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JLB. El explorador y la luz

Hace ya más de una semana que perdimos a José Luis Brea y aún no he podido escribir nada en condiciones sobre él. Siento, más que nunca, que me faltan las palabras. Es algo que me ha ocurrido en muy pocas ocasiones. Pase lo que pase, siempre, al final, encuentro algo que decir. Pero en este caso me resulta muy difícil poder escribir algo con sentido. Y creo que eso le ha ocurrido también a otros muchos. Es curioso que casi todos los blogs y páginas que se han hecho eco de la pérdida, tras anunciar la noticia, ceden la palabra a Brea y adjuntan un texto suyo. Para hablar de su ausencia ha sido necesario afirmar su presencia. La presencia de su pensamiento y la intensidad de sus escritos. ‘Los últimos días’, ‘La escritura póstuma del nombre propio’, o el bello y lúcido ‘Mineralidad absoluta’ han dicho todo lo que había que decir mejor que cualquiera de nosotros.

Aun así, sabiendo que no es posible decir nada, creo que en este no(ha)lugar hacen falta ahora unas palabras sobre Brea. Lo que ocurre es que no puedo hilar el discurso. Que me pongo a escribir y me vienen al mismo tiempo recuerdos, ideas y sensaciones, y quisiera decir mil cosas. Y me cuesta trabajo ordenarlas. Y no veo otra manera de escribirlas que hacerlo tal y como vienen, de modo desordenado, una detrás de otra. Pero las escribiré. No dejaré de nuevo que se me escape la palabra. Porque los lectores de este blog tienen derecho a saber que José Luis Brea ha sido uno de los más grandes. Y que tras su muerte todos nos hemos quedado un poco huérfanos. Yo, al menos, esta semana ya he comenzado a percibir esa orfandad intelectual.

Brea era un explorador. Él iba el primero, con la linterna, explorando territorios intelectuales. Y después, lejos, muy lejos, algunos le seguían, muchos se perdían, y otros ni siquiera se enteraban de que había tierra allá donde José Luis buscaba. Como he leído en algún blog, se movía tan rápido que era muy difícil darle alcance. Llegar al lugar en el que Brea estaba era como conseguir el goce para un lacaniano, una tarea imposible, porque cuando uno llegaba allí, el objeto de deseo se había trasladado hacia otro lugar.

Brea apostó por un tipo de arte intelectual, conceptual, profundo y «no banal», un paradigma de arte sincero, no espectacular, un arte sutil y casi imperceptible. Pero un arte que él consideraba verdadero. Creo que es la persona con mejor gusto artístico que jamás he conocido. Era elegante y refinado, equilibrado, sobrio y austero.

Como ha recordado Fernando Castro, a Brea casi no se le oía. A mí me dolía la oreja cuando lo llamaba por teléfono porque hablaba tan flojito que me tenía que apretar el auricular del móvil al oído para poder escucharlo. En ese tono dulce y casi imperceptible te podía derribar un paradigma intelectual sin inmutarse.

José Luis era de los pocos que siguió creyendo en la universidad. Trabajó como ninguno buscando la excelencia universitaria, el futuro de esa institución denostada y la necesidad de que se situase como el lugar de producción del conocimiento. Frente a los museos y otras instituciones, él creyó que la universidad era el espacio del saber, el lugar de la libertad y la esperanza para el conocimiento. Quizá esa faceta fue la más invisible. Pero fue una de las más fructíferas. Pensó la educación como nadie, y trabajó en proyectos de todo tipo para mejorar el sistema educativo y promover la investigación en el ámbito de las humanidades. Los caminos que dejó indicados en ese campo deberían algún día ser recorridos.

Los libros de Brea marcan, poco a poco, la gestación de un pensamiento particular y de un posicionamiento claro y definido. Se podía estar o no de acuerdo con sus argumentos, pero era clara la postura que defendía. Ha sido uno de los pocos para los que la crítica y la escritura es un lugar, una posición, una postura. Una postura en ocasiones incómoda.

La escritura de Brea se producía siempre en el fuera de campo. La manera de analizar los conceptos, a través de un vocabulario enrevesado, complejo y a veces muy difícil de seguir hacía que muchos dijeran que era imposible entenderlo –aunque al final, con esfuerzo, era de una claridad meridiana–. Y sin embargo siempre daba en la clave. Y no se cortaba para apuntar directamente a los lugares que había que apuntar. Brea nunca se escondió. En ninguno de los sentidos. Frente a una pantalla, a un teclado, pero también frente a un micrófono, era implacable (aunque muchas veces su tono no delatase la profundidad de sus argumentos).

De entre todos sus libros me quedo con dos, Un ruido secreto y Las tres eras de la imagen. En el primero, publicado en Murcia por Mestizo a mediados de los noventa, se encuentran, a mi juicio, algunos de los textos más intensos, bellos e inspiradores que jamás se han escrito sobre arte contemporáneo. Allí están«Los últimos días», pero también está «El inconsciente óptico y el segundo obturador», o «Por un arte no banal», además de un bellísimo e inolvidable texto sobre Glenn Gould, «El espíritu de la música». Las tres eras de la imagen es su último manifiesto sobre el tema que tanto le obsesionó, la imagen. Escrito con una prosa envidiable y una pasión literaria difícil de lograr en un ensayo, el libro articula una de las tesis centrales de Brea (la de la existencia de tres registros básicos de la imagen que surgen de modo diacrónico pero que se pueden articular de manera sincrónica y entrecruzada) y sienta las bases para el estudio del fenómeno visual más allá del arte. Un texto magistral que sigue a la espera de la acogida que merece.

