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Un mitómano inconstante

Soy un mitómano inconstante. No colecciono los discos de mis músicos favoritos, no guardo los DVD de las películas que me fascinan ni vuelvo a verlas si no es por casualidad, no tengo todos los libros de mis autores fetiche, no visito todas las exposiciones de los artistas que admiro, ni siquiera me he llegado a interesar demasiado por la vida y milagros de los actores y actrices que me han cautivado. Soy infiel por naturaleza. Mis pasiones duran poco y rápidamente son sustituidas por otras diferentes. Aunque también es cierto que nunca desaparecen del todo. Se acumulan, conviven y se confunden. Lo que he amado permanece latente para siempre. Y en cada nueva pasión reverbera algo de ese pasado nunca explorado del todo. 
Aunque nunca fui demasiado aficionado a los cómics, de pequeño me obsesioné con los superhéroes. Pasaba los días subido a los árboles con una capa hecha de bolsas de plástico intentando volar como Superman -mi preferido, sin duda, por encima de cualquier otro-. Estaba convencido de que algún día mi súper poder oculto sería al fin revelado y podría surcar los cielos. O que tarde o temprano los extraterrestres me regalarían un traje mágico, como al protagonista de 'El gran héroe americano', y el mundo sabría de lo que soy capaz. Esa fascinación por lo extraordinario sigue aún presente. Y, todavía hoy, continúo consumiendo sin criterio alguno películas y series de superhéroes. Y también de extraterrestres. Sobre todo, de extraterrestres. Y es que cualquier cosa que implique la presencia alienígenas me embelesa. Quizá porque creo en su existencia. O tal vez porque con cinco años vi 'E.T.' -la primera vez que fui al cine- y aún sigo traumatizado. Después, llegó 'V' y, más tarde, 'Expediente X'. Y yo comencé a tener un sueño recurrente del que nunca he podido desprenderme: unos platillos volantes aparecen sobre los limoneros de la huerta de Murcia y comienza la invasión. Es la guerra de los mundos. Y nunca ganan los humanos.
Lo más parecido a ese universo mágico y sobrenatural de la infancia lo encontré en el mundo del fútbol. Recuerdo perfectamente el día que, en la televisión en color recién comprada, vi volar a Hugo Sánchez sobre el césped del Bernabéu. A partir de ese momento, el delantero mexicano se convirtió en mi superhéroe real. Después, llegaron otros marcianos -Laudrup, Guti, Zidane, Pirlo, Iniesta, Ibrahimovic-, pero ninguno ha logrado borrar el recuerdo de Hugo Sánchez. Ni tampoco nadie ha conseguido hechizarme como los jugadores de aquel tiempo: Van Basten, Gullit, Francescoli, Matthäus y, claro, el más grande, Dios, Diego Armando Maradona. Aún conservo varios álbumes Panini que nunca llegué a completar.
El final de la infancia coincidió con el despertar del deseo. Mientras mis compañeros del colegio forraban sus carpetas con imágenes de Kim Basinger, Sabrina y Samantha Fox, yo me enamoraba perdidamente de personajes de serie de televisión. Los domingos por la noche, quería ser el detective David Addison para poder respirar la melena rubia de la ex modelo Maddie Hayes en 'Luz de luna'; de lunes a viernes, a la hora de la siesta, envidiaba a Michael Knight por conducir el coche fantástico, pero sobre todo por tener la oportunidad de flirtear con la mecánica Bonnie Barstow; y los sábados por la tarde, lo habría dado todo por convertirme en lagarto para subir a una nave nodriza y presentar mis respetos a la maléfica Diana de 'V'. Más tarde, llegó la agente Dana Scully y acabó de robarme el corazón. Cuando, hace unos años, regresó 'Expediente X', comprobé que a veces el deseo permanece y se readapta. Y que suspiraré por Dana Scully hasta el fin de los días. 
En mi adolescencia, amé la música por encima de todas las cosas. Sin embargo, no tuve mitos musicales propios de mi edad. Me cautivaron Bach, Beethoven y Mozart. También el organista César Franck. Y la vida amorosa de Mahler. Después, me interesé por los contratenores. Y más tarde me sedujo la figura de Glenn Gould, el genio inadaptado en el borde de la locura. Sólo al final, ya bien crecido, me abrí a la música actual. Fue entonces cuando descubrí a Joy Division y me obsesioné con Ian Curtis y su danza epiléptica. Me hice moderno a contratiempo.
Todo lo anterior constituye un mapa difuso de mis mitomanías del pasado. Aunque muchas de ellas perviven, mi presente mitómano se construye sobre el arte y la literatura. Marcel Duchamp, Robert Morris, Eva Hesse o Marina Abramovic son mis ídolos del arte. Supongo que gana Duchamp, que siempre aparece, antes o después, en todo lo que hago y pienso. Como también lo hace, desde la Filosofía, Walter Benjamin, tal vez el mito intelectual más constante de todos los que he tenido. Me fascinan sus ideas, pero también su vida trágica. No pude parar de llorar el día que visité su tumba en Portbou. Y pagaría todo el dinero que no tengo por poseer alguna de las notas manuscritas de sus archivos. 
En los últimos años, la escritura se ha convertido en el centro de mi vida. Borges, Bernhard, Cioran y Beckett fueron los primeros que me hicieron perder la cabeza. Después llegaron Paul Auster y Enrique Vila-Matas. Más tarde, Bolaño, DeLillo, Coetzee, Carrère, Delphine de Vigan y Annie Ernaux. Desde hace unos años, vivo embrujado por Siri Hustvedt. Me gustan todos sus libros. Me gusta todo de ella. Incluso su marido. A veces sueño que me invitan a tomar un café a su casa y hablamos de arte y de literatura. Me cuentan sus proyectos, la conversación fluye y me dicen que me quede a cenar. Auster prepara una pizza. Les caigo bien y me ofrecen dormir en el sofá. A media noche, me levanto, me acerco a su cama y los miro dormir durante un momento. Salgo de allí tras dejar una nota: "Gracias por vuestros libros. Me han hecho inmensamente feliz. La pizza, por cierto, estaba deliciosa."

[Texto publicado originalmente en La esfera de Papel, del diario El mundo]


Comentarios

  1. La lucha constante contra la frustración de los que llevamos escribiendo casi 20 años, presentándonos a premios desde los 90, quedando finalista alguna vez en un pueblo sin nombre, escribiendo y muerte, pensando y muerte, fracaso absoluto y éxito en la indiferencia, frases que en tu boca son vapor de agua y la misma frase en otra reconocible es caviar hidrogenado, los últimos pasos de Walser en la nieve nos representan, somos los fracasados pero que ni siquiera dejan sus huellas antes de caer en el frío. Estamos solos y encima no somos alegres, seguramente malos, pésimos escritores sin palmadas, ni vinos ni galeradas. Estamos los fracasados que saben que nunca llegarán a nada y que siguen pensando que mañana será igual, aunque tal vez no, pero si, aunque tal vez no, pero si... y la muerte.

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