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Presente continuo (6-12 diciembre)

[Diario personal publicado semanalmente en el periódico La Opinión]

VIERNES 6
La política como religión
Sales temprano a correr. Hace casi dos semanas que el resfriado no te lo ha permitido. Pero el cuerpo lo necesita. Como una droga. Aunque esta mañana no aguantas demasiado y regresas a casa agotado antes de tiempo.

Miras Internet, y la muerte de Mandela lo eclipsa todo. Es una noticia fundamental. Mandela es un signo de esperanza. Su vida –su lucha– es el ejemplo palpable de que las cosas pueden ser cambiadas. Sin embargo, no te gusta la banalización a la que los medios someten su figura. Rápidamente, se convierte en icono. Ya todos dicen “Madiba”, como si lo conocieran de toda la vida. Y sobre todo todos alaban el personaje por encima de ideologías. Y eso es lo más perverso. Ver a líderes mundiales hablando de un hombre bueno más allá de la política. Pero lo que hizo Mandela fue política. E ideología en estado puro. Mandela fue un revolucionario de izquierdas. Y eso hay que tenerlo claro. Eso fue precisamente lo que le llevó a romper con lo establecido. Si fuera por la ideología de muchos de los que hablan en los telediarios y después acudirán al funeral, las cosas en Sudáfrica –y en el mundo– seguirían igual. Por eso no te gusta que desideologicen a Mandela y lo transformen en una especie de santo. Por eso no te gusta que conviertan la política en religión o en mito. No. La política es una lucha humana. El mito es otra cosa.

Es curioso que se hable de Mandela como el hombre que cambió las cosas precisamente en el día en que celebramos algo que parece que no puede ser cambiado: la Constitución. Por supuesto, la constitución sudafricana no tenía nada que ver con la española. Pero aún así, siempre se pueden cambiar cosas. No es un texto sagrado. A pesar de que cuando hablamos de la Constitución a veces casi parezca que nos estamos refiriendo a algo escrito al dictado directo de alguna instancia sobrenatural. Al final, Carl Schmitt tenía razón, la política es una especie de teología moderna. Y los textos fundacionales acaban convirtiéndose en objetos cuasi-divinos, emancipados de las manos humanas –y contingentes– que los escribieron.      
  
SÁBADO 7
Reencuentro
Boda de E. en Cieza. Es un día feliz. Él está pletórico, como no podía ser de otro modo. Al final de la misa, se sube al estrado y habla mejor que el propio sacerdote. Siempre fue bueno con los discursos. Envidias su locuacidad.

La boda es la excusa para el reencuentro. En la mesa, coincidís antiguos compañeros de la universidad privada en la que trabajaste. Fueron muy buenos tiempos aquellos. Conociste allí a grandes amigos y grandes profesionales. Ahora, después de algunos momentos malos, cada uno está en un lugar. Poco a poco todos han vuelto a encontrar su sitio. Y es curioso que, cuando os juntáis, sólo recordáis los buenos momentos. Las tertulias, las comidas, las lecturas, las risas… la amistad. Porque allí se forjó una comunidad de amigos. Allí surgió la amistad. Y la de verdad, la sincera, no hay fuerza humana que pueda derribarla.

DOMINGO 8
Sin culpa
Te levantas temprano para correr e intentar bajar la comida de la boda. Al volver, comienzas a preparar la charla sobre Xu Bing que tienes en Pekín el próximo sábado. Te acaban de decir que no serán más de veinte minutos y tienes que recortar más de la mitad de lo que tienes escrito. Toda la argumentación se va a quedar en una caricatura. Y además, en inglés. Y con público chino. Ya empiezas a ponerte nervioso y a pensar que esta vez tenías que haber dicho que no. Vas a hipotecar una semana de tu vida en esto.

Por la tarde, mientras piensas en cómo recortar tu intervención para que cuadre en veinte minutos, consigues ver por fin The Act of Killing. Te la habían recomendado mil veces. Y lo que ves te deja sin palabras. Un documental sobre las matanzas de comunistas en Indonesia en el que los asesinos intentan rememorar sus crímenes rodando una película. Hablan ante la cámara de sus asesinatos sin complejo de culpa. Para ellos matar era necesario. Había que hacerlo en aquel momento. Y había que hacerlo con estilo, como si fuera una película de gánsteres. La violencia de la pantalla, dicen, configuró sus estética del crimen. El cine influyó en su modo de matar. Es la obscenidad más absoluta. El asesinato más allá de la ética. Es la violencia sin redención posible. Te deja tocado. Y con muchas ganas de escribir.

