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La coartada del diablo

Hace algunos años que sigo con interés la literatura de Manuel Moyano (Córdoba, 1963), murciano de adopción que, poco a poco, a través de unos libros de relatos sólidos y muy bien resueltos, se está haciendo en un lugar en el mundo de las letras nacionales. Ejemplos de esto son El amigo de Kafka (Pre-Textos) o El oro celeste (Xordica). La semana pasada acabé la lectura de su primera novela, La coartada del diablo (Palencia, Menoscuarto, 2007), obra ganadora del premio Tristana de Novela Fantástica. La recomiendo vivavemente. Pero advierto: causa ansiedad.

Desde sus inicios, la escritura de Moyano se ha caracterizado por bordear con una soltura y diligencia extremas lo fantástico. Y escribo ‘bordear’ porque lo fantástico, aquello que escapa a la razón –y a lo visible–, no aparece como un mundo aislado, diferente del nuestro, sino como algo que nos rodea y que no se presenta de modo explícito, sino que siempre parece estar agazapado en la realidad, velado, acechando en lo inesperado. La coartada del diablo supone quizá la culminación de esta suerte de literatura de “lo enrarecido”. En esta ocasión, un hombre llega a un pueblo para olvidar la muerte de su esposa. Sin embargo, lo que, en principio, parecía ser un pueblo tranquilo cualquiera, comienza poco a poco a mostrarse como un mundo asombroso y siniestro en el que la extrañeza es la moneda común. Un mundo irrespirable en el que, por desgaste y acumulación, algo está a punto de suceder. O está sucediendo ya.

La novela está planteada de forma epistolar. Una serie de cartas que el protagonista va enviando a su primo y en las que describe lo que tiene lugar en el pueblo. El uso de la epístola ­­­–a diferencia de lo que ocurre en otras obras, en las que resulta un recurso facilón– aquí está justificado y se convierte en un elemento clave para la acción. Además es esencial para el ritmo del texto. Elimina de un plumazo el problema de las elipsis. Y cuenta lo sustancial para la historia. Una historia en la que nada falta: todos los personajes son presentados. Todo queda planteado. Todo descrito. Todo resuelto a la perfección. En menos de 140 páginas, Moyano expone y resuelve una situación para la que otros habrían necesitado mucho más y, probablemente, no habrían contado ni la mitad. Es curioso, pero, aun sin introducir ninguna novedad sustancial en el género, ni en la escritura –no se trata de inventar nada–, el buen hacer del narrador hace que todos los elementos, ninguno nuevo o especialmente arriesgado, confluyan en la creación de un obra que, sin duda alguna, deberíamos calificar de “redonda”. No extraña, pues, que un jurado compuesto por reputados especialistas en literatura fantástica le concediera el premio Tristana.

Una de las cosas que llaman la atención de este ‘savoir faire’ del autor es el uso refinado y estilizado, casi retorizante, del lenguaje. Un lenguaje impostado que sube el nivel de la narración y que, sin embargo, no resulta en modo alguno pedante, sino que, más bien, recuerda el papel del contador de historias cuyo tono es imprescindible para que la historia tome sentido. En este libro, el tono culto y el lenguaje trabajado de las cartas que el protagonista envía a su primo es tal que, en un momento, al final de la novela, el protagonista tiene que pedir perdón por bajar de registro y perder el estilo por unos instantes. Moyano es consciente de la fuerza de las palabras y las expresiones. De las cultas y también de las populares. Un ejemplo excepcional es la denominación de una raza de enanos deformes que viven en las montañas: los bubos. He de confesar que esbocé una especie de sonrisa incómoda cuando lo leí por primera vez. Esa misma sonrisa que uno tiene mientras lee la novela, y que no es otra que la mueca perturbadora del enrarecimiento.

[Publicado en El faro de las letras, Murcia, 22 de junio de 2007]

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