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Los peligros de lo cool

En sus trabajos sobre la modernidad, Walter Benjamin escribía acerca de la potencia crítica de lo pasado de moda y las energías revolucionarias contenidas lo anticuado. Frente al ritmo de sustitución de la mercancía, lo obsoleto –el objeto sin el brillo de la seducción– revelaba la verdadera cara del capitalismo, la promesa incumplida de felicidad. Hoy, más de setenta años después, esa fascinación por lo anticuado como herramienta crítica a al progreso sigue estando presente. Sin embargo, en la era del capitalismo avanzado, el mercado ha integrado lo pasado de moda como una moda más, y lo obsoleto ya no es expulsado para siempre del tiempo, sino que regresa ahora bajo la forma de «lo retro», cargado de la nostalgia de un tiempo perdido, pero situado en la punta de lanza de una industria que capitaliza las emociones y las reconvierte en energía necesaria para que el sistema funcione.

Como señala Thomas Frank en La conquista de lo cool, lo anticuado se transforma en lo más moderno. Lo retro es lo más hip. Una modernidad que se presenta como resistencia a la mercantilización de la experiencia, pero que al final no es sino una estrategia de distinción en el sentido observado por Pierre Bourdieu. Un deseo de diferencia, una cuestión de clase. De este modo, lo retro renueva el brillo de la mercancía. Un brillo ahora satinado, apagado, cercano, cuya ilusión ya no está en el deslumbramiento sino en su ocaso, en la posibilidad de abrazarlo, nostálgicamente, como una mascota abandonada. Es la institucionalización de lo alternativo, que ya no es alternativo a nada, sino que es una forma alternativa de lo mismo. Es decir, por hablar en otros términos, que lo indie acaba convirtiéndose en "mainstream aburguesado."

Esta es una de las maneras en la que la contracultura, según la visión de Frank, se transforma en una parte perversa del capitalismo contra el que pretende luchar.

Esta semana, curiosamente, la portada de Time está dedicada a «The Protester», que para esta revista ha sido sin duda el personaje del año. Los indignados, los anónimos, los revolucionarios de Tahrir, de Wall Street… han sido, desde luego, los protagonistas del año. Han conseguido reactivar la conciencia política y nos han hecho pensar en la posibilidad de alternativas y modos de resistencia ante los poderes establecidos. De eso no hay duda. Pero la manera en la que aparecen en la revista es un síntoma de que, el cierta manera, ese sistema contra el que pretenden luchar ya ha ideado la estrategia perfecta de asimilación de la protesta: la moda.

La imagen de portada muestra al «protester» con el rostro cubierto con un pañuelo como si fuera un tuareg o un bandolero, con la mirada penetrante, desafiante y seductora. Es la iconografía romántica de la resistencia, la misma bajo la que, en otro momento, se presentó también al terrorista –ahora ya completamente desublimado y nada fashion–. Pero hoy el terrorismo ya no es cool. Lo que realmente vende es la revolución. Y hay allí todo un imaginario que capitalizar. El capitalismo ya no es una exterioridad, una fuerza antagónica a la que oponerse, sino que se ha inoculado en nuestro organismo como un virus mutante del que es prácticamente imposible desprenderse. El éxito de un movimiento como el 15-M dependerá, por tanto, no sólo de la lucha contra un afuera, sino también de la resistencia a aquello que lo constituye en su interior. Convertirse en algo cool y fashion es un peligro que acecha por todos los rincones. Tomar distancia, no creérselo, e idear estrategias de ruptura –o de aprovechamiento consciente– de esta asimilación por parte del sistema es uno de los retos de las revoluciones contemporáneas, casi tan difícil o más como el de intentar plantar cara. La resistencia, por tanto, ya no será una oposición para intentar derribar algo, sino un intento de proponer una diferencia inasimilable, o algo que al final acabe atragantándose.

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