Pasiones de lo Real

[Introducción al libro La so(m)bra de lo Real: el arte como vomitorio. Valencia, Alfons el Magnànim, 2006, pp. 9-23]


En 1995, Lars von Trier y Thomas Vinterberg formulaban una suerte de Voto de Castidad respecto al cine espectáculo con el manifiesto Dogma95, un decálogo cuya la idea rectora era: “Para Dogma95 el cine no es ilusión” (1). A la manera de una vuelta de tuerca a la Nouvelle vague francesa, el manifiesto establecía una serie de reglas indiscutibles: escenarios naturales, sonido real, cámara en mano o al hombro (“la película no sucederá donde esté la cámara; el rodaje tendrá que realizarse donde suceda la película”), colores reales, sin filtros o retoques de cualquier tipo, nada de efectos especiales, ni de alteraciones espacio-temporales (“la película ocurre aquí y ahora”), nada de cine de género, formato de 35 mm y eliminación del director de los títulos de crédito. Con este manifiesto, Trier y Vinterberg deseaban una “vuelta a la realidad” que sacara al cine de las convenciones a las que había llegado el oficio: “queremos la verdad, queremos fascinación y sensaciones puras e infantiles, como las que uno experimenta en cualquier arte verdadero”(2).

Los idiotas (1998), el film de von Trier, es quizá el paradigma del cine-dogma y de este regreso a la realidad. Un regreso que es llevado algo más adelante, hacia un intento de volver a la dimensión Real del sujeto. Si el planteamiento y la realización de la película establece una salida del arte para llegar a la realidad, a la percepción real de las cosas, sin mediaciones y conexiones; el argumento, una serie de personajes que dedican su tiempo libre a explorar los “valores ocultos y poco apreciados de la idiotez”, propone una salida de las convenciones sociales para llegar a un estado situado más allá de la ley paterna que establece el contrato simbólico con la sociedad. Los idiotas buscan encontrarse con lo Real lacaniano, esa dimensión preedípica antes de la escisión fundamental del sujeto en el lenguaje, el estadio presubjetivo imposible de simbolizar, fuera-de-la-cultura y fuera-del-lenguaje, en el que uno es uno y no dos. Una búsqueda concretada más acá del principio del placer, en la figura del idiota, quien –como el loco, cabría decir– no ha entrado completamente en la escisión de lo Simbólico, sino que habita, más bien, cerca de lo Real(3).

La idiocia, pues, sirve a los personajes como una subversión de la ley paterna y como una salida de lo social hacia lo Real. El problema es que por mucho que uno quiera hacerse el idiota o que uno quiera rodar como si no estuviera rodando, el acto del “como si” no es más que una suspensión que inmediatamente se torna imposible. Y eso es lo que sucede en el Dogma95 como forma de realización: un manifiesto contra el cine hecho desde el cine y sobre unas convenciones que son su resto ineludible. Igual sucede con el intento de hacerse pasar por idiota y de liberarse de lo social; se trata de un hecho meditado: no es posible llegar a lo Real desde la representación de la idiotez, ya que dicha representación, como toda representación, siempre será un quiero y no puedo. Esto parece quedar claro cuando, al final de la película, los falsos idiotas quedan conmocionados tras la contemplación de los verdaderos –únicos– idiotas. Y es que el único idiota es el idiota real. O al revés: el único Real es el idiota, porque él nunca es dos, sino uno. Cuando los falsos idiotas contemplan a los idiotas reales se dan cuenta de la imposibilidad de la representación. Pero, al mismo tiempo, también observan por un momento lo Real mismo, y allí se produce un corte en lo Simbólico y lo Imaginario: por primera vez son confrontados con la Cosa misma, sin ningún tipo de mediaciones. Y ése, y no otro, es el gran drama del sujeto, la gran aporía: nunca es posible observar lo Real sin la mancha del goce.

