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Contra Florencia

Como prometí en el post anterior, quiero que el blog vuelva a ser también una memoria de lecturas, al menos de ciertas impresiones inmediatas, particulares y no necesariamente exportables a otros lectores. 

Este verano he leído menos que otros. Quizá porque las vacaciones han sido mucho más cortas y las he aprovechado para encerrarme en la escritura de la novela. Incluso en el viaje a Florencia me he llevado el ordenador y, todas las mañanas, antes de desayunar, he tratado de sacar unas horas para dedicar a la escritura. 

Precisamente para ir haciéndome la cabeza a Florencia, esos días rescaté Contra Florencia, el libro de Mario Colleoni que tenía en la estantería casi dos años, esperando el momento preciso de la lectura. Lo disfruté mucho. Y ha sido una de las lecturas que más gozo me han producido este verano.

No es exactamente un libro de viajes, sino más bien de una serie de reflexiones y experiencias vinculadas con lugares y personajes de Florencia. Es una declaración de amor a la ciudad, al arte y a la literatura. Me gustaron especialmente los capítulos dedicados a ciertos detalles de la historia del arte que acabaron transformando mi mirada. Sucedió así con la reflexión sobre el detalle de las manos que sujetan al niño en las Madonnas de Duccio, Cimabue y Giotto, las tres en una sala de los Uffizi dedicada al Trecento. Mario Colleoni se fija en ese detalle para decirnos cómo cambia la visión del mundo en aquellos años en los que se estaba gestando un nuevo modo de representación. Sólo por ese capítulo ya merece la pena todo el libro. Cuando entré en esa sala de los Uffizi, su reflexión fue la que condujo mi mirada, que se posó en las manos que sostienen, que afianzan y que acarician a Jesús. Me sucedió lo mismo con los relieves del concurso de las primeras puertas del Baptisterio de Florencia. También observé las obras de Ghiberti y Brunelleschi a través de lo que había leído en ese capítulo en el que Colleoni habla del concurso que transformó el curso del arte occidental. Y con muchos rincones de Florencia, que experimenté a través de sus ojos y su memoria.

Leí el libro prácticamente de un tirón en el vuelo que me llevó a Florencia, como una especie de preparación para lo que me iba a encontrar en la ciudad. Y durante toda la lectura no pude evitar un sentimiento extraño a medio camino entre la nostalgia y la envidia. Recordé mis años de estudiante y los meses recluido en la biblioteca hipnotizado por el Renacimiento. En aquellos años, leí todo lo que tenía a mi alcance en la biblioteca de la universidad, tratando de paliar los pobres apuntes de clase y el poco interés que el profesor generaba por la asignatura. Con el tiempo, sin embargo, acabé dedicándome a la contemporaneidad y a la teoría del arte. Las clases apasionantes de Francisco Jarauta –sin duda, el mejor profesor que he tenido– fueron las culpables.

He escrito nostalgia y envidia porque, en la lectura de Contra Florencia, evoqué esos años de estudiante, pero también sentí envidia por los que han dedicado su vida a estudiar esa época mágica. Una envidia que este verano se trasformó en necesidad: la de volver a dedicarle atención al arte del pasado, aunque sea a "nivel de usurario"; no como investigador, sino como un curioso que quiere y necesita volver a aprender. Con esas ideas acabé el libro y también regresé de Florencia, con una pasión renovada por ese arte que, en principio, está tan lejos de mis intereses. Parece ser que, por mucho que yo haya querido escaparme y esquivar la disciplina, en el fondo sigo siendo un historiador del arte. 

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