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Diario de Ithaca 4 (Prefería no hacerlo)

[Emitido en Preferiría no hacerlo, programa literario de Aragón Radio. 
Escuchar el podcast (Mins. 46'30''-52')]


Los aviones me dan miedo. Lo confieso. Nunca he llegado acostumbrarme al vértigo del momento del despegue. En ese instante cierro los ojos, me arrepiento de mis pecados y dejo todo en manos de una fuerza mayor.

En el vuelo de regreso de Washington he rezado más que nunca. El avión ha tomado velocidad para despegar y, justo cuando iba a elevarse, el piloto ha decidido no hacerlo. Un fallo en el motor, ha dicho. Una suerte que lo hayamos detectado a tiempo. Mientras volvíamos a la terminal y esperábamos allí más de cinco horas he pensado en lo que eso significaba. Una suerte, sí. Después, al subir al avión y comprobar que era el mismo de antes, el miedo se ha apoderado de mí. Está todo arreglado, ha dicho por megafonía. O eso he podido entender en mi inglés defectuoso. El olor a gasolina es normal, no se preocupen.

He repasado toda mi vida mientras despegaba. Me quedan mil cosas por hacer, he pensado, pero no ha estado mal. He sido feliz. He vivido. Puedo morir tranquilo. Sólo espero que sea rápido. Y por un milisegundo –ese mismo milisegundo eterno en que me he convencido de que al final morir tampoco está tan mal– he deseado esa muerte instantánea. No me he acordado de nadie. No había más mundo que ese instante. Todo se ha frenado. Sólo había paz. Una paz interior que ahora intento volver a saborear.

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Al llegar a Ithaca, después de haber perdido varias conexiones y diez horas más tarde lo previsto, he sentido la necesidad de emborracharme. Joe y Maria me esperaban en el Chanticleer con un whisky y una cerveza sobre la barra. Abrazarlos y beberlo todo de un tirón ha sido como tocar tierra. Después me he dado cuenta de que en realidad estaba cansado. La noche ha sido extraña y aún hay cosas que no recuerdo del todo. He pensado que en realidad he muerto en el avión y todo lo que ha sucedido después ha sido una especie de segunda oportunidad.


Quizá todos morimos un poco cuando hacemos recuento de lo vivido. Y la vida que volvemos a vivir, la que emprendemos después de pensarnos en la muerte, es una nueva vida, un nuevo arranque. No sé. Quizá más que un presente continuo la vida sea una serie de infinitas paradas y arranques, de saltos incesantes hasta el gran salto final.

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El domingo por la mañana cae la primera nevada del otoño y yo me quedo hipnotizado mirando desde la ventana. Sé que voy a acabar odiando la nieve, pero no puedo evitar experimentar estos momentos como si fueran parte de una película. La ventana funciona como encuadre. Las hojas amarillentas de los árboles y la casa de madera del fondo forman la escena perfecta. En el interior también hay otra parte de la imagen. Allí estoy yo, con camisa de cuadros remangada y una gran taza de café en la mano. También eso es una imagen. El escritor nostálgico viendo nevar mientras bebe café. Me doy cuenta en ese momento de que soy espectador e imagen. Sujeto y objeto. Y eso, ese darse cuenta de formar parte de la imagen, también lo experimento como imagen. Y me quedo enredado en ese pensamiento toda la mañana.


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Noche de cervezas con Francisco y Sebastián. Hablamos en español. Literatura, fútbol y mujeres. Me siento como en casa. Bebo más de lo que puedo aguantar. Pierdo la voz. Llego tambaleándome. Vomito en la escalera. Escribo este último párrafo. Grabo este diario. Después, supongo, me tiraré sobre la cama.



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