El film de Trier tan sólo es un pequeño ejemplo de la desmedida pasión por lo real del arte y la cultura visual de los últimos años. Una fascinación que se presenta bajo un rostro janeiforme: por un lado, como un intento de subversión y transgresión de las reglas del contexto artístico y cultural para llegar al mundo real, y, por otro, como una tentativa de abolir las reglas sociales para llegar a un estadio preedípico más allá de la ley y la cultura. Bien visto, estos dos modos de presentación de lo real coincidirían, en primer lugar, con una suerte de “pasión por la realidad”, la esfera de las cosas y la experiencia del mundo de vida, tal y como fue intuida, entre otros muchos, por Michel de Certeau (4); y, en segundo, con la desmedida “pasión por lo real” del siglo XX atisbada por Alain Badiou, para quien lo Real posee el sentido lacaniano de aquello que “fractura” la realidad para poner “las cosas en su lugar” (5).

Aun a riesgo de simplificar demasiado, se podría afirmar que lo real aparece en el arte contemporáneo de dos maneras no tan radicalmente opuestas como se podría pensar a primera vista: como un intento de presentar la realidad más allá del arte, y como un intento de presentar lo real del sujeto más allá de la cultura. Dos movimientos de alejamiento. El primero pretende bajarse del arte para entrar en la vida cotidiana, y el segundo, bajarse del mundo real para penetrar en lo que hay más allá de las convenciones culturales. Calificaremos el primer intento como la búsqueda o la pasión de la realidad y el segundo como la búsqueda o la pasión de lo Real. Habitualmente se utilizan indistintamente como si se tratase de conceptos semejantes. Sin embargo, en este ensayo, lo “real”, con minúscula, será entendido como el término madre que engloba tanto a la “realidad” (el mundo físico) y lo “Real” (el mundo pre-simbólico). Las dos búsquedas, de un modo u otro, al mismo tiempo, y en sentidos diferentes, tienen como desenlace común una cierta decepción de la mirada, pues, en su alejamiento de aquello que lo separaba de su objeto deseado, el placer de la visión se erige quizá como el más poderoso enemigo a batir.

La decepción de la mirada
No se afirmará nada nuevo al decir que vivimos en una sociedad donde la imagen se ha hipertrofiado y alejado de su referente hasta el punto de perder cualquier relación indicial con lo real. Llámese postmodernidad, sociedad del espectáculo, transmodernidad, edad del simulacro o el término que uno desee, lo cierto es que hoy nuestra cotidianidad se encuentra llena de imágenes, y, ante ese fondo de imágenes que suplantan lo real, el arte sólo puede definirse por medio de un intento de eludir tal imagen, un intento de volver a una dimensión previa o, mejor, póstuma: en las postrimerías de la imagen-espectáculo, funcionando a contracorriente, dando o intentando dar el reverso de la imagen. En la era de la ilusión, el arte se transforma en “elusión”. Frente al equilibrio perfecto y la transparencia aparente del señuelo de la imagen, a lo que llamamos arte sólo le queda cada vez más la opción de romper el placer visual del espectáculo, la opción de decepcionar la mirada.

Precisamente, en La belle déception du regard, Jean-Marie Tournier ha defendido que el arte contemporáneo se desarrolla en una dimensión diferente a la del placer visual, por medio del secreto, el recuerdo, la memoria... en todo caso, no mediante la exclusividad de la visión (6). Es la imagen-espectáculo la que realmente se basa sobre esos placeres de la visión que antaño proporcionaban las prácticas artísticas visuales. Se puede decir que es en el espectáculo, y no en el arte, donde precisa y paradójicamente reside la herencia de la tradición de la historia del arte. El arte contemporáneo, aun partiendo de la misma tradición, se aleja de dicha imagen. Cualquier película de Hollywood tiene más en común con una pintura de Tiziano que gran parte de las obras de arte de nuestra contemporaneidad. La historia del arte de Occidente se bifurcó con el nacimiento de la imagen mediática. Es en la cultura de masas, y no en lo que hoy llamamos arte, en la que pervive el espíritu de Vasari. Y cuando todo es imagen, el arte resulta obsoleto como trompe l’oeil y lugar de satisfacción de la pulsión escópica. Cuando el espectáculo se ha doquierizado(7), el arte ya no puede –ni está justificado para– proporcionar placer al ojo, sino todo lo contrario: frustrarlo y romperlo en mil pedazos.

