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El límite inferior

[Publicado en La Opinión]

De un tiempo a esta parte, un gran número de novelistas se han acercado a la complicada realidad socioeconómica por la que está pasando este país. Bajo la etiqueta –peligrosa– de “literatura de la crisis”, autores como Pablo Gutiérrez, Lara Moreno, Recaredo Veredas, Elvira Navarro o Bruno Galindo –por nombrar sólo unos pocos de una larga nómina– han mirado cara a cara al presente para dar cuenta de la situación precaria, inestable y demoledora que, tristemente, se ha convertido ya en el fondo de contraste del mundo que vivimos. La sensación de fin de una época, el derrumbe de todas las certidumbres sobre lo que significa vivir en un país civilizado, la demolición del mundo soñado del pasado… se han convertido en temas centrales y lugares ineludibles que cualquier literatura comprometida no puede dejar de transitar.

Dentro de esa literatura que vuelve su mirada a lo social, se suele privilegiar la visión del presente sin futuro, el panorama ruinoso tras la desolación, la pérdida de esperanza o la desolación por todo lo desvanecido, pero no siempre –o muy pocas veces– se mira hacia los orígenes del desmoronamiento. El límite inferior, la segunda novela de Nere Basabe (Bilbao, 1978), pone el foco en ese momento del pasado –del pasado reciente– en el que todo lo que era sólido comenzó a desvanecerse en el aire –quizá porque era mucho menos sólido de lo que creíamos–. Basabe sitúa su narración unos años atrás –quizá menos de una década–, en un periodo y un contexto en el que comienza a producirse el inicio del desencanto. No son los años de la bonanza económica o el pelotazo absoluto, ni los del derrumbe total, sino los del quiasmo, el instante intermedio entre el sueño y el despertar.

En la contraportada del libro se hace evidente la referencia a Rafael Chirbes, sin duda el escritor que mejor ha sabido cartografiar la España contemporánea. Y es cierto; uno no puede evitar pensar en Chirbes mientras lee El límite inferior. Una novela que se encuentra entre Crematorio y En la orilla, entre dos momentos –el de la ilusión y el de la catástrofe–, y que muestra de modo magistral la transición hacia el desastre cuando las cosas aún no se han descompuesto del todo.


El paisaje de fondo, el lodazal, la sensación de derrumbe no sólo se produce en el ámbito económico. La corrupción, la crisis, la sensación de fin de todo, de pérdida de sentido, de resquebrajamiento inminente aparece como condición última de los personajes que pueblan este libro. En La Solana, el pueblo levantino en el que se desarrolla la narración, los sujetos, atrapados ahí casi por una especie de condena, van mostrando sus contradicciones y revelándose como individuos complejos cargados de historia. Brigitte, Valeria, Víctor o Breogán, cuyas vidas se tocan en momentos particulares de la trama, son figuras profundas, llenas de recovecos que van emergiendo poco a poco. Y todos son culpables de algo; de un pasado, de un presente, o incluso de un futuro al que se resisten a entrar. No hay héroes; y la sensación con la que acabamos la lectura es desoladora. Los personajes se hacen trizas. Algunos resisten, aunque oculten sus heridas; otros no pueden evitar ser lo que son. Lo que muestra la novela es que en fondo es de ahí de donde venimos, de ese estado de cosas, de esa incertidumbre, de esa pérdida de sentido. Esa es la verdadera crisis, el origen de todo lo demás.


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