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Semana de locura en la que no he podido sentarme un segundo a escribir. Lo hago ahora, sin mucho tiempo, desde Palma de Mallorca, casi recién aterrizado y unos minutos antes de comenzar la sesión de trabajo en Es Baluard, donde realizo un proyecto con el colectivo 1er Escalón. Un proyecto en marcha al que aún tenemos que dar forma definitiva.

La semana ha sido intensa. El noventa por ciento de mi tiempo lo he pasado con Mieke. En el seminario y también en los ratos libre. He vuelto a aprender con ella y hemos iniciado un nuevo proyecto para el futuro, una exposición de sus trabajos para el próximo año. Ha sido todo muy gratificante, pero el estrés de estar en el seminario, en clase, hacer de organizador, poner el agua, la videoconferencia, responder a las preguntas de internet, intentar sacarlo todo adelante... casi acaba conmigo. Demasiadas cosas al mismo tiempo. El martes incluso durante un momento me desorienté y no sabía hacía dónde tenía que ir, como si por un instante el tiempo se hubiera detenido y el cuerpo hubiese pedido una pausa. Confieso que me asusté. Al día siguiente tomé la decisión de comenzar a frenar, y también a pensar a que al mundo no le pasa nada si yo freno.

El lunes me sentí escritor de verdad en la entrevista pública que me hizo Antonio Candeloro en un congreso de literatura en Murcia. Había leído todos mis libros y tomaba en serio lo que yo había escrito. Sentir que lo que uno ha hecho en soledad y no siempre con demasiado convencimiento acaba llegando a algún lugar e interesando a alguna persona es una satisfacción que no se puede describir.

El lunes también regresó la felicidad por un momento. La felicidad del instante, el faro en medio de la tormenta, el presente puro. Hablamos, nos tocamos, nos amamos. Nubes blancas. Aún. Todavía.

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