Hace más de veinte años, Baudrillard señaló al obeso como una de las figuras de la transpolítica, una de las estrategias fatales del simulacro: lo más gordo que lo gordo, la forma metastática del cuerpo, donde el propio cuerpo se anula por saturación, perdiendo las formas, los límites y las fronteras. El obeso, figura de nuestro tiempo, es en efecto una metáfora de la sociedad contemporánea: “obesidad de los sistemas de memoria, de los stocks de información que ya han dejado de ser manejables –obesidad, saturación de un sistema de destrucción que en estos momentos ya está superando sus propios fines, excrecente, hipertélico”(8).

A esa obesidad, qué duda cabe, no escapa nuestra mirada. El ojo contemporáneo se ha vuelto opulento y perezoso (9). No ansía nada más que lo que se le ofrece. Su pupila se ha saciado: ha visto tanto que ya no puede seguir mirando, al menos del mismo modo. Igual que en el obeso sobreviene una deformación del cuerpo, en el ojo mórbido también está deforme, con la pupila saturada, hipertélica, hasta un punto en el que ya no le es posible mirar hacia los lados, sólo de frente, hacia lo que se ofrece, hacia lo que tiene delante, que se repite y satura.

“¿Hay que encontrar una dietética de la información?”, se preguntaba Baudrillard ante la obesidad de los sistemas de información. ¿Hay que encontrar una dietética de la mirada?, tendremos que preguntarnos ante la obesidad del ojo, ante la grasa que recubre la pupila y ya no deja ver. Lo más drástico es, sin duda, el procedimiento quirúrgico. Liposucción: extirpación y eliminación del tejido adiposo. Escoposucción: extirpación y eliminación del tejido escópico. Esa es la única posibilidad para adelgazar al ojo. ¿Sacarnos los ojos? ¿Cegarnos? O quizá algo menos drástico, pero a la larga más efectivo. Sin duda, lo más difícil: intentar adelgazarlos. Vaciarlos: una dietética de la mirada. Un nuevo “régimen” escópico.

Frente al ojo obeso, nos queda la diuresis. Ésa es la única empresa digna para el arte de hoy: adelgazar el ojo. Vaciarlo, depurarlo. Sí, pero ¿cómo? Propondré aquí dos estrategias maestras: anorexia y bulimia, dos modos de romper el equilibrio del señuelo de la imagen-espectáculo. Dar nada o demasiado. Una dieta de la visión. Cegar el ojo, quitarle todo lo que hay para ver; o darle demasiado de lo mismo, tanto que necesite vomitar. Llevarlo demasiado lejos o demasiado cerca de las cosas. Anorexia o bulimia.

En este ensayo me gustaría sugerir que la única tarea que queda al arte en la época en la que todo es imagen es la de funcionar como un diurético para el ojo estreñido, una táctica para adelgazar la mirada hasta que sea posible eliminar el tejido adiposo del espectáculo e intuir que tras la imagen está lo real, que la imagen es sólo un señuelo de lo real.

El simulacro ha eliminado las huellas de la realidad. El crimen perfecto es el asesinato de la realidad en el sentido en que lo predijo Baudrillard. Pero también otro crimen también ha sido perpetrado: el opacamiento de lo Real, la forclusión de la dimensión Real en el sentido lacaniano, la extirpación de cualquier ansia por volver allí. Doble crimen, pues: asesinato de la realidad; pero también ofuscamiento de lo Real.

