Las manos pequeñas

Las manos pequeñas es la última novela de Andrés Barba, un escritor que, poco a poco, y casi sin hacer ruido, se ha ido convirtiendo en una de las voces más singulares y sólidas de la narrativa española contemporánea. Aunque nació en 1975, su obra no es asimilable a las nuevas narrativas de los autores de la llamada generación Nocilla, sino que su producción se ha caracterizado por un intimismo y una prosa cuidada y elegante que lo acercarían a otros autores también jóvenes como Ricardo Menéndez Salmón o, allende los mares, a figuras tan exquisitas como Alejandro Zambra.

En este librito de apenas cien páginas, Barba cuenta la historia de una niña, Marina, y su contradictoria relación con su cuerpo. Una niña cuyos padres mueren en un accidente de tráfico y tiene que aprender a vivir en un orfanato en el que es vista como un ser abominable. Es una historia de alteridad. El miedo y la desconfianza ante el otro, pero también la violencia empleada para paliar ese miedo. Es también la historia de una inadaptación. Y, al mismo tiempo, la historia de la crueldad de la inocencia. De una inocencia perversa aunque no maligna.

El libro nos acerca a las pesadillas, a los miedos y también a los deseos de la infancia. Unos miedos y deseos mostrados, por ejemplo, a través de un juego perverso ideado por Marina, el juego de la muñeca, en el que las niñas se hacen pasar por seres inanimados y quedan expuestas a la voluntad de los otros, que pueden, desde contarle sus secretos, a tomar su cuerpo como un campo de experimentación. Sin duda, eso nos trae a la mente el relato de Hoffmann sobre el que Freud elabora su célebre teoría de lo siniestro, en este caso entendido como esa contradictoria e incómoda relación que establecemos con esas cosas que están a medio camino entre lo familiar y lo extraño, entre lo animado y lo inanimado.

Pero por encima de cualquier historia, ‘Las manos pequeñas’ es un libro escrito con una prosa precisa y preciosa. Una prosa elegante que logra detener la mirada del espectador en cada palabra. Una prosa mínima que conduce en ocasiones a la inocencia del lenguaje infantil, pero también a la plenitud de ese lenguaje cargado de enigmas. Es lo que uno tiene la sensación de estar leyendo: un libro que por momentos parece escrito por la mirada de un niño. Pero no un libro para niños. Pues de todos es sabido que los universos menos recomendables para los niños son los universos infantiles.

No es un libro con moralina, ni una obra sensiblera. La prosa de Barba es siempre distante y nunca llega a lo emotivo, aunque sí a lo evocador. Y esto lo consigue a través de un trabajo brillante con el fuera de campo, con aquello que no se acaba de decir del todo, aquello que queda sugerido como posibilidad, lo no dicho, o lo no dicho del todo. Ese lugar no presente, esa ausencia, que es en el fondo la de la madre y el padre, es lo que configura toda la narración. Quizá por eso la niña repite una y otra vez: “mi padre murió en el acto, y luego mi madre en el hospital”. Un mantra constante que evoca un vacío imposible de llenar.

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