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Road movie I

Lunes, 3 de agosto

Amaneces con dolor de cuello. Ayer se te quedó pillado y llevas dos días drogado con relajantes musculares. Hoy duele menos, pero duele. Es temprano. Cierras la puerta de tu apartamento y la nuca se te eriza. Pero ahora no es la tortícolis, sino un principio de nostalgia por lo que dejas atrás. Tantas y tantas cosas. No sabes si quieres irte. Diez meses fuera de casa. Afortunadamente R. viaja contigo. Y la distancia parece menor.

El autobús sale a las ocho. Directo. Murcia-Barajas. Llevas más maletas de la cuenta. Dicen que una por persona. Vosotros lleváis dos cada uno. Os miran mal. Sobre todo cuando el maletero se llena. Una por persona, repiten. Sí, sí, dices. Y acabas colocando las maletas casi como si fuera un Tetris y subiendo al autobús sin mirar a nadie.

No duermes en el viaje. El cuello no te deja. Llegáis a Barajas a mediodía y facturáis sin colas. Las maletas están en el peso justo. Todo va sobre ruedas. Al embarcar os cambian los asientos y ya no tendréis salida de emergencia para poder estirar las piernas. Os espera algo mejor: Clase Business. Cuando entras, miras a R. y no te lo crees. El sillón reclinable con masaje, menú especial, carta de vinos, trato de lujo. El vuelo a Nueva York se te hace corto y no te da tiempo a disfrutar de todas las comodidades. Incluso el dolor de cuello se te pasa. R. no para de hablar con el hombre del asiento de al lado. Cuando le pregunto que quién es, me enseña una fotografía dedicada. Es Felipe Rose, el indio de los Village People, uno de los dos únicos originales del grupo que quedan. Un señor tremendamente amable que no para de levantarse y firmar autógrafos y fotos encantado de la vida. 



Las cosas cambian después del aterrizaje. En inmigración la cola es liviana, pero te meten en el cuartito. La combinación de tu nombre y tu apellido es demasiado común. Varios narcos son Miguel o Hernández. No es la primera vez que te pasa. Al menos en esta ocasión han sido amables. Después, las maletas. Tardan en aparecer más de la cuenta y por un momento crees que os las han perdido.

Salís del aeropuerto, cogéis el air train y conseguís llegar –después de preguntar más de una vez– a la sucursal de Enterprise Car en la que habéis alquilado un coche. No te piden el carnet internacional de conducción y apenas tardas nada en hacer la gestión. La odisea verdadera comienza cuando tienes que salir del JFK y tu GPS –con su mapa de Estados Unidos recién instalado– no conecta con ningún satélite. Os ponéis a un lado de la carretera y hacéis tiempo para la conexión. Nada: “cero satélites”. Conectas el móvil: tampoco funciona el GPS en el punto en el que estáis.

Confías en la tecnología y, creyendo que el GPS se conectará en algún momento, decides continuar. Por mera intuición sigues las señales que te llevan a Manhattan. Ya se conectará, dices. Pero sigue en silencio. Y el coche se acerca cada vez más hacia la ciudad. A lo lejos ya se ve el Skyline. Es de noche y el Empire State está iluminado. Pero no le prestáis atención. R. sigue trasteando el GPS una y otra vez pero no hay manera de hacerlo funcionar. A ti se te seca la boca cuando cruzas un puente y ya te imaginas con el coche en medio de la 5ª Avenida.

Después de cruzar el puente, en un peaje, un policía os salva la vida. Os habéis metido en una zona prohibida y se acerca para solucionar la situación. Dice que le paguéis a él directamente el peaje y os pregunta que hacia dónde vais. Saca el móvil y os indica las carreteras que tenéis que tomar para llegar a Ithaca. En medio del nerviosismo, el ruido y el acento cerrado del policía sólo logras entender tres cosas: 95, Washington Bridge y 80. Arrancas el coche y es lo único que tienes en la cabeza. Sigues por la 95, sin salirte. Acabas junto al estadio de los Yankees, pero sigues. Cuando crees que te has perdido aparece la señal de Washington Bridge y la sigues. Enseguida las señales os llevan al Bronx. Dos opciones: Bronx o continuar en la otra dirección. De nuevo se te seca la boca. En última instancia continúas por la otra y ves por fin la señal de la carretera 80.

Poco a poco os alejáis de Nueva York y cruzáis hacia Nueva Jersey. Regresa la calma. Seguir la 80 hasta el final. Todo se relaja. Respiras. Tragas saliva. R. te da agua y comienzas a ser persona. Ha sido difícil. Pero lo habéis logrado. Ahora es de noche. Tenéis que llegar a East Stroudsburg, al motel de carretera que habéis reservado para pasar la noche. Está en el camino. Sólo hay que esperar a que aparezca la señal del pueblo y luego ya veréis cómo encontrar el sitio. Todo empieza a tranquilizarse. Los problemas regresan cuando comienza la tormenta y apenas puedes ver la carretera. De nuevo se te seca la boca cuando el limpiaparabrisas no da abasto y una cortina de agua te impide ver absolutamente nada. Son unos minutos, pero sientes que no dominas el coche ni la situación.

Deja de llover y encontráis la señal del pueblo. A lo lejos ves el neón del motel: Budget Inn. Es casi medianoche. Aparcas junto a la carretera y os dirigís al interior. Un señor extraño os atiende y os da la llave de la habitación. El pasillo largo y oscuro te recuerda a más de una película de terror. La habitación no está mal. Confortable. Podéis descansar. Ahora os reís y decís que ya tenéis algo que contar del viaje. Ahora, sí, cuando habéis llegado de milagro. Mañana queda la segunda parte de la road movie: llegar a Ithaca. Supuestamente es más fácil. Todo recto y luego cambiar a la 79. Os dormís enseguida. Lleváis casi 24 horas despiertos. 

Puto TomTom, dices antes de apagar la luz. Puta tecnología, añade R. Donde se ponga un mapa…



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