Anorexia o bulimia, de nuevo. Cierto arte contemporáneo parece intuir esa estrategia, y ya sea por medio de eliminar todo lo que hay para ver (Santiago Sierra, Martin Creed, James Turrell, Robert Barry, Teresa Margolles, Jochen Gerz…) o por medio de mostrar demasiado, incluso más de lo que se pide (Cindy Sherman, Andres Serrano, Mike Kelley, Robert Gober), intenta traquetear el equilibrio de la imagen-espectáculo para hacerla tambalearse. Inquietar el ver, movilizarlo, despertarlo del sueño profundo del espectáculo.

Tomando como punto de partida la supresión del cuerpo atisbada por David Le Breton en la modernidad, Pedro A. Cruz ha hablado de la Vigilia del cuerpo (10). Quizá sea necesario ahora hablar de una vigilia de la visión: la vigilia de la mirada. Movilizar el ojo, despertarlo, someterlo a dieta, no darle nada o hacerlo vomitar. Vaciarlo, en cualquier caso.

Hoy más que nunca, con Lacan, podemos decir del mundo que es omnivoyeur. Ante un fondo de imágenes, ante el equilibrio y la transparencia, sólo queda el desequilibrio de lo visual. La inestabilidad de lo apenas visible o lo demasiado visible. La decepción de la mirada. Infra y supra. Anorexia y bulimia: la falta y la sobra. La falta de la visión: la oscuridad, la sombra. O el exceso de la visión: el resto, la sobra.

La sombra y la sobra. La oscuridad y el resto. Anorexia y bulimia. O lo que es lo mismo: so(m)bra. La so(m)bra de lo Real: lo que está en la otra parte, lo que queda fuera. O la so(m)bra del espectáculo: lo que no cabe en su luz, su resto olvidado, su parte maldita.

Y todo sólo para hacer ver. Para hacer ver a unos ojos que no cesan de mirar.

Como sucede con aquel profético ojo tachado de Un perro andaluz, el film surrealista de Luis Buñuel, parece hoy necesario abrir el ojo para hacerlo vomitar. Allí una cuchilla corta el ver y hace despertar a un ojo sumido en un sueño profundo, a un ojo abstraído en el engaño, en el señuelo de la imagen. Allí el ojo literalmente se abre, y ese abrir lo hace vomitar, expulsar, deyectar una masa viscosa, sacar dentro de sí todo lo que había acumulado durante siglos de falacias. Y, en su abrir, contradice a otro ojo famoso, el ojo de la razón, aquel con cuya disección comienza la Dióptrica cartesiana.

Bien visto, ambas imágenes empatizan: una es el reverso de la otra. Pero ambas parten de un engaño. El ojo diseccionado en la Dióptrica es el ojo de un buey; no un ojo humano. El que se tacha en Un Chien andalou es, como ya se sabe, el de una vaca.

Dar un buey por un hombre. Una vaca por una mujer. Nunca un ojo humano. El ocularcentrismo moderno se eleva sobre una ficción primordial. Por tanto, el movimiento de corte de navaja, que parece clausurar esa modernidad, también habrá de cerrarla como ficción: al buey le da una vaca, y a una mentira fundante responde con otra mentira; una mentira desfundante –el ojo “sacado de su funda”–.

Si en la Dióptrica todo tenía su orden y el ojo era cuidadosamente diseccionado (todo elemento pertenece a algo que luego es posible volver a poner en su sitio), en el ojo de Buñuel la materia viscosa que compone el globo ocular es arrojada fuera de sí: sale toda de una tajada. Como una masa viscosa, es “desenfundada”, y el ojo se “desenvaina”, como el que saca de su vaina la espada. Doble desenvainamiento, pues: un desenvainamiento primero, en el que la navaja se abre al modo en el que se presentan las armas, y otro, causa de aquél, en el que el ojo sale fuera de sí.

