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Tiempo ritual

Miro el archivo de mi ordenador para ver qué he escrito otros años en Semana Santa y me sorprendo al encontrar que todos los años, de modo consciente o inconsciente, escribo más o menos lo mismo en la columna del periódico: que la Semana Santa, como la liturgia, como las fiestas del calendario, forman parte de un tiempo diferente al tiempo cronológico. Un tiempo cíclico, que se repite cada año, y que introduce modelos de experiencia temporal que nos comunican directamente con el pasado a través de su repetición ritual. Quizá también por eso, cada año, por estas fechas, mi escritura repite sistemáticamente lo ya escrito. Y esa repetición me sirve para sentir que, por mucho que cambien las cosas, cada cierto tiempo todo vuelve a su sitio, aunque sea por unos momentos.

Son pequeñas certidumbres que nos hacen mantener la cordura en un tiempo en el que todo fluye. Quizá ése sea el verdadero sentido del ritual, imponer marcadores temporales que sirvan de anclaje para los individuos, lugares a los que agarrarse cuando todo se viene abajo. Frente a la repetición de la rutina y el déjà vu del tiempo maquinizado de la cadena de montaje que anula tanto el presente como la experiencia del pasado, el tiempo ritual introduce una brecha de experiencia significativa en el mundo. Confieso que no me gustan las procesiones, pero entiendo que cada año los cofrades, los nazarenos y todos los devotos vivan estas fechas con emoción. Y es que son días de retorno del Paraíso –por mucho que lo que parezca retornar sea la Pasión–, de la ilusión del contacto con lo sagrado, pero también de un tiempo eterno que suspende la tiranía de la cotidianidad y dota a nuestros actos de una profundidad de sentido que, al menos momentáneamente, llega a paliar la pobreza de experiencia del presente.

[Publicado en La Razón, 6/4/12]

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