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Condolencia

En ocasiones vemos las noticias y las desgracias no nos afectan demasiado. Otras veces lo que vemos nos convulsiona y nos deja prácticamente noqueados. Esto es lo que nos ha ocurrido a todos con el triste accidente aéreo del pasado miércoles. Uno se pregunta entonces por qué algunas tragedias nos llegan más que otras, por qué hay desgracias que nos encogen el estómago y otras que nos dejan indiferentes. La respuesta está sin duda en el grado de cercanía y posibilidad de la catástrofe, esa idea de que el desastre nos puede suceder a nosotros en cualquier momento, algo que nos hace enseguida ponernos en el lugar del otro.

Y ese re-conocimiento, ese saber que el otro es un yo-posible, es precisamente lo que nos permite acompañar el sufrimiento y sentir plenamente “compasión”, es decir, padecer-con, doler-con, estar cerca del otro en la desolación. Esto, que parece natural cuando la tragedia irrumpe en nuestro mundo de posibilidades, resulta mucho más difícil cuando el otro no ocupa el papel de prójimo y es apenas una cifra, un dato o una imagen.

Cuando el otro se aleja, nos volvemos indiferentes. Las víctimas parecen contar menos cuando no se hallan en nuestro ámbito compartido de experiencia. Evidentemente “a cada cual le duele lo suyo”, y esto no podemos cambiarlo. Pero sí que deberíamos comenzar a preguntarnos qué es exactamente “lo nuestro”. Y si acabamos deduciendo que lo nuestro es la humanidad, entonces el otro no sólo será el que más cerca esté de nosotros, sino también aquel con quien nada tenemos en común.


[Publicado en La Razón, 22-08-08]

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