Ante el señuelo de la imagen, Buñuel ofrece la primera so(m)bra: el eclipse de la mirada. La nube que corta la luna, oscurece su luz. Es su sombra, la sombra sobre la luz. Una navaja corta el ojo. Y la sombra produce una sobra, la sobra de una mirada, la sofocante náusea de lo abyecto. La sombra y la sobra, de nuevo. La oscuridad y el resto, otra vez. La so(m)bra, siempre.

La tournée de lo Real
En 1996, Hal Foster publicaba El retorno de lo real (11), una recopilación de artículos aparecidos en los cinco años anteriores todos ellos presididos por la utilización de un “cierto” psicoanálisis del arte y la cultura (12). En su lectura de los modelos críticos del arte y la teoría desde 1960, Foster identifica dos “genealogías” que retornan de la represión operada por el modernismo greenbergiano: una primera minimalista, que, por medio de la abstracción y el abandono paulatino del objeto, se aleja de la ilusión y el realismo; y otra, evolucionada a partir del Pop Art, entendido como una reapropiación del surrealismo, mucho más relacionada con el ilusionismo y la cuestión de lo Real. En el artículo central que da nombre al libro, Foster observa la importancia de la genealogía “realista” de la neovanguardia para comprender cierto arte “posmoderno” que reelabora estas nociones, y allí utiliza también el concepto lacaniano de “lo Real” para codificar una serie de preocupaciones comunes en el arte, especialmente en el americano, de los años noventa.

Frente a la lectura simulacral del Pop, practicada por Barthes, Foucault y Baudrillard, que observa el modo en que el arte “desimboliza” el objeto y saca a la imagen de cualquier significado profundo; y la lectura “referencial”, realizada en esencia por Thomas Crow, que vincula el Pop al contexto inmediato del mundo de la moda, la Factoría Warhol, la celebridad, etc.; Foster plantea la necesidad de una lectura traumática del arte Pop que acabe con la dicotomía de las lecturas anteriores, ninguna en sí errónea.

A partir de la revisión de la warholiana serie “Muerte en América”, el crítico norteamericano plantea una interpretación en clave de “realismo traumático”. Y es allí donde por vez primera explicita el modelo teórico que sustenta su argumentación: lo Real como aquello que no puede ser dicho o representado, solamente repetido. El sentido que tiene lo Real para Hal Foster es, pues, el del trauma del sujeto a la hora de enfrentarse con algo que no ha podido hacer palabra, y por tanto que ha quedado latente en el interior. Las obras de Warhol, como también las de Richter, serán para Foster ejemplos de este encuentro fallido con lo Real, de la tyché, o del punctum en el sentido otorgado por Roland Barthes, como algo que toca y tambalea al sujeto. Partiendo esta lectura, Foster agrupó toda una faz del arte contemporáneo, ejemplificada en artistas como Cindy Sherman, Kiki Smith, Andres Serrano, Robert Gober, Paul McCarthy o Mike Kelley, bajo la idea de un “realismo traumático” que opera “desde lo real entendido como efecto de la representación a lo real como un evento del trauma”.

Aclaremos algo. Cuando Foster se refiere a lo Real, lo hace al sentido que el término tiene para Jacques Lacan, como uno de los tres registros o dimensiones –dit-mansions– del sujeto: lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real. Tres estadios o registros sincrónicos y en constante relación, pero también diacrónicos –Real, Imaginario, Simbólico–, tanto en la configuración del sujeto como en la propia enseñanza de Lacan –y no en el mismo orden–. A partir de los años sesenta, Lacan comienza a dejar de lado el pensamiento estructural y la atención a lo Simbólico para centrarse en el estudio de lo Real como lo imposible del sujeto, la dimensión inalcanzable de éste. Si lo Simbólico era el reino del lenguaje, de la ley en tanto que Nombre-del-Padre, lo Real será lo que escapa a la significación, lo que está más allá de la ley, antes de que el sujeto se cree como tal. Lo Real será la prehistoria del sujeto y también aquello a lo que éste tienda. Como señala Massimo Recalcati (13), no hay una teoría lacaniana de lo Real, porque lo Real excede a cualquier teorización; es el punto ciego del lenguaje, la barra que divide al sujeto en dos, el antagonismo esencial que hace que siempre seamos dos en lugar de Uno.