Creo, sinceramente, que a Brea en este país no se le ha reconocido como debiese. Ha sido uno de los más grandes. Una figura central a quien se le debe mucho. En Latinoamérica comprobé como sus textos eran considerados fundacionales. Y la gente se cuadraba y hacía reverencias cuando escuchaba su nombre, que era citado al mismo nivel que otros grandes como Jean Baudrillard o Rosalind Krauss. Allí encontré más querencia a la producción en español que en nuestro país, donde alguien que se llame José Luis correrá siempre el riesgo de ser tomado menos en serio que alguien llamado Giorgio, Jacques o Gilles.

Brea fue el presidente del tribunal de mi tesis doctoral. Recuerdo aquel día con especial cariño. Por supuesto, porque leía la tesis y me quitaba un peso de encima. Pero también porque fue intenso y divertido. Especialmente para recordar fue la larguísima intervención de Fernando Castro, que, con su sagacidad e ironía habitual, desmontaba la tesis página por página, argumento por argumento. Y luego la defensa enardecida de Brea. Fue un debate intelectual sobre la relación entre la estética y los estudios visuales. En un día caluroso de julio, Fernando defendía que aquello era estética, y José Luis, vestido por supuesto con jersey de cuello alto, sostenía que estábamos en medio de un nuevo paradigma, el de los estudios visuales. Al final no se sacó nada en claro, salvo que mi inglés (como demostré en la intervención para el Doctorado Europeo) era terrible. Pero yo me sentí muy feliz por formar parte de todo aquello.

El intento de exploración de los estudios visuales y el análisis cultural fue quizá la única aventura intelectual en la que lo seguí. Llegué ya tarde a sus otros intereses, aunque, a posteriori, y revisitados, los sigo considerando centrales. Para el CENDEAC fue un pilar básico. El impulso que dimos desde ahí (y que ojalá se siga produciendo) a los estudios visuales fue, en gran medida, gracias a él. Los cursos y encuentros en ARCO y especialmente la revista Estudios visuales, que no es sino una versión 2.0. de la célebre Acción paralela, fueron las herramientas básicas de este empujón. Y de ellos, por supuesto, José Luis era el centro pensante. Era quien guiaba las reflexiones, quien indicaba el camino que había seguir. No me pesa decirlo, me encantaba seguir sus pasos. Fue lo más parecido a un maestro, aunque fuese un maestro en la distancia. Una figura a imitar.

Realmente yo conocí a José Luis no hace tanto, creo que en 2001, en curso que organizaba con Pedro A. Cruz en la Fundación Cajamurcia. Yo estaba entonces haciendo mi tesis sobre el minimalismo, y sus investigaciones sobre el neobarroco eran esenciales para mí. Nuevas estrategias alegóricas, el libro que había publicado como resultado de sus conferencias en el Instituto de estética, había marcado mi manera de entender el arte contemporáneo. Era una visión que nada tenía que ver con lo que había leído anteriormente. Benjamin, Derrida... una capacidad de análisis profunda, y una prosa envidiable. Recuerdo (a veces recuerda uno lo más banal) el primer encuentro que tuvimos, en el taxi que nos llevaba a la sala de conferencias. Allí le mostré mi admiración y le dije que había leído su libro y que su concepto del neobarroco me resultaba básico. Él me dio ánimo para seguir trabajando. E inmediatamente, al pasar al lado de El Corte Inglés, saltó de Derrida y el parergon a lo más banal y me dijo que aquel Corte Inglés le encantaba porque se había comprado ahí unas zapatillas comodísimas que le conjuntaban con el traje. Fue la primera vez que fui consciente de que los grandes popes del pensamiento hacen otras cosas aparte de escribir. Yo tenía 24 años y Brea era mi Dios.Y allí descubrí que llevaba zapatillas y, no sólo eso, sino que dedicaba tiempo a pensar si eran cómodas o no. En cierta manera, allí descubrí su extrema y sincera humanidad. Esa humanidad que lo ha acompañado hasta el final y por la que, poco a poco, fui tomándole un cariño especial. Creo que fue en ese momento cuando aparte de al maestro, descubrí al amigo. A ese que echaré de menos, a ese que, sin embargo, ya no será posible olvidar.

Comentarios

  1. Siempre fue un placer...tomar un vino o hacer una exposición, siempre fue un placer su compañia.

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  2. querido amigo, magnífica tu evocación de José Luis Brea. Estoy seguro de que estaría muy orgulloso, si existe algo más allá del final, de saber que tiene alguien tan inteligente que le consideraba su "maestro". Das clases y sabes el deseo que siempre se tiene de encontrar al otro o a los otros. Brea era un tipo que buscaba la amistad, de una forma singular por su timidez, pero como he podido comprobar tras su fallecimiento los que le conocieron le admiraban y le querían. A mi también me costó un dolor enorme escribir algo sobre él pero lo hice, entre otras cosas, porque temía casi nadie escribiera algo. Ahora me doy cuenta de que había más gente en ese camino. De verdad, Miguel Angel, gracias por tus palabras, como siempre llenas de lucidez y de profundo cariño.
    fernando castro flórez.

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