre, pervive –y el propio Benjamin lo intuye en más de una ocasión– en el arte. En el sentido lúdico de la práctica artística, pero también en la materialidad no transparente de las cosas, la objetualidad no meramente instrumental de los objetos. El artista, como el niño, miran el mundo de nuevo.

 

En Benjamin hay una nostalgia de ese no poder aprender a hacer las cosas de nuevo. De esa primera vez que ya nunca más se repite. “Ahora sé caminar; no podré aprenderlo nunca más” (IB1900, 49).

 

La lectura del texto de Benjamin me ha hecho repensar la relación entre el arte y la infancia, el arte y la experiencia del juego y su objeto, el juguete. Dedicaré una parte de la conferencia a esbozar algunas ideas sobre el juego y el arte y a mostrar algunos ejemplos, que comenzarán en el arte moderno y las vanguardias, pero que intentarán centrarse en el arte más contemporáneo, mostrando algunas vías de trabajo de los artistas de hoy, que exploran ese universo trazado por Benjamin. 

 

La influencia de Benjamin en el arte y la teoría modernas y contemporáneas no es novedad. Sus textos han sido una presencia constante, utilizados una y otra vez como referencia. Sus teorías sobre la obra de arte en la época de la reproducción técnica han informado décadas de pensamiento sobre la fotografía, el cine y los media. A partir de su ensayo seminal, se han introducido diferentes cuestiones indispensables en el desarrollo de la relación entre el arte y la tecnología: la célebre “pérdida del aura”, las posibilidades emancipadoras de las nuevas técnicas o el peligro de la estetización de la política y los usos perversos por parte del poder, cuestiones que siguen aún constituyendo puntos centrales hoy, incluso en la era digital.  

 

En el terreno del arte contemporáneo, la crítica postestructuralista reclamó su pensamiento como central, sobre todo para articular la relación entre arte y política.  Y, por otro lado, con la entrada de los medios mecánicos en la esfera del arte de vanguardia, comenzaron a utilizarse toda una serie de categorías de análisis que aún siguen vigentes y que provienen directamente de los textos de Benjamin: conceptos tales como “interrupción”, “percepción distraída” o “desnaturalización temporal”… se han convertido en criterios maestros a través de los que una obra de arte se “juzga” como políticamente avanzada o conservadora

 

Por supuesto, los estudios visuales han contribuido a la consolidación de su figura. En la creación de una disciplina de corte crítico frente a los regímenes de visión hegemónicos, el pensamiento de la sospecha visual de Benjamin ocupa un papel central. Es el Benjamin crítico de la cultura de masas, que observa que dentro de las formas visuales de la modernidad, las artes tradicionales ocupan un papel secundario. Este Benjamin que se ocupa de analizar las otras visualidades de lo moderno es, en esencia, el del Libro de los pasajes. Una obra que, gracias sobre todo a interpretaciones como la de Susan Buck-Morrs, se ha posicionado como un modelo central de análisis de la cultura y la visualidad.  

 

Este Benjamin de los pasajes, pero también de sus ensayos sobre Fuchs y el coleccionismo, ha sido la figura central que se ha reclamado desde la museología o el pensamiento de la memoria. Las reflexiones en torno a la figura del coleccionista y la noción de archivo han sido solicitadas por la crítica institucional y por la museología contemporánea. Las ideas del archivo, como las del Atlas de Warburg, son fundamentales en esta noción de hacer historia.  Una concepción de la historia que rompe la linealidad y lo diacrónico para introducir lo sincrónico: una visión del tiempo en la que todo está dado a la vez, como un despliegue. Es ahí donde entra en juego, por supuesto, la noción de “imagen dialéctica” como condensación y tensión de temporalidades y significados. La obra de Georges Didi-Huberman ha sido fundamental en el rescate de este Benjamin del montaje y lo anacrónico. Ante el tiempo es un rescate del modo de hacer y pensar la historia. 

 

Todos estos Benjamin han sido determinantes para generaciones de artistas visuales. En los últimos años, también se ha reclamado el Benjamin teórico de la historia. Aquí es donde he intentado hacer mi aportación, como expliqué al principio, tanto en un librito sobre el arte de historia (Materializar el pasado: el artista como historiador (benjaminiano), Micromegas, 2012) como en una serie de ensayos sobre el arte y el tiempo reúnidos en El arte a contratiempo: historia, obsolescencia, estéticas migratorias (Akal, 2020).

 

La importancia para las artes de Infancia en Berlín no ha sido tanta como para el ámbito de la literatura, igual que Calle de dirección única, una obra de la que toda una faz de la narrativa actual es deudora. No obstante, lo que Benjamin despliega en ese texto condensa, como he comentado anteriormente, un imaginario y una reflexión sobre el mundo de la infancia y sobre la memoria del paraíso que tiene mucho que ver con el desarrollado por gran parte del arte moderno y contemporáneo. 