Más allá de las limitaciones y contradicciones que pueda tener el libro de Foster, es cierto que se ha convertido en uno de los textos de referencia sin los cuales apenas es posible comprender el estado de cierto arte contemporáneo. Prácticamente desde su publicación, el concepto de “lo Real”, aplicado al mundo del arte, se ha convertido en el término maestro –en ocasiones, un significante vacío– de cierta crítica artística, imprescindible para analizar y examinar un tipo específico de arte que trabaja con el trauma, lo obsceno y la abyección. Sin embargo, la aportación de Foster, aun siendo la más célebre, no es, sin embargo la única. Si tuviésemos que recordar, siquiera rápidamente, alguna otra visión, sin lugar a dudas la más interesante seguiría siendo la llevada a cabo por Mario Perniola (14). Tras la enunciación de un “realismo psicótico”, que dialogaría con el realismo traumático de Foster, relacionado con la eliminación de la mediación simbólica, Perniola ha sido quien mejor ha reelaborado y aplicado al arte algunas de las ideas del filósofo francés Clément Rosset, para quien –en esencia– lo Real está relacionado con la idiotez, la búsqueda de lo único y simple, frente al doblez del sujeto cultural. Tanto uno como otro, Perniola y Rosset atisban una dimensión aporética en lo Real. Igual que sucede en el último Lacan, lo Real aparece vinculado a “lo imposible”. El único Real es el idiota, el loco o, sobre todo, el cadáver. Lo Real es aquello que nunca llega y sin embargo vuelve siempre al mismo lugar.

En este ensayo, quisiera “retornar” al retorno de lo Real para continuar un debate que no está ni mucho menos cerrado. Partiré para ello de una doble visión del pensamiento estético de Jacques Lacan: por un lado de la idea del cuadro como trampa para la mirada en tanto que objeto a, y, por otro, del arte como sublimación de la Cosa, del arte como aquello que bordea lo Real. Una y otra, en el fondo, no son sino variaciones de la misma idea: el arte es un modo de acercamiento a lo Real.

El título de este escrito, La so(m)bra de lo Real, en cierto modo, y aunque más adelante entraré en materia, vendría a ser una “puesta en frase” de esa concepción lacaniana del arte: el arte como lo que recubre lo Real y también como sobra de aquello que recubre. Sobra y velo, o lo que es lo mismo: so(m)bra. El subtítulo, El arte como vomitorio, en cambio, identifica la tesis que pretendo defender; ésta ya más personal y cuestionable. Para decirlo pronto: que cierto arte contemporáneo, el de vanguardia, tiende a funcionar como vomitorio, como lugar por el cual entrar y salir del espectáculo, y en consecuencia, aproximarnos a lo Real; algo que –también adelanto– constituye, a todas luces, una aporía.