MARTES 10
A última hora
Te levantas cansado y preparas el viaje a China. Has visto la temperatura –ocho bajo cero– y se te ponen los pelos de punta. Así que sales a comprar algo de ropa. Es algo que te encanta. Ahora. Antes ir de compras era una tortura. Nada te venía y tenías que gastarte un dineral en ropa de tallas especiales. Ropa horrible para gordos. Ahora ya hay otros sitios y otra ropa, pero recuerdas que tu adolescencia estuvo llena de camisas anchas a lo Jesús Gil, chaquetas de abuelo y pantalones de pinzas. Afortunadamente, las cosas han cambiado.

Entre las compras y las gestiones se te va el día. Por la tarde, planchas, haces la maleta y revisas todo lo que te falta. Como siempre, te das cuenta a última hora de que te quedan cosas por hacer. Y te vas a la cama demasiado tarde.

MIÉRCOLES 11
Paraíso
Hoy hace nueve años que te casaste. Y lo pasas volando hacia Pekín. Apenas puedes darle un beso a R. y desearle feliz aniversario. Y decirle que casarte con ella es lo mejor que te ha pasado. Y que cada día estás más convencido de eso. A pesar de todo. A pesar de ser como eres. O quizá sea por eso. Porque ella te entiende. Porque es, de hecho, la única que lo hace. El matrimonio es un pacto, un contrato entre dos. R. y tú lo tenéis claro. Eso es lo importante. Lo único importante. Y el amor, claro. Sin eso no hay nada.

Tienes tiempo de pensar todo esto durante el viaje. Quince horas que pasan mejor de lo que esperas. Aprovechas para preparar el Power Point de tu intervención. Y también para leer. En el vuelvo a Amsterdam disfrutas con El verbo se hizo carne, el libro de Rubén Castillo que presentas la próxima semana. Vas todo el viaje con una sonrisa perversa y en ocasiones incluso sientes una pequeña presión en el pantalón.

En el vuelo a Pekín te toca salida de emergencia. Y eso lo cambia todo. Hace cinco años sufriste este trayecto. No cabías en el asiento —quizá también porque pesabas treinta kilos más— y el viaje se te hizo eterno. Esta vez es distinto. Comienzas la última novela de Pérez Reverte y casi la acabas del tirón. El tema te interesa. Es cierto que está llena de tópicos y clichés. Pero aún así casi te la bebes. Es innegable su manejo del lenguaje. Aunque la protagonista hable exactamente como el escritor y uno no consiga quitarse de la cabeza al personaje público. Pero lo disfrutas. Como también disfrutas
la comida.

Siempre te ha gustado el menú de los aviones. Sabes que eso es extraño; todo el mundo que conoces lo odia. Sin embargo a ti siempre te ha parecido una especie de regalo sabroso. Todo lo que comes en un avión te sabe mejor. Quizá es porque eres consciente de la sensación de excepcionalidad. De lo que significa comer mientras vuelas. También te gusta la comida del tren. E incluso si dieran algo en el autobús seguramente también sería de tu agrado. Te gusta todo. Pero sobre todo lo inesperado. Y probablemente sea porque en el fondo todo te recuerda a los bocadillos de viaje. Esos que te hacía tu madre. Bocadillos de Nocilla. O de lo que fuera. Todo estaba bueno. Sobre todo las galletas Príncipe, que nunca sabían tan bien como en el autobús o en la habitación del hotel.

El caso es que disfrutas comiendo mientras viajas. Es todo un ritual. Te atrae el sentido de comunidad inesperada en el que todo se transforma. Todo el pasaje del avión, al mismo tiempo, en la misma tarea. Es la infancia, el comedor del colegio, la provisión del Maná no solicitado. Es un cierto retorno al paraíso. 

JUEVES 12
China
A pesar de todo, llegas a Pekín cansado. En el aeropuerto te recibe S.-Y., que ha organizado el congreso al que has sido invitado. Te lleva al hotel y te espera para la comida. Vais a un restaurante coreano. Si no te lo hubiera dicho probablemente no te habrías dado cuenta. No encuentras los matices, pero él dice que son cocinas muy distintas.

Durante la comida, después de hacerle una foto a los platos de la mesa y decir “esto va para Facebook”, S.-Y. te mira extrañado y te aclara: “aquí no lo tenemos permitido.” Y sólo entonces te das cuenta de dónde estás.

Cuando llegas al hotel compruebas que no puedes entrar a Facebook, ni a Twitter, ni a tu blog, ni a las páginas en las que se cuestiona al gobierno. Por primera vez sientes lo que es la privación de la libertad de expresión. En España uno se queja de todo, pero al menos se puede quejar. Aquí, literalmente, faltan los espacios y las maneras para poder hacerlo. Tienes que pensar con detenimiento sobre esto. La semana que viene, más.

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