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Ahora empieza todo

Ithaca cambia de la noche a la mañana. El lugar tranquilo y aislado se convierte en una especie de locura estudiantil. El viernes, durante el Move-In Day, las casas y los colegios mayores se llenan de estudiantes y la universidad se convierte en un ir y venir continuo de padres, hijos y espíritu santo.

Tu casa también se llena. Cuando dijiste que habías alquilado el apartamento en Stewart Avenue alguien te comentó que esa era la calle de las fiestas. Party Street, dijeron. No importa, pensaste. Mejor. Además, soy español; fiestas a mí. Pero el caso es que tenían razón. Las fiestas están bien, pero no cuando suceden en el apartamento de arriba o en la casa de al lado –y no te invitan, claro–. Desde el viernes el aislamiento se ha convertido en una especie de jolgorio continuo. Creías que esas fiestas de las películas, tipo Desmadre a la americana, sólo suceden en las películas. Pero no. Suceden también frente a la ventana de tu dormitorio. Gritos, música y alcohol. Eso sí, a la una de la madrugada cierran el chiringuito. Pero hasta entonces…

También vosotros vais a una fiesta el sábado. Es la despedida de P., a quien conociste la otra vez que estuviste en Cornell, y que ahora se va de sabático. Su fiesta es más un encuentro de amigos. Aunque también hay alcohol y música, pero no gritos. Si acaso, suspiros. Encuentras allí a varios amigos de la otra vez y conoces a gente nueva. Tu inglés no da para mucho, pero la mayoría habla español y por eso te salvas. El momento curioso de la noche sucede cuando conoces a S. y le dices que eres de España. De Murcia, apostillas. “Mi mejor amiga es de Sangonera la Verde”, dice. No das crédito y tienes que buscar a R. para decírselo y echar unas risas. Habéis estado bromeando sobre eso todo el viaje.

En la casa hay de todo tipo de bebidas y sobre todo una gran ensaladera en la que P. ha hecho un ponche al que ha echado de todo. Pruebas el vino, la cerveza, el bourbon y te obcecas en caer una y otra vez en el ponche. Es peligroso, dicen. Una bomba. Pero no tú no cesas de recargar el vaso. Cuando llegáis a casa apenas das el habla –en ningún idioma– y caes a la cama rendido. La resaca del día siguiente es de las más grandes que has tenido. Cada vez que recuerdas el ponche te entran el sudor frío y se te encoge el estómago. La cabeza te explota como si tuvieras gente dentro. Silencio, por favor.

Temes lo peor cuando R. te dice “el vecino se ha comprado unos altavoces grandes. He visto la caja en la basura”. Mierda, piensas. Y tus temores se cumplen. El colega le da uso a los altavoces… a las cuatro de la tarde. Aquí no hay siesta. Vaya, vaya. La casa entera se mueve. Y no vale con que te pongas los auriculares. Vibra el estómago. Como también vibra la casa cada vez que se mueven y saltan, o lo que quiera que sea que estén haciendo. Parecen elefantes. O saltimbanquis. A cualquier hora. Hoy estás especialmente sensible, pero como este jaleo vaya para largo intuyes que vas a pasar bastante tiempo en la Society. Allí sí que trabajas tranquilo. Lo mismo acabas llevándote una cama o improvisas algo sobre la moqueta. Acabarás haciéndote amigo del fantasma de A. D. White.

El lunes también hacen fiesta. O pseudo fiesta. Contratacas poniendo a Astrud y a Ojete Calor. A ver si las letras los asustan. Pero rápidamente te das cuenta de que lo tienes todo perdido. Tu única solución es comparte unos altavoces grandes y darte al reguetón. Ya verás lo que haces.

Mañana te quedas solo. R. regresa a España y tú ya la echas de menos. Ha sido un mes especial. Una especie de pseudovacaciones antes de comenzar el verdadero trabajo. Hoy habéis dado el último paseo por el Downtown. Al volver a casa se te ha ocurrido la feliz idea de pasar a retocarte la barba en una “Barber Shop” americana. Qué típica, has pensado, como las de las películas, vamos a entrar. Pero lo que ha pasado en el interior ha tenido menos gracia. Por mucho que has dicho que sólo querías un pequeño recorte –las puntas–, el barbero –o lo que fuera eso que estaba allí de pie plantado– ha sacado la máquina y no ha atendido ya ninguna súplica. Al ver que nada tenía remedio, has cerrado los ojos. Sólo al llegar a casa has tenido el coraje de mirarte al espejo y comprobar que se había llevado por delante siete meses de barba. Afortunadamente eso crece. Tienes tiempo por delante. Un año, casi. De hecho, ahora empieza todo.




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