Los capítulos que siguen se han organizado siguiendo una especie de lógica narrativa para presentar un argumento que se va completando conforme se avanza. Ninguno en sí es autónomo, salvo quizá los dos últimos. El primero intenta reconstruir una suerte de teoría lacaniana del arte. A los lectores de Lacan probablemente les resulte reiterativo y banal, pero a todos aquellos que no estén familiarizados con su pensamiento, quizá les pueda servir como una introducción a algunos de los conceptos que, después, utilizaré con mayor ligereza. En cualquier caso, este primer capítulo pone de relevancia el modelo teórico a partir del cual evoluciona el resto del libro. Aunque debo mucho a autores como Bataille, Debord o Baudrillard, es en el fondo el espíritu de Lacan el que se encuentra agazapado en la mayoría de los párrafos de este escrito. El capítulo segundo pretende reflexionar sobre el proceso de desplazamiento del señuelo y la trampa para la mirada –las nociones utilizadas por Lacan para la definición del arte– desde la pintura y el arte hasta la imagen-espectáculo. Dicho proceso, cuya consecuencia esencial es lo que llamaré la extinción del vomitorio, deja al arte contra las cuerdas. Los modos de respuesta del arte ante el mencionado trasvase se analizarán en el tercer capítulo, apuntando hacia dos estrategias maestras: anorexia y bulimia; estrategias que sitúan al arte en el vomitorio del espectáculo. El capítulo cuarto presenta una breve reflexión sobre la representación del cuerpo en el arte bulímico, mientras que el quinto, el más largo, intenta ofrecer una panorámica de las estrategias anoréxicas o antivisuales del arte reciente, relacionándolas todas ellas tanto con el concepto freudiano de “lo siniestro”, entendido como el lugar de emergencia de lo Real en lo Simbólico.

El sexto capítulo tiene un carácter mucho más lábil y, en cierto modo, divulgativo, en el sentido de que se trata fundamentalmente de reflexiones apresuradas sobre las relaciones contradictorias entre la esfera del arte y el mundo de las cosas. “El anhelo de la realidad” intenta argumentar que gran parte del arte contemporáneo nace de una nostalgia del mundo de vida y de un intento de alejamiento del universo de la representación. En este sentido, el arte que trabaja con el cuerpo y el dolor real supone una de las quiebras más contundentes entre el espacio artístico y el cotidiano, dado que el dolor establece un puente entre dos mundos que hace cuestionar cualquier tipo de frontera y delimitación. El último capítulo, al fin, intenta presentar una visión de los males endémicos que han acechado al arte español reciente. He pensado mucho si introducir o dejar de lado este texto, sobre todo por su carácter excursivo –como su título indica, “no(ha)lugar”– respecto al resto de los materiales del ensayo. Sin embargo, su inclusión me pareció interesante porque, a pesar de tratarse de una cuestión puntual, en cierto modo, retoma gran parte de la argumentación precedente para aplicarla a un contexto cercano y específico. La introducción de lo que allí denominaré “pensamiento topológico” como un paradigma mental para pensar ciertas cuestiones referentes al mundo contemporáneo, en el fondo, se encuentra debajo de todo el ensayo.

A pesar de la brevedad de texto, no escatimaré en agradecimientos. Gran parte del material que aparece en el libro ha sido reelaborado a partir de textos precedentes, muchos de ellos surgidos de artículos, intervenciones, conferencias y charlas llevadas a cabo entre 2003 y 2005. Agradezco, pues, la amabilidad y al acicate intelectual de todas y cada una de las iniciativas y personas que han hecho avanzar los argumentos de este ensayo. Por mi trabajo en el Cendeac, coyunturalmente he tenido la oportunidad de comentar y debatir los argumentos desarrollados aquí con algunas figuras de la crítica internacional, especialmente con Mieke Bal, Homi Bhabha, Mary Kelly, Thierry de Duve, Mario Perniola y Hal Foster. A todos ellos agradezco sus sugerencias, especialmente a Mieke Bal, quien leyó este manuscrito y cuyas sabias sugerencias me han ayudado para organizar el material y afinar algunos conceptos. También a Andrea Bellavita, cuyos comentarios sobre la idea de lo siniestro y su vinculación con Lacan han llegado a ser imprescindibles. Miguel Ángel Hidalgo ha leído y comentado con paciencia y sabiduría todo lo referente a lo Real en Lacan. Las sugerencias y el aliento de Higinio Marín también fueron fundamentales en algunos aspectos del texto. Igual que el tesón de Alejandro García Avilés, preocupado siempre por el bienestar de los demás. En el último capítulo del libro comento que la crítica española, poco a poco se ha situado a un nivel que nada tiene que envidiar a la de otros lugares. Esa es una de las pocas verdades de este libro. Me han servido de mucho los comentarios de Anna Guasch, Pedro A. Cruz Sánchez y especialmente de los Fernando Castro y José Luis Brea, de quienes me declaro discípulo no sé si apócrifo o no, pero seguidor en cualquier caso. Quisiera, por último, agradecer la confianza y sobre todo la amistad de Rosa María Rodríguez, culpable de muchos de los argumentos que desfilan por estas páginas. Y, cómo no, a Raquel, que siempre encuentra su nombre al final de una larga lista, pero que sabe bien el lugar que ocupa.