 

La relación entre el arte y las actividades de la infancia ha sido bien estudiada y es bastante conocida. De Platón hasta Kant, el mundo de los niños estuvo vinculado con el mundo de las percepciones puras, en un sentido que tenía mucho que ver con la actividad artística. A menudo se comparaba la acción improductiva de los artistas con el juego de los niños. O incluso a las obras de arte con los juguetes. La importancia del juego, la relación con el rito y con el mito, ha sido también una constante en la antropología. El texto de Giorgio Agamben “El país de los juguetes”, incluido en Infancia e historia, ilustra bastante bien esa complejidad. 

 

Pero fue la modernidad, sin duda, la que vio en la infancia el verdadero lugar de la pureza, de la esencia y de la naturaleza del hombre libre. Influidos por la Ilustración y especialmente por Rousseau y las teorías en torno a lo primitivo, la infancia comenzó a verse como el lugar de verdadero contacto con la esencia íntima de lo humano. 

Los poetas y los artistas, a la búsqueda de esa pureza y de la verdad íntima más allá de las convenciones culturales, no tardarían en observar a la infancia como modelo. 

 

Aunque esto sea generalizar mucho, se podría decir que el hambre de realidad del arte moderno (de tocar una cierta verdad) tiene que ver con el intento de volver a verlo todo con los ojos del niño, volver a esa primera vez en la que la mirada no estaba embotada de cultura. 

 

Esto es una constante desde el texto fundador de la estética de la modernidad, El pintor de la vida de moderna, donde Baudelaire habla del pintor como hombre-niño que quisiera limpiar sus pupilas de todo lo que ha visto, hasta todas las tendencias vanguardistas que intentan romper con los modelos y sistemas de representación aprendidos. “Me gustaría ser un niño”, dijo una vez Cézanne en 1904 a Emile Bernard. 

 

El cubismo, el expresionismo, el dadaísmo o el constructivismo se edifican en el fondo sobre ese retorno primitivo a la infancia –a la infancia de la mirada–, a la libertad del niño, y también a la magia de los objetos y el mundo material.

 

En realidad, estos trabajos se parecen bastante al sentido que Benjamin da a los juguetes primitivos. Juguetes en los que el niño ejercita la semejanza, pero que también puede manipular. Cuanto más atractivos son los juguetes, menos útiles para jugar. Hay un recelo de los juguetes sofisticados e industrializados. La mano del constructor de alguna manera empatiza con la mano del niño. La máquina, sin embargo, impone un orden sobre él. Y el niño ya no puede hacer nada con el objeto. No puede dominarlo. 


“El efecto del juguete llega al niño “a través de la configuración de su muñeco o perrito, en tanto puedan imaginarse cómo fueron hechos” “El espíritu del que surgen los productos, es decir, todo el proceso de fabricación y no solo su resultado, está presente para el niño en el juguete, y naturalmente comprende mucho mejor un objeto producido de manera primitiva que otro procedente de un complicado proceso industrial. Ahí reside, dicho sea de paso, el justificado núcleo del afán moderno por producir juguetes infantiles “primitivos” (Benjamin, “Juguetes rusos”). 

 

De algún modo, los objetos de arte pertenecen a esta lógica del juguete primitivo. Al juguete sobre el que se proyecta la semejanza. El juguete en el que es la imaginación y la potencia de la creatividad la que se ejercita. 

 

Se podría hacer una historia del arte moderno a través del acercamiento de la infancia. A los sistemas de representación de la infancia, a la reducción del lenguaje; pensemos en Paul Klee, en la abstracción de Kandinsky, en Matisse, en Miró, en Picasso, en Dubuffet… o incluso al modo de trabajo de los niños con los objetos, la construcción, el mecano, el bricolaje, la construcción, el propio montaje. Algunos autores, como Norman Brosterman, llegan a sugerir que el arte moderno no sería lo que es sin la importancia de los kindergarten, teorizados por primera vez por Friedrich Fröbel, y los instrumentos pedagógicos utilizados en esos lugares para fomentar la creatividad, los famosos veinte “dones” o juguetes artísticos. La idea de enseñar a los niños a reconocer patrones y formas fue para Brosterman una las piezas básicas a partir de las que se construyó la modernidad artística. 

 

La relación entre los juguetes y la vanguardia fue objeto de una exposición fascinante hace unos años en el Museo Picasso de Málaga (4 octubre 2010 - 30 enero 2011): Los juguetes de las vanguardias. Allí se exploraban tanto los juguetes diseñados por los artistas como los objetos que, siendo obras de arte, partían de juguetes. O esos objetos cuyo carácter nunca estaba claro del todo, juguetes u objetos. 

 

Imágenes:

-Lyonel Feininger, La ciudad, 1925-1955

-Joaquín Torres-García, Perro, 1924-25 

-Paul Klee, Sin título (Fantasma eléctrico), 1923.

-Alexander Calder, Circo, 1926-31.

-Picasso, Guitarra

-Picasso, Babuino 

-Alexander Rodchenko, Construcciones espaciales, 1920-21

 

Sin lugar a duda, una de las grandes invenciones del arte moderno también está en la lógica del juguete. El reaprovechamiento y reapropiación del objeto que hace Marcel Duchamp en el readymade no es otra cosa que un juguete. Él mismo lo llamaba juguete filosófico. Eso era la Rueda de bicicleta, o Un ruido secreto. Un juguete para pensar. Un juguete para adultos. 