NOTAS
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[1] Lars Von Trier y Thomas Vinterberg: “Manifiesto Dogma95”. Recogido en Hilario J. Rodríguez: Lars von Trier: el cine sin dogmas. Madrid: Ediciones JC, 2003, pp. 157-160.
[2] Declaraciones de Lars von Trier, recogidas por Hilario J. Rodríguez: Lars von Trier: el cine sin dogmas, p. 161.
[3] Debemos entender la idiotez en el sentido observado por Clement Rosset, como algo no siempre despectivo, pues “más que significar imbécil, idiota significa simple, particular, único en su especie”. Clement Rosset: Lo real. Tratado sobre la idiotez. Valencia: Pre-Textos, 2004.
[4] Michel De Certeau: L’invention du quotidien. París, Gallimard, 1990
[5]Alain Badiou: El siglo. Buenos Aires, Manantial, 2005
[6]Jean-Marie Touratier: La belle déception du regard. Réflexions sur l’art contemporain. París: Galilée, 2001.
[7]Guy Debord: La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos, 1999.
[8]Jean Baudrillard: Las estrategias fatales. Barcelona: Anagrama, 1984.
[9]Cf. Román Gubern: La mirada opulenta. Barcelona: Gustavo Gili, 1987.
[10]Pedro A. Cruz Sánchez: La vigilia del cuerpo. Murcia: Tabularium, 2004.
[11]Hal Foster: El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo. Madrid: Akal, 2001.
[12]Utilizo esta expresión por rememorar la certera idea de Alberto Cardín, uno de los introductores en España del pensamiento psicoanalítico, consciente siempre de las limitaciones de la disciplina. Cf. Alberto Cardín: Un cierto psicoanálisis. Madrid: Ediciones Libertarias, 1993.
[13]Massimo Recalcati: Il vuoto e il resto. Il problema del Reale in Lacan. Milán: CUEM, 2001.
[14]Mario Perniola: El arte y su sombra. Madrid: Cátedra, 2002; Enigmas: egipcio, barroco y neobarroco en la sociedad y el arte. Murcia: Cendeac, 2006.

Comentarios

  1. Interesante blog, estoy empezando una investigación sobre el retorno de lo real. Y sus implicaciones sobre la puesta en escena. Quiero empezar por el desarrollo teórico, despues como éste permea la escena y analizar un poco los efectos y resultados. Tengo algo de información y cierta idea de bibliografía: Foster, Baudillard, Guattari y Deleuze, Dieguez, Auge. Estaría genial si pudieras recomendarme algún escrito u autor. Agradezco tu que blog será un punto interesante para dialogar con mi investigación, saludos desde México. Abrazo

    Erick Silva.

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  2. Estimado Erick,
    Gracias por las palabras. Aparte de los autores que comentas, todos imprescindibles, creo que no deberías dejar de lado a Mario Perniola. El arte y su sombra es un gran libro. También Slavoj Zizek y su visión de lo real lacaniano es básica. Y un libro que está a punto de salir y que presenta la mejor teoría del arte de lo real es el de Massimo Recalcati: El milagro de la forma. (Cendeac). Yo lo leí en italiano, pero antes de que acabe el año se traduce al español y lo publica cendeac.

    te deseo suerte con la investigación y aquí estamos para la discusión.
    saludos

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