 

La importancia del juego en Duchamp es quizá más evidente que en ningún otro artista del XX. El juego mental, el juego de estrategia, el juego del niño (LOOQ), el juego de azar… (Ruleta de San Francisco)… el juego óptico (Rotorelievs).

 

La historia de los juguetes y el arte de vanguardia es fructífera. Los nombres y los ejemplos son infinitos. En el arte contemporáneo, de la neovanguardia en adelante, los ejemplos también son constantes. 

 

-La clave de un movimiento como el neodadá es precisamente la recuperación de las actitudes infantiles y la libertad creativa del niño que habían sido exploradas en las vanguardias.  El gesto radical de Rauschenberg borrando el dibujo de Willen De Kooning. Los happenings de Kaprow son un juego. Igual que las acciones fluxus, configuradas con las reglas de los juegos infantiles. Las acciones de Robert Morris. Las máquinas de performance. Las danzas minimalista en la caja. El juego del escondite, de Vito Acconci.

 

Como digo, la relación con el mundo de la infancia es una constante, la idea del arte como un juego de adultos, o un juego en ocasiones de duelo, porque ese mundo nunca es totalmente recuperable. De hecho, el museo, como la colección, es el lugar donde el juguete deja de tener todo el sentido, cuando no llega a utilizarse. En ese momento, condensa la historia, pero no explota, no es acontecimiento, puro presente, como el juguete. Esta es la tensión del arte: la tensión entre el objeto inerte y el objeto vivo. 

 

[Agamben: “Un vistazo al mundo de los juguetes muestra que los niños, esos ropavejeros de la humanidad, juegan con cualquier antigualla que les caiga en las manos y que el juego conserva así objetos y comportamientos profanos que ya no existen. Todo lo que es viejo, independientemente de su origen sacro, es susceptible de convertirse en juguete” (101) El juguete para Agamben es puro tiempo. Es la historia. Es el pasado puesto en obra a través del acontecimiento.]

 

[Benjamin: “Cuando el impulso de jugar repentinamente invade a un adulto, esto no significa recaída en la infancia. Por supuesto jugar siempre supone una liberación. Al jugar los niños, rodeados de un mundo de gigantes, crean uno pequeño que es el adecuado para ellos; en cambio el adulto, rodeado por la amenaza de lo real, le quita horror al mundo haciendo de él una copia reducida. El deseo de aligerar una existencia insoportable ha alimentado en gran medida el creciente interés que, desde el fin de la guerra, han despertado los juegos y los libros infantiles”. (Juguetes, 14)]

 

En el arte más reciente, esa relación con el juego, el juguete, la infancia… sigue estando presente de muchas maneras. 

 

-Las estéticas del trauma: El peluchismo, Annette Messager, Louis Bourgeois, Mike Kelley. 

-La escala: las miniaturas de Liliana Porter. O las obras siniestras de Ron Mueck. Ni muñeco ni humano. Grande y pequeño. Otro lugar donde la infancia entra en juego, pero en un sentido traumático. 

-La escala del juguete en ocasiones coincide con la realidad. Simulacros: Eduardo Balanza. Cultos de cargo. Construcción tecnológica con materiales precarios y frágiles. 

 -La cuestión del reciclaje, el trabajo con los restos, pero también la de la semejanza está en la obra de Tim Noble y Sue Webster. Sombras. 

-Más allá de la semejanza, esa estética precaria está también en gran parte de la estética relacional: el reciclaje y el aprovechamiento. Thomas Hirschhorn.  

-Pero también la idea de lo lúdico, el juego en la galería, la relación, la conversión del museo en un kindergarten. 

  

Y podríamos continuar ad infinitum. En realidad, en todos estas obras está presente la fantasía infantil. El sentido de imaginar mundos minúsculos, diferentes, impensables. Esa es la potencia del juego. Y ese es también el lugar del arte. El repositorio en el que esa potencia aún reside. La potencia de lo pequeño, de lo frágil, como el castillo de arena o de naipes. 

 

Hoy, en un mundo dominado por la alta definición y lo hipertecnológico, construir con restos, con lo frágil, dejar restos de lo hecho, hacer como los niños, es quizá un modo de resistencia, si no una estrategia articulada, sí al menos una táctica.

 

La influencia del pensamiento de Benjamin en estas prácticas no es siempre evidente, por supuesto. Se trata más bien de un sentido compartido del mundo. Situar en el mismo espacio estas prácticas y las ideas de Benjamin puede ser enriquecedor. El mundo del paraíso de la infancia informa estas prácticas, y al mismo tiempo la visión de estas obras nos sirve para leer a Benjamin de otro modo. Porque lo que tenemos claro es que hoy, para nosotros, ambas realidades son contemporáneas, que hablan a nuestro presente, como también nos sigue hablando y aludiendo lo escrito por Benjamin. 




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